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La Esencia de la Diosa vive en el corazón de cada mujer y en el de algunos hombres sensibles que saben serlo sin perder por ello su masculinidad. Espero de todo corazón que te guste el contenido de esta página y te animo a participar en ella activamente publicando tus comentarios o utilizando el botón "g+1" para recomendar las entradas que te gusten.

martes, 28 de julio de 2015

LA MÁQUINA DEL TIEMPO



Habían acampado la noche anterior. En un claro, junto a una fuente. Con los carros formando un círculo habían cenado y, al resplandor del fuego, cantado y bailado hasta bien entrada la noche.
Después, la calma se adueñó del campamento. Una lechuza vigilaba atenta desde un roble cercano. Ladera abajo, serpenteaba un torrente.
Con las primeras luces del alba se despertó el rumor del viento entre las ramas y los pequeños animales del bosque salieron tímidamente de sus escondrijos. De vez en cuando, trinaba un pájaro madrugador. El fragor del torrente resonaba en el valle, apagado por la distancia. Pero como fondo de aquella aparente quietud, si se aguzaba el oído, podía percibirse el latido de un corazón gigantesco:
—¡Tum—tá!, ¡tum—tá!, ¡tum—tá!
Con la salida del sol volvió la actividad a las carretas. Las mujeres se afanaban entre calderos, los hombres preparaban los arreos y los viejos calentaban sus huesos cansados al tibio sol del otoño, mientras los niños retozaban deslizándose pendiente abajo con gran alboroto. Y fueron precisamente los niños, con sus ojos y oídos recién estrenados y abiertos todavía al universo, quienes se dieron cuenta de aquel extraño sonido.
— Venid, venid todos, ¡Se oye un ruido! Viene del valle... ¡hay algo allá abajo, dentro del bosque!
Pero los mayores estaban demasiado ocupados para prestarles atención.
—Abuela, abuelito! Hay algo allá abajo que hace un ruido como de un reloj muy grande.
—¿Qué decís niños? —éstos llegaban corriendo, casi sin resuello— ¡No puedo entender nada de lo que dicen los zagales! ¿Y tu Zóltan?
Papá Zóltan era el mas viejo de la tribu. Nadie sabía cuándo había nacido. Ni el mismo lo recordaba. Su nieta Moira y su marido cuidaban de él pero, para toda la tribu, el viejo Zóltan era «el abuelo».
—Abuelo Zóltan —Estrellita era la mas pequeña de las hijas de Moira ¿no oyes, abuelito? Ese ruido raro que viene del fondo del valle: como un corazón.
—¿Qué dices? .Yo no oigo nada. ¡Moira! Ven, escucha lo que dicen los niños.
Por fin lograron atraer la atención de los mayores. Uno a uno, fueron abandonando sus tareas y aguzando el oído.
—Pues parece que viene de por allí abajo… ¿Qué será?
Iban bajando lentamente por el bosquecillo tras los niños y aquel extraño zumbido, apagado pero audible, les llegaba ahora con más claridad.
—¡Tum—tá!, ¡tum—tá!, ¡tum—tá!
Los más ancianos les seguían, en silencio. Intrigados, se adentraban más y más en el bosque. El sonido se hacia cada vez mas potente y empezaba a perfilarse como el tic—tac de un reloj gigantesco.
Llegaron al límite del bosque. Ante ellos se extendía una suave pradera y, después, el trotar alborotado de las aguas del torrente. AI fondo, a su derecha, destacaba del paisaje la silueta impresionante de una vieja mansión semi derruida y cubierta de vegetación.
Ahora el fragor del agua era muy intenso pero, a pesar de ello, podían distinguir un tercer ruido que se confundía con aquel tictac. Era como el chasquido monótono de una maquinaria.
—¡Chis—chás!, ¡chis—chás!...
Recelosos, se acercaron al caserón poco a poco, sin mediar entre ellos ni una sola palabra.
El torrente había quedado atrás.
Ya no se escuchaba ni un sonido que no fuera aquel. El paisaje estaba como muerto: ni un pájaro, ni una suave brisa interrumpía la quietud del fantasmagórico lugar.
La vieja casona parecía abandonada y los más atrevidos se acercaron hasta la pesada puerta de madera. Un gato asustado salió de entre los matorrales que cubrían la entrada y desde la ojiva de un ventanal un ave emprendió el vuelo de repente.
Retrocedieron sobresaltados… y de nuevo nada.
Otra vez avanzaron hasta la puerta. A pesar de su impresionante aspecto, esta cedió y giró sobre sus goznes con extremada facilidad.
Presas de un miedo incontrolado, superado tan sólo por su curiosidad, fueron atravesando tímidamente el umbral. Se hallaban ahora en un lugar donde reinaba la penumbra y el frescor. Olía a polvo y a humedad.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguieron el suelo embaldosado y las paredes de piedra de un vestíbulo. Frente a ellos, un gran arco también de piedra daba acceso a un patio de carruajes. Tras él, un nuevo arco llevaba otro vestíbulo mucho más lujoso que el anterior, del que arrancaba una enorme escalinata de mármol rematada por una soberbia escultura que representaba la cabeza de un león sobre un pedestal.
Sin embargo, el sonido parecía proceder de algún lugar del sótano, porque el suelo vibraba bajo sus pies.
Salieron al patio por el primer vestíbulo, sin atreverse a recorrer la soberbia mansión. Tenían la boca seca y un nudo en la garganta.
En un rincón, una pequeña puerta de forma extraña atrajo de nuevo su atención. El ruido era ya impresionante.
Una llave de hierro oxidada por los años y la lluvia pendía de un gancho sobre el quicio de la puerta.
—¿Qué hacemos? —preguntó uno.
—¡Pues entrar, naturalmente! —le respondió una mujerona de formas generosas.
—Ya que hemos llegado hasta aquí, vale la pena intentarlo —terció otra.
El Jefe del Clan se adelantó para descolgar la llave y la introdujo, no sin cierta precaución, en la cerradura. Ésta parecía no haber sido abierta en años y, sin embargo, la llave giró con gran facilidad. La portezuela crujió con un ruido seco y sus viejas bisagras chirriaron cuando la portezuela giró sobre sus goznes.
Los que iban delante se quedaron atónitos ante el cuadro que se ofrecía ante su vista. Ahora el ruido era atronador.
Los de detrás empujaban impacientes.
Pronto estuvieron todos en el interior de lo que era una inmensa nave de piedra. Se hallaban a pocos metros de la puerta, sobre una especie de entarimado del que arrancaba una escalerilla corta, también de madera, que daba acceso a aquel sótano.
Contemplaban anonadados el espectáculo sin atreverse siquiera a respirar, los pies clavados en el suelo.
Al fondo de la sala, cuyas dimensiones sobrepasaban cuanto habían visto jamás, había una enorme maquinaria parecida a la de un reloj gigantesco sin esfera ni manecillas. Enormes ruedas dentadas, fabricadas en madera oscura, giraban alternativamente en un sentido y en otro.
—¡Ríiiiis—raaaaaás!
Una enorme bola de cristal de cuarzo pendía Del techo y se balanceaba rítmicamente de un crucero de la nave al otro, proporcionando movimiento a todo el conjunto.
Frente a ellos y practicado en la parte baja de la pared había un orificio del que iba saliendo una extraña cinta incolora, procedente de algún lugar del centro de la Tierra. La Cinta del Tiempo, pues de eso se trataba, atravesaba la sala de este a oeste y era recogida por otras ruedas de madera que la transportaban hacia el interior de la maquinaria.
La luz del sol naciente que se colaba por una claraboya abierta hacia el cielo se reflejaba a través del enorme péndulo de cuarzo. Los rayos, al atravesar el purísimo cristal, se descomponían en mil colores que iban tiñendo la cinta a su paso.
