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La Esencia de la Diosa vive en el corazón de cada mujer y en el de algunos hombres sensibles que saben serlo sin perder por ello su masculinidad. Espero de todo corazón que te guste el contenido de esta página y te animo a participar en ella activamente publicando tus comentarios o utilizando el botón "g+1" para recomendar las entradas que te gusten.

domingo, 23 de marzo de 2014

SANG RÉAL

Muy pronto descubrí que mi esposo pertenecía una Sociedad Secreta de la que era, si no el único, uno de sus principales dirigentes. En un principio sospeché que pudiera pertenecer a alguna rama de la Orden del Temple, porque el Sello de Salomón aparece grabado en las paredes de la casona y sobre la cabecera de nuestro lecho matrimonial. Sus miembros solían reunirse, periódicamente la mayoría de las veces, en algún lugar del inmenso subterráneo al que yo, aún siendo la Señora de la casa, no tenía acceso. En ocasiones y por motivos que ignoro, las logias tenían lugar en otras mansiones vecinas. Pero nunca supe ni la naturaleza de tales encuentros, ni el nombre de su misteriosa Orden.
Francis deseaba un heredero que perpetuara su línea de primogenitura y vio cumplidos sus deseos dos años más tarde con el nacimiento de nuestro hijo Joseph. La descendencia del los Hautpoul parecía asegurada y el castillo entero estaba de fiesta.
Inmediatamente, sus dos hermanas pasaron a ocupar un lugar secundario en la familia y, mientras mi hijo se criaba atendido por un aya, yo volví a quedar encinta.
Tal vez por eso o por el exceso de cuidados, lo cierto es que cuando me advirtieron que el niño estaba enfermo, era ya demasiado tarde. Jamás podré olvidar aquella mañana de marzo de 1.739.
Joseph, que ese mismo día cumplía 18 meses, había pasado la noche devorado por la fiebre y yo acunándole entre mis brazos, temiendo perderle a cada instante y sin fuerzas para llorar. La llegada de la aurora se llevó la noche y la vida de mi hijo. Miré al cielo en un vano intento por verle partir y, como respuesta a una plegaria muda, todo el paisaje se inundó de una serena claridad rosada.
Dicen que cuando una vida se va, otra viene a sustituirla, pero faltaban más de dos meses para el nuevo alumbramiento y el destino se burlaba de mí quitándome lo que mi esposo más ansiaba: nuestro único hijo varón hasta el momento. Mientras el pequeño ataúd con los restos de mi hijo era depositado en el panteón familiar, yo intentaba inútilmente consolarme con el pensamiento de que otro Joseph se hacía fuerte en mi vientre.
Pero las noches en vela y el dolor de la pérdida hicieron mella en mi salud. El parto se adelantó y tres semanas más tarde di a luz a la tercera de mis hijas: Marie-Gabrielle de Blanchefort.
Un parto largo y difícil con el que la línea de primogenitura masculina de los Hautpoul de Rennes se extinguió junto con mis esperanzas de ser madre de nuevo.
De pronto una luz cegadora rasgó un cielo de plomo que había perdido su luminosidad. En pocos segundos el fragor de un trueno me devolvió a la realidad. Sólo entonces fui consciente de que las gotas que momentos antes dibujaban trazos de agua en el cristal no eran más que mis propias lágrimas.
Ahogadas por la tormenta y la distancia, las voces masculinas llegaban hasta el salón como acordes de una música enfurecida que enrarecía el ambiente. Sonidos carentes de sentido, murmullos incomprensibles, un rumor de pasos, fragmentos de frases airadas que no alcancé a comprender, caballeros que salían sin despedirse.
La logia acababa de finalizar.

sábado, 1 de marzo de 2014

¿Y TÚ?

Cierra los ojos y evoca momentos que pudieron haber sido tan felices. La vida jamás vuelve la vista atrás, somos nosotros quienes nos perdemos en el laberinto sin fin de los recuerdos. Tanto tiempo ha pasado desde entonces que hoy, quizás, podamos mirar al pasado cara a cara sin que el dolor nos muerda la garganta.
Si pudieras comprarle a la vida una sola cosa, ¿qué comprarías?
Si pudieras mirarme a los ojos y decirme una sola cosa, ¿qué me dirías?
Si pudieras variar el rumbo de tu vida, ¿qué es lo que harías?
Si pudieras borrar el pasado, ¿qué borrarías?
¿Y yo? Yo compraría una hora de tu tiempo para decirte lo que jamás te dije y hacer las paces con esa parte de mi vida que, a pesar de todo, no borraría.
Lola Xaxo