Del otro extremo de la máquina había algo parecido a una cizalla, también de grandes proporciones que, accionada igualmente por aquel vaivén, cortaba la cinta en pedacitos exactamente iguales. Los había de todos los colores: blancos, amarillos, rosados, grises, rojos, negros…
Retazos de Tiempo, pedazos de vida que centelleaban tentadores.
Los primeros en reaccionar fueron, como siempre, los niños. Chillando y alborotando, se abalanzaron sobre el enorme montón de retales que el olvido había ido reuniendo en un gran montón en el centro de la sala. Presos de la excitación de lo que es nuevo, saltaban y se revolcaban entre trocitos de cinta de todos los colores, apoderándose de los colores más hermosos: blancos, rosados, celestes…
Tras ellos, entre bromas y risas, bajaron los jóvenes eligiendo los colores más vibrantes: amarillos, fucsias, turquesas…
Repuestos de la sorpresa y seducidos por los inconscientes juegos de los niños y la algarabía de los jóvenes, los adultos avanzaron cautelosamente hasta el ya revuelto montón. Para ellos los tonos más cálidos: rojo de pasión, verde esperanza, azul profundo de melancolía, amarillo oro de momentos radiantes.
Por ultimo, renqueantes, llegaron los ancianos. En vano buscaron algún color con el que alegrar su existencia. Ya solo quedaban tonos apagados: ocres marchitos, verdes descoloridos, magenta y una interminable gama de grises. Miraban envidiosos a los niños y a los jóvenes malgastar en juegos y devaneos aquellos preciosos momentos que ellos tanto deseaban.
Algunos escrutaban ansiosos el orificio de la pared esperando ver salir un pedacito de cinta de algún color precioso para apoderarse egoístamente de él. Otros, los menos, contemplaban fascinados el vaivén de la bola de cristal y la Luz que entraba por la claraboya; pero todos, sin excepción, esperaban ilusionados poder alcanzar un momento de roja pasión, de amarilla calidez, de verde esperanza o de rosada ternura.
Todo era en vano.
Veían a otros, más jóvenes y rápidos que ellos, acumular el preciado tesoro, pero no podían esperar que compartieran con ellos ningún trocito alegre de su tiempo.
De vez en cuando, sólo muy de vez en cuando, alguno de ellos conseguía encontrar alguno de aquellos instantes y un pedacito de claridad caía en sus manos. Cada vez que esto sucedía, los demás ancianos se arremolinaban a su alrededor festejando como niños la buena suerte de su compadre y compartiendo su alegría. Mientras tanto, el afortunado poseedor de aquel pedazo, lo sostenía entre sus manos temblorosas, procurando alargarlo lo más posible.
Más tarde, todos juntos y cada uno por su lado tentarían de nuevo la suerte.
Casi sin darse cuenta, las horas habían ido pasando y el mediodía se acercaba.
Los niños, sentados ya en el exterior, jugaban a intercambiar sus trocitos junto a la puerta de la casona.
Los adultos intentaron reunir de nuevo a todo el grupo, pero…
—¡Mamá! ¿Dónde está el abuelo?
—No lo sé —un estremecimiento recorrió la espalda de Moira—. ¿No estaba con vosotras?
—No… Bueno, estaba con nosotras hasta que empezamos a jugar con nuestras cintas y nos olvidamos de él. Hace rato que no le vemos.
—Es muy extraño…
—¡Lajos, Lazlo! ¿Habéis visto al abuelo? Me pareció que estabais juntos.
—Es cierto, recogía cintas con nosotros, pero de repente le perdimos de vista.
El marido de Moira organizó un grupo para buscar al abuelo por los alrededores mientras el resto le llamaba a grandes voces.
—¡Papáaaaa!
—¡Abuelo Zóoooltaaaaan!
Nada. Todo era en vano. Papá Zóltan no aparecía. La preocupación empezaba a crispar todos los rostros. De repente, un niño visiblemente alterado salió corriendo de detrás de la casa.
—Venid, venid todos, allí detrás...
Corrieron todos en la dirección que indicaba el chiquillo y allí, junto a un matorral cuajado de flores, yacía el cuerpo exánime del abuelo.
—Papá… papá Zóltan…
Papá Zóltan ya no respondería.
En su cara había una indescriptible expresión de felicidad y en sus labios una sonrisa casi angélica. Sus ojos entreabiertos parecían contemplar el espacio con infinita ternura.
El grupo se había ido reuniendo a su alrededor sin hablar, sin mirarse, con la respiración en vilo.
La mano morena y arrugada de Zóltan apretaba contra su cansado corazón un retazo de cinta como ninguno de ellos había visto: era un increíble arco iris de colores, un resplandeciente tono nacarado que contenía toda la gama posible que el Tiempo pudiera ofrecer.
Era algo bellísimo, indescriptible.
—¡Mamá! —Myrna, la mayor, tenia los ojos llenos de lagrimas— ¿Está… está muerto el abuelo?
—¿Muerto? El abuelo no ha muerto.
Estrellita, de rodillas junto a él, pasaba los deditos por entre los pelos de su barba:
—¿No ves qué contento está?
Moira cogió la mano de la pequeña.
—Los niños no entienden la muerte…
Nadie se atrevió a tocarle. Ni siquiera le movieron.
En silencio, los hombres cavaron una fosa en el mismo lugar donde le habían encontrado, junto al único arbusto en flor que había en aquel paraje donde el había elegido ir a morir.
Alguien pronuncio una oración y, todos a una, un adiós emocionado.
—Mamá, ¿por que decís adiós? El abuelito Zóltan no ha muerto, mamá. Él está «realmente» vivo: yo lo sé. De veras, mamá, me está esperando; él me lo ha dicho.
—Estrella, cariño, no digas tonterías.
—Pobrecita… todavía no sabe. Es muy pequeña.
Sin mediar una sola palabra, con el corazón encogido, regresaron al campamento ladera arriba.
No hizo falta ni una orden para que cada uno recogiera sus enseres. Nadie pensó ni siquiera en comer.
Poco a poco, las carretas formaron una fila y lentamente se pusieron en marcha. Pronto se perdieron en el horizonte con los últimos rayos de aquel sol de otoño.
Desde el ultimo carro, asomando la cabeza por debajo de la lona que cubría la parte posterior, Estrellita contemplaba cómo el paisaje iba cambiando y cómo el torrente, la vieja casona y el prado donde horas antes había visto por ultima vez al abuelo Zóltan, iban haciéndose más y más pequeños hasta desaparecer por completo.
—Hasta pronto, abuelito.
Él levantó su vieja mano, arrugada y morena, y le devolvió el saludo.
Desde su lugar, mas allá del sol y las estrellas, Papá Zóltan vio desparecer la ultima carreta tras una loma; en su rostro, una expresión serena y en su boca, una dulce sonrisa.
—Hasta siempre, Estrella.

De mi libro CUENTOS DE NIÑOS PARA MAYORES

PROYECTÁNDONOS HACIA LA 4D

Llamamos Cuarta Dimensión al cuarto eje de rotación espiraloide, que tiene una inclinación de 32º de arco o más exactamente: 20 veces el número Phi (1.6180339).Aunque en la física relativista la cuarta dimensión es el tiempo, las matemáticas nos permiten soñar con otras dimensiones espaciales.
En su Studio (Real Academia de Venecia ), también conocido como El hombre de Vitrubio , Leonardo da Vinci realiza una visión del hombre como centro del Universo, al quedar inscrito en un círculo y un cuadrado. Trataba de vincular la arquitectura y el cuerpo humano, un aspecto de su interpretación de la naturaleza y del lugar de la humanidad en el "plan global de las cosas". En este dibujo Leonardo representa las proporciones ideales que se establecen en el cuerpo humano. Para él, el hombre era el modelo del universo y lo más importante era vincular lo que descubría en el interior del cuerpo humano con lo que observaba en la naturaleza. Es curioso observar que una línea imaginaria trazada desde el plexo solar, como centro del cuerpo, a la parte superior de la mano tendría exactamente esa inclinación y parece establecer una vía de salida a la Cuarta Dimensión.
Para alcanzar ese cambio profetizado en la Tierra por el que el planeta y sus habitantes deberíamos pasar a la 4D, es preciso que el eje terrestre alcance una inclinación de 32º con respecto a una vertical ideal o grado cero, lo cual determinaría un clima estable en todo el planeta, sin inviernos ni veranos o cambios de temperatura apreciables. Pero una inclinación como esa supondría severos cambios en la naturaleza de nuestro planeta y por ende en el comportamiento de los seres humanos, que nos veríamos seriamente afectados por él.
En el plano sutil el Amor es la espiral áurea, mientras que el pensamiento humano es angular. La espiral es el plano viviente o la pieza que ensambla la evolución de los patrones geométricos.
El Amor Sagrado y el sexo tántrico permiten también eventualmente el acceso a la Cuarta Dimensión forzando una posición en la que la cabeza de la mujer esté inclinada en el ángulo preciso. Pero cuando el corazón humano accede a un amor muy profundo, el amor y la espiral que crea hacen ladear la cabeza a 32º, de forma natural. Ese mismo amor, al ser incrementado, es la motivación propulsora que permitiría el acceso al cuarto eje de rotación o "más allá".
En resúmen, la espiral sabe qué hacer con la geometría angular y cuándo hacerlo. Sin embargo, los patrones geométricos angulares (el pensamiento) por sí mismos necesitan una pauta a seguir. La espiral áurea (el Amor) es el líder mágico para las geometrías angulares del Pensamiento. Éste necesita del Amor para mantener un orden cohesivo y una distribución fluida, mientras entra dentro y a través del momento de amor o implosión. Esto establece el fractal ordenado y la matriz holográfica en todas las escalas y planos, lo que llamamos anidacion infinita.
Si se usan patrones geométricos angularees para visualizar o meditar es necesario tener en cuenta que debe volverse a la espiral centro-corazón-sentimientos para cambiar los estados de conciencia y/o la intención o dirección. La espiral es y será siempre la puerta infinita de acceso a todos los planos y dimensiones.
Si el corazón y la mente entran en desacuerdo, la realidad de fisura. Por lo tanto, si la geometría y la espiral son separadas de forma sustancial, ofrecerán poco de su potencial disponible. Íntimamente ligados al Amor, la espiral, la esfera, los sólidos platónicos y otros, están todos los bloques de construcción de la Creación.
Por lo tanto, ¡el amor es la fuerza conductora más inteligente y creativa que existe en el universo! El Amor es el adhesivo que mantiene y sostiene juntas a toda la Vida y a la Creación.
Es evidente que nos encontramos al final de una era.
Los medios de difusión revolvieron las conciencias de las masas allá por 1998, cuando el fin del milenio se aproximaba. Todas las profecías parecían apuntar a que, coincidiendo con el tercer milenio, un cambio de eras iba a producirse y, con él, una situación apocalíptica que nos llevaría a la destrucción de las dos terceras partes de la humanidad y a una elevación a un nivel superior de aquellos seres humanos que con anterioridad hubieran conseguido alcanzar una espiritualidad avanzada o lo que es lo mismo: un nivel vibracional más alto.
Pero detrás de toda esta movilización de prensa, radio, TV y pseudo-iluminados algunas organizaciones de alto nivel mundial extendían sus peligrosos tentáculos. Y, tras ellas, algo mucho más fuerte y poderoso…
La idea de la Nueva Era de Acuario ha sido propagada como un reguero de pólvora para fomentar un movimiento espiritual forzado, a la sombra del cual han surgido numerosos grupos de ayuda, meditación, etc. No pongo en tela de juicio la buena intención de esas personas, pero sí que me preocupa en gran manera la inteligente conducción de la que están siendo objeto por parte de mentes muy peligrosas que se aprovechan de la situación de stress emocional y mental que el boom tecnológico de los últimos cincuenta años ha provocado en las masas.
El cambio de milenio nos ha abocado hacia una situación de stress mucho más intensa.
Durante los últimos días del año 2004, una desviación del eje magnético del planeta agravó los síntomas: los días ya no parecen cundir lo que cundían antes; parecen haberse acortado, como si la medida de nuestro tiempo hubiera variado significativamente. También a este respecto hubo desinformación, puesto que la desviación del eje se había producido antes y no después del tremendo tsunami de dolorosa memoria. A partir de aquel momento, la medida del tiempo se alteró: a pesar de que aparentemente seguimos teniendo días de 24 horas, éstas ya no nos son suficientes para hacer las mismas cosas que antes hacíamos sin esfuerzo. Nos parece que nuestro rendimiento ha disminuido, cuando lo que sucede es que es el tiempo de la Tierra el que ha “encogido”.
El día primero de septiembre de 2005 una gran cantidad de ondas de alta frecuencia bombardearon nuestro sol y su consecuencia fue que una alta emisión de rayos X y Gamma llegaron a la Tierra alterando su magnetismo de forma notable: el índice Kp sufrió una gran elevación, de tal manera que las mediciones desbordaban los aparatos, pues superaban el nivel nueve y no fue posible determinar la causa de ese gran aumento. Lo cierto es que como consecuencia de ello se formaron dos nuevos huracanes y las líneas de teléfonos, las informaciones provenientes de los satélites, los GPS y numerosos aparatos electrónicos sufrieron alteraciones hasta un punto tal que las líneas aéreas se vieron en la necesidad de modificar sus rutas y la altitud de sus vuelos.
A los dos días, la cantidad de energía se había intensificado, el magnetismo terrestre había disminuido notablemente y al cabo de 24 horas más ya se encontraba bajo mínimos.
Como consecuencia de ello, los pájaros se desorientaron y también los grandes mamíferos acuáticos, los cuales, a partir de aquel momento, empezaron a aparecer en aguas que no les eran propias. De eso saben mucho las organizaciones de defensa de la naturaleza que desde entonces desarrollan una intensa labor para rescatar a los que en su desconcierto quedaron embarrancados en playas y bancos de arena. Pero no para ahí la consecuencia de esos cambios, pues a la vuelta de un par de años puede producirse en la población humana mundial un aumento significativo de enfermedades degenerativas de todo tipo. Hay que considerar que si el magnetismo terrestre llegara a un punto cero la esperanza de vida en nuestro planeta sería de pocas horas.
Sin llegar a estos extremos, la disminución del magnetismo terrestre atrae hacia la Tierra todo tipo de cuerpos espaciales y nos expone a lluvias de meteoritos, con la evidente amenaza de un impacto grave.
Es más que probable que se produzcan nuevos movimientos en el fondo de nuestros mares y en las capas profundas de la tierra que provoquen nuevos terremotos y tsunamis, pero no es menos cierto que un exceso de radiación unido a un descenso continuado del magnetismo dejaría a la Tierra sin su capa protectora y por lo tanto expuesta a los rayos solares, lo cual haría igualmente imposible la vida sobre el planeta. Solamente en cuevas profundas sería tal vez posible la supervivencia de algunos pocos.
Ahora bien, ¿conocen esta posibilidad nuestros científicos, nuestros políticos, las mentes pensantes del planeta? Es evidente que conocen el problema y que han podido preverlo desde mucho antes de que se produjera. ¿Por qué, si no, ese inmenso presupuesto gastado en investigación espacial, cuando hay tantos males que atajar en nuestro propio plantea? ¿Es acaso más importante conocer el espacio que salvar de una muerte segura por inanición a millones de niños, o de investigar los posibles remedios para esas plagas que asolan a la población humana llamadas cáncer o SIDA?
Sí lo es. Y aunque a simple vista pueda parecer que es una medida cruel y despiadada, o pueda barajarse la hipótesis de que se deja morir impunemente a esas pobres criaturas del tercer mundo para frenar el avance demográfico, la cruda realidad es que se está buscando una vía alternativa de salida al problema al que nos estamos enfrentando.