LAS LÁGRIMAS DE ISIS

Perdí la noción del tiempo disfrutando de mi improvisado aislamiento, sentada en la popa de la embarcación. Un paisaje de palmeras y huertos, incomparablemente verde, se destacaba sobre un fondo desértico de pequeñas colinas doradas y rojizas que parecían desplazarse lentamente hacia atrás, como si pudieran viajar por el tiempo y el espacio. 
Con la vista perdida en las caprichosas estelas que formaba el agua a medida que avanzábamos, disfrutaba de una intimidad totalmente inesperada. A mi espalda soplaba una suave brisa que, unida a la corriente despaciosa del Hapi, hacía innecesario el trabajo de los remeros. El silencio hubiera sido absoluto de no ser por las risas de Meritatón y el eco de sus incesantes correteos sobre la cubierta de madera, que llegaban hasta mis oídos amortiguados por una inexistente lejanía.
El sol comenzaba a descender sobre la orilla derecha, esplendoroso y rojizo en su barca dorada.
Todos te miran pasar por encima, pues eres el Atón del día sobre la tierra. Mas cuando has partido, cuando duermen todos los ojos que tú has creado, cuando nadie puede contemplar tus obras, estás muy dentro de mi corazón y no hay nadie que te conozca… —murmuré absorta por el bellísimo espectáculo.
—¡Madre!
Mi hija mayor, que había aprovechado un descuido de Tiyi para llegar corriendo hasta mí, me sacó de mi ensimismamiento.
Tras ella llegó la Tutora Real, acalorada y confundida, ensayando un millón de excusas.
—¡Oh, Señora! Disculpa a tu hija y a esta sierva inútil que…
No acababa de acostumbrarme a aquel trato servil del que me hacía objeto mi buena madrastra. Pero me había convertido en Reina y así era el rígido protocolo de la Corte, que yo estaba dispuesta a modificar.
—No importa, Tiyi querida… Dejemos que la Princesa se siente en mi regazo y juntas contemplaremos la belleza de Atón en las aguas del río.
—¿A donde va toda esta agua, madre? —preguntó Meritatón con su media lengua.
—Al mar, niña mía.
—¿Y qué hace el agua allí?
—Funde sus miles de gotas con las gotas que allí encuentra. De igual manera, nuestros Kau se unirán en la gloria del Creador cuando llegue el momento de ir a su encuentro.
Tal vez mi hija era aún demasiado pequeña para entender aquellas palabras, pero Amenhotep la había acostumbrado a escucharlas casi desde que nació. Ella se había quedado muy seria tras mi última respuesta y utilizó un apelativo cariñoso por el que había aprendido a llamarme, para preguntar:
—¿Cómo es el mar, Hati?
—Inmenso, como el poder de nuestro Señor.
—¿Más grande que el Hapi?
—No importunes a tu madre con tantas preguntas, Meritatón.
—Déjala, mi buena Tiyi. Una hija jamás podría importunar a su madre, sino todo lo contrario. Es normal que pregunte —la reñí dulcemente.
Luego me volví hacia mi pequeña, cuya carita ansiosa esperaba mi respuesta.
—Imagina una inmensa llanura sin fin y llénala de agua: así es el mar.
—¿Podré yo ser algún día un pez, madre?
—¿Y para qué quiere mi princesita ser un pez? —reí, divertida por la extraña pregunta.
—Para viajar como ellos en el agua del Hapi y llegar al mar.
—No, mi niña, tú nunca serás un pez; pero un día podrás ver el mar, te lo prometo. Además… el agua del mar es muy salada y si los peces del río llegaran hasta allí, morirían.
La promesa de ver el mar había dibujado en su carita una encantadora sonrisa, que desapareció como por encanto ante la imagen de los peces muertos.
—¿Y para qué sirve toda esa agua, si los peces no pueden jugar en ella?
—Otros peces distintos viven allí, peces que gustan de la sal del agua. El Creador que puso las aves en el cielo y las bestias sobre la tierra, repartió a los habitantes de las aguas según sus características.
—¿El Creador que puso el sol en el cielo?
Me sentí orgullosa de los avances de mi hija.
—Un sol que ya se oculta, Princesa —intervino Tiyi—. Señora, permite que lleve a la niña a tomar su comida de la noche.
Dicho esto, hizo ademán de tomarla en sus brazos. Pero Meritatón no estaba dispuesta a olvidar el repentino interés que la idea de una llanura repleta de agua había suscitado en su tierno corazón.
—Tiyi… ¿tú sabes por qué el agua del mar es salada?
—Es por causa de la bella Aset. Cuentan que, al morir su esposo, su dolor fue tan intenso que lloró sin parar durante cuarenta días con sus noches. Entonces, una gran parte de las Tierras Bajas se inundó con sus lágrimas.
—¿La… diosa? ¿Aset?
De entre todos los falsos dioses de la antigua religión, aquella en la que fui educada y en cuyas creencias crecí, Aset la Bella, la Grande en Magia, había sido mi preferida y la que siempre despertó en mí un interés especial. Sin embargo, y a pesar de que algo en mi interior se resistía a admitir que ella formara parte de una gran mentira, respondí:
—Un único Dios existe, hija mía. Recuerda las enseñanzas de tu padre.
—¿Entonces no es verdad lo que cuenta Tiyi?
—No, mi querida. Nadie miente —la voz que ahora respondía a la pregunta de la niña llegó desde mi espalda.
Antes de que tuviera tiempo de volver el rostro hacia mi esposo, unas manos cariñosas se apoyaron sobre mis hombros. Cómo intuyendo la lucha que se desarrollaba en mi interior, Amenhotep respondió a su hija con las mismas palabras.
Aset existió realmente; eso es lo que yo creo. Y también existieron esos otros seres a quienes los infieles llaman dioses, pero ninguno de ellos lo es. Todos ellos son Hijos del Dios Verdadero que hace mucho, muchísimo tiempo, existieron realmente y vivieron en estas tierras, como tú y como yo.
—Entonces, padre, ¿Aset era una mujer?

—Era… es alguien muy especial, hija mía. Aset es una gran Mujer —y con esto dio por zanjada su explicación—. Y ahora, vete en paz y acompaña a Tiyi para tomar tu comida. Yo vendré luego a verte, como todas las noches, para pedirle al Creador que vele tus sueños, mi pequeña princesa.

De mi libro "Cuando declina el sol"