Debemos reconocer, aún contra nuestra voluntad, que la Humanidad no estaba preparada para los adelantos que se han producido durante los últimos cincuenta años, debidos en gran parte a la investigación de la tecnología llegada del espacio en 1.947 y cuyo cuartel general se encuentra en la misteriosa Área 51 en U.S.A., o sea, la base restringida de Groom Lake, en Nevada. ¿Quién podría asegurar que las naves de los casos Roswell o Aztec en Nuevo México, o el de Spitzbergen, en Noruega (1.946) no fueran accidentes cuidadosamente planeados por los que se ha dado en llamar nuestros “Hermanos Oscuros” o lo que es lo mismo, los llamados “grises” o Zeta-reticulianos para impulsar una tecnología para la cual no estábamos preparados?
Nuestros científicos han alcanzado una serie logros no por evolución natural de la propia tecnología humana, sino a través de la investigación de otra tecnología que estamos aún muy lejos de comprender. No pueden, por lo tanto, contemplar sus descubrimientos con el amor que despertaría en sus corazones una obra fruto de su propio desarrollo.
Todo ello, por supuesto, ha sido llevado a cabo en el más riguroso de los secretos, que puso al descubierto hace algún tiempo el llamado Informe Matrix. Con el fin de controlar todo lo relativo a este tema, a principio de los años cincuenta el gobierno de los Estados Unidos reunió a un grupo de doce personas, el MJ-12 (Majestic-12). Esta información salió también a la luz pública de una forma extraña y muy sospechosa.
Pero no es el MJ-12 lo que nos preocupa ahora, sino una organización que podría, incluso, dominar a estos doce personajes, una organización tan poderosa y bien alineada que controla a cientos (por no decir a miles) de los llamados grupos de Nueva Era, fomentando una pretendida espiritualidad de nueva generación.
Se nos deslumbra con buscar una pretendida elevación de la humanidad como antes se nos distrajo con la política o con el fútbol. Aunque para algunos sea una creencia en la que depositar sus anhelos más profundos, no pasa de ser un control de un determinado tipo de masas, igual que lo es para otros la sociedad de consumo o el mundo de los estupefacientes. Nuestra juventud más radical está siendo conducida hacia las drogas para evitar que su mirada se dirija hacia otros objetivos que posiblemente harían peligrar un bien estructurado sistema.
Ciertamente debemos buscar la elevación espiritual de la humanidad en su conjunto, pero de eso y de la forma adecuada de conseguirlo nos ocuparemos más adelante.
Por debajo de todo esto, o más bien a causa de ello, la Humanidad ha enloquecido completamente. Los estudios genéticos ocultan tras de una fachada benefactora la antigua ambición de construir una nueva raza de hombres perfectos que puedan desafiar sin problemas al tiempo, a la enfermedad y a la ignorancia. Si lo consiguen, habrán creado un nuevo monstruo, repitiendo el error cometido por nuestros Hermanos Mayores al principio de los Tiempos.
Aquello que resultó ser un gran error en el pasado remoto está ahora repitiéndose y nosotros mismos seremos los artífices de tal desatino: las modificaciones genéticas para diseñar una nueva raza que supere a la nuestra crearán una humanidad distinta que destruirá de inmediato a la actual, por pura necesidad de ser. Una nueva raza, con modificaciones en sus códigos de conducta cuidadosamente previstas que la asemejarán en gran manera a los tan temidos grises: un nivel de inteligencia más alto, supresión de las emociones, acentuación de su lado más oscuro… ¿Acaso no sería esta una humanidad ideal para aliarse a nuestros enemigos cósmicos?
Necesitamos urgentemente dar a conocer lo que en su día sucedió para no repetir el mismo error; necesitamos tomar cartas en el asunto, inmediatamente. No vale conformase con la excusa de pensar que cada uno de nosotros es un ser aislado: la unión de todos es una fuerza poderosa, capaz de vencer todos los obstáculos. Ellos lo saben y por eso dividen, separan, condicionan.
En 1963, en Iron Mountain se reunieron los más prestigiosos investigadores, científicos y políticos y la terrible conclusión a la que llegaron fue que las masas son más fácilmente dominables cuando están sometidas a la presión de una situación de guerra que, entre otras cosas, despierta la necesidad de ser más ingenioso y creativo. ¿Sería entonces una amenaza de invasión extra-terrestre una forma de controlar al pueblo? Probablemente.
Tal vez sería ésta la única forma de unir a todos los hombres contra un enemigo común llegado del espacio exterior. Pero nuestras dificultades tienden a aumentar en la misma medida en que nos convertimos en un peligro para la Oscuridad , lo que supone que aquellos que no soporten con entereza las adversidades caerán rápidamente del lado oscuro, poniendo en peligro al resto.
A propósito de esto último: ¿no parece muy chocante que las grandes catástrofes humanas o las situaciones de guerra sucedan justamente en momentos en que las crisis económicas amenazan a nivel mundial?

EL BESO DE UN ÁNGEL


Acababa de ganar sus primeras alas y ya formaba parte de la Brigada de Mantenimiento. Realmente, podía estar orgulloso de sí mismo y seguramente lo habría estado, si no fuera porque los Ángeles no conocen el orgullo.
Estaba impaciente por que le fuera asignada su primera misión importante, pero la verdad es que no había en el Cielo gran cosa de que ocuparse salvo procurar que las nubes no se alejasen demasiado de su camino, o barrer y abrillantar cada día la gran bóveda celeste.
Pero un día sucedió lo imprevisible: una gran tormenta estalló sobre la Tierra. Los vientos soplaban huracanados y todo el cielo se oscureció. Dos enormes nubes negras se peleaban entre sí por lograr el lugar privilegiado dentro del temporal. Una y otra vez, embestían enfurecidas una contra otra con un terrible estruendo que hacía retumbar el Cielo y temblar la Tierra entera.
De pronto, una de ellas pareció retirarse pero, súbitamente, giró sobre sí misma, cogió carrera y fue a chocar contra la otra con tal fuerza, que la desplazó por completo. Un gigantesco relámpago cruzó el cielo para ir a perderse en algún lugar desconocido, mientras que al instante se escuchó un ruido atronador.
Y tras esto, un gran silencio.
Poco a poco, consternadas, las nubes se fueron disolviendo, el viento paró y la tormenta fue amainando. Los Ángeles Vigilantes recorrían el espacio para comprobar los daños; casi todos los compañeros veteranos de nuestro Angelito habían salido a patrullar los cielos y éste había quedado muy triste en su puesto de reserva.
Pero de improviso resonó una voz que le ordenó presentarse ante San Pedro.
—Acabo de recibir varios reportes sobre los daños que ha causado la tormenta —dijo éste— y no me queda más remedio que intentar repararlos con los Ángeles Reserva. De modo que ésta va a ser tu prueba de fuego.
El Angelito le miraba atónito y encantado. ¡Por fin una misión importante, una oportunidad de demostrar todo lo que había aprendido en el cursillo de formación!
—El rayo que se formó con el choque de las dos grandes nubes ha atravesado la Bóveda y ha ido a perderse en el espacio. No obstante, en su camino ha producido un gran desgarrón en el que varias nubes han quedado atrapadas y por el que podrían salir el Sol, la Luna o las estrellas y perderse también. Así que deberás repararlo antes de que el Sol llegue hasta ése lugar, lo cuál será dentro de cuatro horas, exactamente. Deberás darte prisa y hacerlo con sumo cuidado. ¿Has entendido bien?
—Perfectamente, señor.
—En ese caso preséntate en el Almacén y allí te darán cuanto precises para la reparación. Confiamos en ti.
Dando brincos de alegría se dirigió al Almacén.
—«No les defraudaré» —pensaba confiado.
Tomó mortero de rocío de aurora, ladrillos azul celeste, una enorme aguja de luz y un ovillo de hilo de nube. Aquello era todo lo que podía necesitar, se dijo. Y, muy contento, se dirigió al lugar que su Jefe le había indicado.
Al llegar a su destino comprobó que, en efecto, el agujero era tremendo. Tendría suerte si reparaba todo aquel estropicio en cuatro horas, así que se puso manos a la obra.
Empezó desenganchando las nubes de entre las aristas que había formado la bóveda al partirse y a remendarlas cuidadosamente.
Una vez que hubo soltado la primera nube, la utilizó para sentarse cómodamente en ella para seguir zurciendo a sus compañeras.
Desde su lugar privilegiado, la vista era magnífica.
Pero… ¿Qué era aquel enorme globo azul que podía verse a través de la grieta?
¿Sería la Tierra?
Mirando atentamente, empezó a distinguir grandes extensiones de agua, montañas llenas de vegetación y planicies completamente áridas.
En todas las partes en las que el verde predominaba pudo ver a unas criaturas muy parecidas a él mismo, aunque parecían estar envueltas en una materia mucho más densa que la suya.
—Deben de ser hombres —pensó, recordando la descripción que de ellos le había hecho un Ángel de la Guarda amigo suyo.
Aquellos curiosos seres se agrupaban por lo general en comunidades llenas de suciedad y miseria. Algunos pocos vivían en reductos fortificados, rodeados de grandes lujos que habían sido costeados enteramente por los que se debatían en la pobreza.
Pero tanto ricos como pobres eran igualmente sucios, violentos, desconsiderados y envidiosos. La única diferencia estaba en que los ricos podían permitirse ser ambiciosos, avariciosos, lujuriosos, ladrones y asesinos sin que ninguna ley pudiera ponerles freno, porque utilizaban el poder en su propio beneficio.
No contentos con lo que la Madre Naturaleza les ofrecía de forma gratuita para su sustento, los hombres habían esclavizado a sus animales criándolos para matarlos, para hacerles trabajar en su lugar o atándoles a extraños carruajes que utilizaban para su transporte.
La Tierra entera se había llenado con toda la suciedad que acumulaban por donde pasaban, los bosques eran destrozados para combatir el frío del invierno, para construir casas y otros muchos usos, el aire se había llenado de toda clase de tóxicos y largas franjas de terreno que aparecían devastadas eran utilizadas para el transporte de hombres y mercancías.
El Angelito estaba consternado.
Con la gran aguja entre sus manos se había quedado absolutamente alelado, dejando pasar el tiempo sin darse cuenta.
El Sol estaba ya muy alto en el horizonte y, de pronto y sin que ni él ni nadie pudiera evitarlo, el astro rey se coló por la rendija a gran velocidad y desapareció del firmamento.
Todo se oscureció de repente.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?
El mal ya estaba hecho.
Miró nuevamente hacia abajo. Oía los gritos aterrados de los hombres que repentinamente se habían quedado sin luz y sin calor, pero nada podía ver, salvo una oscuridad total.
Pronto unos débiles puntitos de luz allá abajo le permitieron ver algo más. Los hombres habían encendido antorchas y hogueras para calentarse o defenderse. Otros, aprovechando la confusión y la oscuridad, se apropiaban de cuanto podían o llevaban a cabo toda clase de acciones vengativas contra antiguos enemigos.
Algunos corrían despavoridos sin rumbo fijo y en las viviendas los campesinos atrancaban puertas y ventanas y ponían vigilancia a sus animales.
De nuevo, la voz que le conminaba a presentarse ante su Jefe le sacó de su ensimismamiento.
—¿Sabes lo que has provocado? ¿Tienes idea de las consecuencias? Has sido curioso, desobediente, perezoso e inconsciente. Tus faltas han desencadenado un gran cataclismo cuyas consecuencias deberemos sufrir todos. Te avisé que el desgarrón debía ser reparado antes de cuatro horas y te previne de lo que podía pasar. ¡No tienes excusa!
El Angelito, rojo como un pimiento, mantenía la cabeza gacha.
—El sol, al pasar cerca de la grieta, ha sido absorbido por el vacío y ha salido fuera de la bóveda celeste. Hasta dentro de un año terrestre cuando al pasar por el mismo punto pueda ser conducido a través de esa misma grieta que tú debiste arreglar, no podrá ser reconducido a su órbita normal. Mientras tanto, deberemos construir una pantalla de contención para que, por el mismo sitio, no escapen también la luna y las estrellas.
Sin saber qué decir, el Angelito pensaba que tal vez él podría ayudar, pero…
—Pero tú, ¡tú no serás uno de los que se encarguen de hacerlo! A partir de este momento quedas despojado de todos tus poderes y deberás devolver tus alas. Sin ellas, ya no serás un Ángel.
Dos lágrimas grandes y brillantes resbalaron de sus ojos de cielo. ¡Sus queridísimas alas, que tantos esfuerzos le habían costado!
—Y puesto que los hombres despiertan tanto tu interés, debes saber que ellos son a quienes más has perjudicado. La luz del sol ya no brillará en la Tierra hasta dentro de un año. Entretanto, los niños enfermarán y los ancianos no calentarán sus huesos a los tibios rayos del mediodía. No habrá cosechas, los animales morirán por falta de pastos unos y por falta de sustento otros. El grano irá menguando en los graneros y reinará el hambre, la miseria y el miedo. Los vicios, las pasiones y la guerra se adueñarán de las tinieblas que cubren la Tierra.
—Pero yo… —intentó disculparse.
—¡No me interrumpas!
Nuevamente agachó la cabeza.
—El Señor no es sólo justo, sino también misericordioso y no sería así si no te diera una oportunidad para enmendar tu falta: descenderás de nivel y te convertirás precisamente en uno de esos seres que han podido acaparar de tal manera tu atención.
Los ojos se le salían de las órbitas. ¿Podía él convertirse en uno de aquellos hombres?
—Durante un año vivirás entre ellos —continuó San Pedro—. Este es el plazo improrrogable del que dispones para remediar en lo posible todo los males que con tu imprudencia y tu inconsciencia has provocado sobre la Tierra.

* * *

Las manos y los pies le dolían terriblemente, parecía tener pinchos en las orejas y la nariz le goteaba constantemente. Estaba literalmente aterido. La oscuridad era total y el frío intensísimo.
Con su leve túnica y descalzo no llegaría muy lejos.
Nunca antes había sentido dolor, ni frío, ni tampoco sabía lo que eran el miedo o la soledad.
Miró a su alrededor. No podía distinguir absolutamente nada y empezó a caminar sin rumbo.
El suelo estaba lleno de pinchos y guijarros; sus pies comenzaron a sangrar. Debía estar en un bosque porque, de vez en cuando, daba con las narices en el tronco de un árbol.
No hubiera podido precisar el tiempo que llevaba andando cuando distinguió, a lo lejos, una débil lucecita. A pesar del cansancio, del frío y ¿del hambre? que ahora le atenazaban, se dirigió, esperanzado, hacia la luz. A medida que se acercaba pudo distinguir, entre los grandes árboles del bosque, la silueta de una choza miserable.
La luz que venía del interior se colaba entre las rendijas de un ventanuco, mal tapadas con unos pobres harapos.
Al aproximarse a la puerta, un perro ladró en el interior de la casucha. Por si el frío no hubiera sido suficiente, el pánico acabó de helarle la sangre en las venas. Quiso escapar a toda prisa de allí, pero sus pies parecían pegados al suelo.
La puerta chirrió al abrirse y en el quicio apareció una anciana de rostro bondadoso que sostenía un cabo de vela en su mano izquierda. A su lado, un mastín olfateaba el viento.
La anciana adelantó la vela e iluminó pobremente el exterior de la casa.
—¡Dios mío! Martín, corre, ven enseguida.
—¿Qué sucede? Ya te he dicho que no abrieras la puerta. Con esta oscuridad no se puede esperar que entre nada bueno —la voz que provenía de dentro de la casa tenía un ligero tono gruñón.
—Vamos, deja de protestar y ven enseguida; es un niño medio muerto de frío. Debe de haberse perdido.
La voz seguía refunfuñando.
— ¡Un niño! Lo que nos faltaba. Con esta oscuridad no puedo salir a trabajar, no tenemos casi ni qué comer y ahora vamos a recoger a un niño.
—Vamos, ven. Deberías verlo. ¡Pobrecito!. Anda, ayúdame.
La anciana había salido de la casa y estaba junto a él. El perrazo le olisqueaba desconfiadamente.
Por fin, el hombre que se llamaba Martín apareció en el umbral.
—Pero, ¿qué…? ¡Demonio de mujer, siempre tiene que salirse con la suya!
Andaba renqueando, envuelto en una sucia manta deshilachada y desgastada por el tiempo. Acercándose, ayudó a su mujer a entrar al niño en la casa.
Como pudieron, le instalaron cerca del fuego que ardía en un rincón.
—¡Vamos, vamos, mujer!, no te quedes ahí parada. Pon agua a hervir y trae las hierbas que guardo en aquel estante. Ya que está aquí habrá que curarle estos pies y, además, está lleno de arañazos y magulladuras. ¡Date prisa!
La mujer obedeció.
—Tú, niño, ¿cómo te llamas?
—Ángel.
—¿De dónde vienes?
—De muy lejos, señor.
—¡No me llames señor! Yo soy Martín, el pastor. Mi mujer se llama Adela.
Los ojos de Ángel se habían quedado fijos en una marmita que calentaba su contenido junto al fuego.
—¡Adela! Este niño debe tener hambre. Trae queso, un trozo de pan y un vaso de leche.
El tono de su voz resultaba bastante agrio, pero se leía la bondad en sus ojos.
—Tú, niño, ¿dónde están tus padres?
—No tengo padres.
—¿Cómo que no tienes padres?
Martín le había envuelto con la manta que minutos antes le calentaba.
—Yo no los conozco.
—Eso es otra cosa, pero ¿qué demonios andabas haciendo sólo en el bosque, en camisa y con esta oscuridad?
Aunque no podía precisar qué era exactamente aquella sensación, algo muy antiguo se había removido en el corazón de Ángel al escuchar la palabra «demonios».
—Debo haberme perdido.
—¿Hacia dónde te dirigías?
— No lo sé, señor.
—¡Te he dicho que…!
—¡Martín!, no asustes más al chico. Se ha perdido y está muerto de miedo, se le ve en la carita.
—Este chico no sabe nada de nada —refunfuñó Martín.
Sin hacer caso, Adela le tendió un gran tazón de leche caliente y un buen pedazo de pan con queso.
—Anda come, corazón mío, que yo te prepararé una cama junto al fuego y mañana, cuando hayas descansado, ya nos lo contarás todo.
— ¡Hmmmm! —mientras se callaba de mala gana, Martín preparó su vieja pipa y pronto el interior de la casa se llenó con el aroma especiado del tabaco.
A pesar de su aparente malhumor, mientras sometía a Ángel a su estricto interrogatorio le había curado y vendado los pies.
Acurrucado bajo una gruesa manta de lana, sobre un jergón que Adela había improvisado junto a las brasas, muy pronto el cansancio pudo más que él y se quedó profundamente dormido.
—¡Pobrecillo! Mírale, Martín, duerme como un angelito. Debía estar muy cansado y el susto y el miedo de haberse perdido han podido más que él. ¿Será verdad que no conoce a sus padres?
—Si él lo dice…
Adela se quedó mirando al niño, pensativa.
—Martín…
—Conozco ese tono de voz. ¿Qué es lo que quieres ahora?
—Verás, querido, estaba pensando que tal vez Ángel podría quedarse con nosotros y…
—¿Estás loca, mujer? El cielo ha oscurecido, los animales andan enloquecidos; más de la mitad han escapado, del resto ni podemos ocuparnos. Los que no caigan en manos de los ladrones pronto no tendrán ni qué comer. También nuestra comida se está acabando y tú ¡sólo piensas en quedarte con ese niño!
—Está solito, Martín; y es muy pequeño. No tiene a dónde ir y, aunque no fuera así, con esta oscuridad no podría llegar muy lejos. Además hace un frío espantoso y el bosque está lleno de animales hambrientos, de merodeadores y bandidos. ¿Es que no te da pena?
—No. No podemos ocuparnos de él. ¡No!, no podemos — Martín parecía estar convenciéndose a sí mismo—. Además, el chico no es responsabilidad nuestra.
—¡Sí que lo es! ¿O es que acaso crees que llegó hasta nuestra casa por casualidad? Dios nos lo ha enviado. Puede que sea la respuesta a todas mis plegarias. Tal vez sea el hijo que tanto hemos deseado.
—No mezcles a Dios en esto. ¡Hmmm!
—Mírale Martín, ¡qué guapo es! Parece realmente un ángel — sus ojos se llenaron de lágrimas al acercarse a su marido—. Por favor, Martín, permite que se quede. Estamos envejeciendo y no tienes a nadie que te ayude. Podrías enseñarle el oficio y por las noches nos haría compañía mientras yo coso y tú pintas. Y en primavera, cuando los pastos abundan y se puede bajar al pueblo, podría ayudarte a vender tus miniaturas y mis quesos.
Ahora fue el viejo pastor quién se quedó pensativo. Bajo su aparente fachada de cascarrabias había un alma sensible, un alma de artista.
—Está bien. Puede quedarse. Pero sólo hasta que la oscuridad termine o hasta que alguien venga a buscarlo.
Adela sonrió complacida.
Cuando Ángel despertó hacía ya rato que Adela había preparado la comida y un agradable olor a cocido invadía la humilde casita.
—¿Cómo estás? ¿Has dormido bien?
—Ssssí, muchas gracias. ¡Qué bien huele!
—¡Claro! Debes tener hambre. Has dormido más de doce horas. Ven, vamos a comer. Después me ocuparé de ti. Con ropas viejas de Martín te he hecho unos pantalones y te arreglaré una camisa. También tejeré para ti calcetines, una chaqueta, una bufanda y…
—No marees al chico, Adela. Trae la sopa y no hables más. ¡Tú, niño, siéntate! Podrás quedarte con nosotros si así lo deseas, pero sólo por un tiempo. Somos pobres y no podemos mantener otra boca.
—Trabajaré, señor; muchas gracias por permitir que me quede. Realmente, no sabía a dónde ir.
—¿Trabajarás? Eres muy pequeño, ¿qué podrías hacer tú?
—Soy muy fuerte, señor; y aprendo rápidamente. Déme una oportunidad.
—Eres muy listo y hablas bien para tu edad. Por cierto, ¿cuantos años tienes?
—¿Años? Pues…
—¡Martín!, deja comer al pequeño. ¿No ves que estás poniéndole nervioso?. Seguramente ni siquiera lo sabe. Tendrá cinco, o seis años. ¿Qué más da eso?
Ángel miraba desconcertado la cuchara y el cuenco de sopa que tenía delante.
Tenía una extraña sensación en el estómago. Nunca antes había sentido hambre. En el cielo había todo lo que uno podía apetecer, pero nunca había visto sopa.
Adela le ayudó.
—Vamos, abre la boca. Así.
—Deja que coma él solo. Es muy mayor para darle la comida. Vamos a ver, niño, ¿qué sabes hacer?
—¿Cómo quieres que coma si tú no le dejas?
Los dos ancianos siguieron rezongando un buen rato mientras a Ángel la sopa le sabía a gloria. Nunca se había sentido tan reconfortado, probablemente porque jamás antes se había sentido tan mal.
Mientras ellos discutían no dejaba de darle vueltas a una sola cosa: ¿cómo podría él, un niño, pequeño y desvalido, en un bosque, recogido por dos viejecitos solos y pobres, arreglar todo aquel desastre? ¡Si ni siquiera se podía salir al exterior de la casa con aquella oscuridad!
De pronto una chispa iluminó su mente, ¡pues claro! lo primero era remediar la oscuridad, pero, ¿cómo?
Los días en la tierra pasaban muy rápidamente y Ángel no podía dejar de darle vueltas a su problema. A través del ventanuco podía ver el inmenso cielo estrellado, pero las estrellas estaban demasiado lejanas para poder alumbrar y la luna, sin el sol que la alimentara, había perdido su resplandor.
Recordó tristemente su alegre estancia en el Cielo. Tenía hermanos encargados de arreglar y limpiar las estrellas y tal vez ellos habrían podido ayudarle: una pequeña trampita y, poniendo las estrellas un poco más cerca…
Pero no era más que un niño, débil y desvalido, humano, y ya no podría comunicarse con los Ángeles.
—Ángel, ¿qué te sucede? —Adela había interrumpido sus pensamientos. Entre sus manos arrugadas desgranaba las cuentas de un rosario— Estás casi llorando. ¿Echas de menos a tu familia?
—Nunca tuve a nadie en este mundo. Vosotros sois ahora mi familia, madre.
Ella lo miró entre emocionada y compadecida. La había llamado madre.
¡Había deseado tanto tener un hijo!
—Hijo, ¿a dónde vas?
Ángel se había levantado y se dirigía hacia la puerta con determinación.
—Vuelvo enseguida, madre. No se preocupe.
Salió al patio. La oscuridad le pareció más densa que nunca y el frío era terrible. Miró hacia el cielo y cayó de rodillas. Las lágrimas acudieron a sus ojos y un dolor opresivo a su garganta. Apenas si podía articular una sola palabra.
—Padre-Madre, me has hecho humano y no sé rezar. Veo a mi madre terrenal hacerlo y no encuentro otra forma de hablar contigo. No permitas que mis faltas afecten a seres inocentes. Que ellos no paguen por un delito que no han cometido. Que caiga sobre mí todo el castigo.
Ponía en su plegaria toda la fuerza, todo el arrepentimiento y toda la sinceridad que el permitía su pequeño corazón de niño.
Perdió la noción del tiempo y del espacio y permaneció allí, en interno coloquio con el Padre-Madre Celestial, hasta que una extraña claridad le saco de su estado.
Un cometa se aproximaba con gran rapidez. A medida que estaba más cerca, podía distinguir los dos pares de alas blancas pertenecientes a los dos seres que acercaban aquel astro. El cometa fue disminuyendo su velocidad hasta quedar parado sobre su cabeza; muy alto en el firmamento, pero lo suficientemente cerca como para que su luz iluminara la tierra. Los dos Transportistas habían desaparecido.
Martín y Adela aparecieron en el umbral y, viendo a Ángel frente a ellos, cayeron también de rodillas.
—¡Un milagro! Ha sido un milagro, un milagro. Es maravilloso, Martín, ¡había rezado tanto!
—Gracias Padre, gracias Madre. He aprendido otra gran lección: nunca olvidaré el poder humano de una oración sincera.
Pasaron los días.
La confusión y el miedo en la Tierra habían disminuido con la llegada del cometa. Ya no se cometían pillajes, porque su resplandor iluminaba lo suficiente como para restablecer un ritmo de vida más o menos normal.
Pero el invierno había tocado a su fin y no había ni un brote nuevo en los campos que anunciase la llegada de la primavera. Sin Sol el renacer de la vida era imposible.
Ángel era consciente de que nadie más que él debía solucionar aquel problema y esta vez no podía, no debía, solicitar la ayuda de nadie.
—Si no llega pronto la estación de los pastos, el ganado morirá de hambre.
—Martín, ten paciencia y confía en Dios.
—¡Paciencia! Ya ni esto me distrae.
De un manotazo, Martín había derramado ante él la caja que contenía las pinturas con las que confeccionaba aquellas deliciosas miniaturas que tan bien le pagaban en la ciudad. El bote de pintura que había estado utilizando se derramó sobre la mesa y algunas gotas caían rítmicamente por el borde, formando como pequeñas rosas rojas sobre el enlosado.
Como un relámpago, la luz se hizo en la mente de Ángel.
¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? Acababa de recordar la forma en que se reparaban los desperfectos en el Cielo: unos cuantos ladrillos celestes por aquí, un zurcido en aquella nube de allá y una mano de pintura plateada.
¡Pintura! Esa era la solución.
Puso manos a la obra sin perder un solo instante. Recorrió talleres y tiendas, pueblos y ciudades, casa por casa hasta los más recónditos rincones y almacenó en el granero de Martín toda la pintura que pudo conseguir. El viejo cobertizo estaba lleno a rebosar de botes de pintura pequeños y grandes, de todos los colores.
Desde la puerta, Ángel lo contempló satisfecho. Ciertamente había hecho un buen trabajo y ahora, ¡a trabajar!
Tomó primero pintura verde intenso y con ella pintó los prados de pasto, salpicándolos de pequeños botones amarillos, blancos y malva. Con unas viejas enaguas de Adela hizo trapos con que limpiar los espejos pulidos de los lagos y estanques y frotó hasta dejar brillantes los riachuelos que bajaban de la montaña.
Finalmente, con pintura rosa y blanca pintó las flores de los almendros, de los ciruelos y de los manzanos, de los cerezos, de los perales… con verde tierno pintó sus primeros brotes y observó como los pájaros, alegres de nuevo ante la llegada de aquella inesperada primavera, volvían a gorjear.
Saltaban de rama en rama, cortejándose. Sus cantos eran tan particularmente dulces y sus juegos tan conmovedores que ni siquiera se dio cuenta de que la estación ya había acabado y su trabajo estaba aún por terminar.
—Ha llegado el verano, Ángel —la voz llegaba hasta él desde algún lugar desconocido de su interior—. Los frutos deberían estar en su apogeo, pero has desperdiciado tu tiempo de primavera distraído en cosas banales. Tendrás que correr más si quieres conseguir tus objetivos.
Era cierto.
Miró consternado los botes medio vacíos en los que la pintura se había secado. Corrió de nuevo hacia el cobertizo. Cargó ahora con botes de pintura amarillo real para pintar otra vez los campos, convirtiéndolos en trigales maduros que alegró con el azul intenso de los azuletes y el rojo de las amapolas.
Subido a los árboles frutales pintó manzanas rojas, melocotones aterciopelados y guindas color púrpura. Salpicó los márgenes de las veredas de rojas fresas y llenó la huerta de hortalizas de todos los colores.
Pronto las laboriosas hormigas formaron largas colas trasegando el grano que caía de las espigas colmadas de frutos.
Ensimismado, contemplaba su ajetreado ir y venir, cómo iban rellenando sus graneros para el invierno. Vio también un escarabajo verde irisado que empujaba sin cesar su bola de estiércol y hasta las cigarras repetían hasta morir su monótona canción.
—¡Ángel! ¿Has calentado lo suficiente la nieve de las montañas? El tiempo de verano necesitaba mucha agua y la estación ha terminado ya —la voz volvía a sonar en su interior.
¿Que podía hacer?
Nuevamente había dejado pasar su oportunidad, distraído en cosas sin importancia.
Volvió cabizbajo y avergonzado al cobertizo. Estaba ya casi vacío. Quedaban únicamente los colores menos alegres. Eligió primero los más cálidos y, subido nuevamente a los árboles, arrancaba las hojas una a una, sumergiéndolas en botes de diferentes pinturas ocres, doradas, marrones y amarillentas, dejándolas caer luego a su antojo. De granate pintó una viña loca y algún que otro arbusto aquí y allá. De púrpura intenso y amarillo suave llenó de racimos de uvas las viñas de sarmientos retorcidos.
De pronto, recordó las largas tardes en la oscuridad que él y los dos ancianos habían pasado junto al fuego del hogar. En su cara se dibujó una sonrisa y pintó castañas marrones que dejó caer sobre el suelo, ahora yermo. Y pintó nueces y avellanas, y almendras, y palo-santos, y boniatos de color naranja que asomaban entre la tierra.
Y contempló las bandadas de pájaros emigrando hacia el sur, y a las cigüeñas que…
Pero la Voz, de nuevo, le hizo volver a la realidad:
—Olvidaste las calabazas y también las aceitunas. En verano no hubo deshielo y en otoño no te ocupaste de los ríos. Los salmones no han podido bajar hasta el mar. Nuevamente has perdido tu tiempo, Ángel. Y te queda muy poco ya.
Estaba consternado. ¿Es que acaso nunca sería capaz de hacer nada bien?
Su deseo más ferviente era reparar el daño causado con su inconsciencia y, no obstante seguía dejándose fascinar por todo cuanto veía. Sus pasos le habían llevado otra vez al viejo granero, esta vez completamente vacío. Con una expresión de desánimo se dejó caer en un rincón. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Frente a él, al otro lado del cobertizo, distinguió un enorme bidón cubierto con unos sacos. Una chispa de esperanza se encendió en su interior. Se levantó de un salto, retiró los sacos y, con gran esfuerzo, levantó la tapa que lo cubría.
¡Polvo!
Aquel bidón no contenía pintura como esperaba, sino una especie de polvo blanco. De nuevo sintió flaquear sus piernas.
—No abandones, Ángel, no te dejes vencer. Utiliza tu fe, tu fantasía y tu imaginación —el tono de la Voz era ahora dulce, pero enérgico.
¿Qué hacer? De pronto recordó la forma en que Adela solía pintar las paredes de la humilde casita. ¡Claro! ¿Como no se había dado cuenta? ¡Era cal!
Rápidamente, llenó de agua del río cuantos cubos y barreños consiguió obtener y empezó a mezclar la cal con el agua. A falta de cualquier otro color pintó los campos, las calles y los tejados de las casas de blanco inmaculado. Pero el tiempo iba pasando y el trabajo era ahora mayor que nunca: los carruajes, las vallas, los pajares y cobertizos, ¡todo debía quedar totalmente blanco!
Sentía que las fuerzas le fallaban y veía desvanecerse su última oportunidad.
—No desfallezcas… ¡usa tu fe, tu fantasía y tu imaginación! –le repitió la Voz.
En el último momento, al borde ya del desastre, Ángel hizo un último esfuerzo desesperado: sin tiempo ya de preparar más mezcla, empezó a distribuir el polvo blanco, esparciéndolo por las copas de los árboles, por los caminos, por el río…
De repente un escalofrío le sacudió. Se había levantado una molesta brisa helada y sus pies parecían tener mil agujas. Miró al suelo. La cal bajo ellos se estaba derritiendo con el calor de su cuerpo.
Entonces se dio cuenta: tampoco la brisa era normal después de todo un año sin soplar; y todavía lo era menos aquella extraña luminosidad. Miró al cielo y, consternado, comprobó que el cometa había desaparecido. En su lugar, un cielo gris plomizo iluminaba el ambiente y por el aire revoloteaban los polvos de cal, que se habían agrupado formando pequeñas bolas que caían sobre su cara, fundiéndose también al contacto con su piel.
Los emocionados gritos de Adela le hicieron reaccionar.
—Un milagro, ¡Dios mío, es un milagro!. Martín, sal fuera. Date prisa, hombre ¡está nevando! Es un milagro, ¡un milagro! —repetía, sin cesar— Ángel, ¿Dónde está Ángel?
Nieve.
Sí, la cal se había convertido en nieve. Pero, entonces, ¡era los rayos del sol los que, tras las nubes cargadas de agua, llegaban a la Tierra con aquella luz grisácea! ¡Lo había conseguido!
El invierno estaba allí y esta vez era auténtico.
Entonces, si realmente lo había hecho, ¡había recuperado la Fuerza! Había sido perdonado y podía volver.
Pero, ¿cómo?. Y sobre todo, ¿como explicárselo a aquella mujer que tan bien se había portado con él, a aquella mujer que se lo había dado todo sin exigir nada a cambio?
Contempló desde lejos a Adela, que había caído de rodillas sobre la nieve y rezaba, emocionada, dando gracias a Dios.
Más que nunca la vio débil, desvalida, anciana y cansada. Nunca hasta aquel momento había reparado en aquel rostro de expresión dulce, surcado de arrugas que habían marcado el sol campesino y el trabajo duro, las vicisitudes y las privaciones.
De lo más profundo de su alma de ángel surgió ahora un sentimiento de inmensa ternura y la imperiosa necesidad de compensarla por tanto sufrimiento, por todos sus desvelos. De que, al menos, sus últimos días sobre aquel planeta de desolación fueran lo menos desagradables posible.
Pero sus manos estaban vacías. Volvió sus palmas hacia arriba y musitó una oración. La nieve, al caer, las iba llenando.
—Madre…
Sin saber cómo, había llegado junto a ella. Al escuchar aquella palabra Adela levantó hacia él sus ojos cansados, que se llenaron de lágrimas.
El sintió una opresión en el pecho y un nudo en la garganta.
—Madre, yo…
La expresión de Adela había cambiado de pronto. Parecía no dar crédito a sus ojos.
La nieve seguía entre las manos de Ángel, pero esta vez no se fundía, ni tampoco notaba frío alguno. Pero él no reparaba en este detalle, concentrado como estaba intentando descifrar la extraña mirada de Adela.
La sombra de un espléndido par de alas proyectándose sobre el suelo le hizo comprender: ¡acababa de recuperarlas!
Y acababa también de conseguir la respuesta a su pregunta: ¡aquel era el Camino!
El amor puro y desinteresado, el Amor, era el único camino.
Y comprendió.
Puso en las manos de Adela la nieve que había recogido y las estrechó un momento entre las suyas. Después, suavemente, depositó en ellas un dulce beso de Ángel y, muy lentamente, casi sin sentirlo, empezó a batir sus alas recién estrenadas y subió…

* * *

La figura de Ángel había desaparecido sabe Dios cuanto tiempo hacía ya, pero Adela y Martín seguían mirando al cielo como si esperasen verle reaparecer.
La noche estaba cayendo sobre ellos.
—Vamos, mujer. Entremos en casa.
Martín abrazó con cariño la endeble figurilla de su esposa. Hacía años que no le prodigaba una expresión de cariño parecida. Ella seguía estrechando entre sus manos aquella extraña nieve que no se fundía. Las horas habían pasado y no se había derretido.
Una voz conocida y entrañable pareció resonar en sus oídos.
—Padre, madre… Gracias por haberme acogido, gracias por vuestros cuidados. Sin vosotros no hubiera podido sobrevivir en este mundo vuestro. Me disteis amor, un hogar y me enseñasteis cuanto sabíais. Gracias a vosotros he podido cumplir la misión para la cuál fui enviado a la Tierra. No debéis entristeceros por mi partida. Llegará un día en el que volveremos a reunirnos y será para no volver a separarnos jamás. Entretanto no debéis sentiros solos porque vuestro pequeño hijo no os ha abandonado: pasaré con vosotros las noches de invierno junto al fuego y en primavera, cuando Martín lleve sus figurillas al mercado, estaré con él. En las tardes de verano, me sentaré en el porche junto a vosotros y en otoño alegraré vuestras veladas: chisporrotearé con el fuego cuando aséis las castañas. Y, por fin, disfrutareis de dulces: cuando hagas tus pastelillos, Adela, podrás endulzarlos casi como hacemos en el Cielo. Cada vez que, pensando en mí, tomes nieve entre tus manos, pondré en ellas un beso de ángel y mi amor por vosotros convertirá la nieve en azúcar.

De mi libro CUENTOS DE NIÑOS PARA MAYORES