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La Esencia de la Diosa vive en el corazón de cada mujer y en el de algunos hombres sensibles que saben serlo sin perder por ello su masculinidad. Espero de todo corazón que te guste el contenido de esta página y te animo a participar en ella activamente publicando tus comentarios o utilizando el botón "g+1" para recomendar las entradas que te gusten.

domingo, 28 de agosto de 2016

D.E.M. 27: Aventura fatídica

Siguiendo el camino que habían recorrido con el hekau Bak, llegaron hasta el corazón de Per-Aset. Les pareció que la estancia latía mucho más aceleradamente que la vez anterior, pero es posible que no fuera la estancia, sino sus propios corazones los que habían acelerado su ritmo.
Allí, el Secreto de los Secretos se mostraba, sugerente, sobre su barca sagrada, retándoles a abrir el Arca de Oro que lo contenía.
Pero si grande era la tentación de conocer todos los secretos de la Gran Magia de Todos los Tiempos, mayor era su deseo de descubrir qué y cómo sería aquella misteriosa Mesa que les esperaba tras la pared del fondo.
Se abrazaron, pletóricos de euforia por haber podido llegar hasta allí sin problemas, y empezaron a palpar el muro con decisión, en busca de un resorte. Pero no fue hasta que ambos se serenaron e hicieron acopio de todas las virtudes que habían aprendido durante su tiempo de aprendizaje, que una de las enormes piedras giró sobre sí misma, dejando ver un hueco por el que penetrar en el interior del misterioso recinto.
Desgraciadamente, en su cuidadosa planificación no pensaron que los Mer Hekau, que habían protegido aquel lugar durante siglos, no habrían dejado su secreto más preciado a merced de cualquier hekau traidor que, como ellos estaban haciendo, se atreviera a atravesar el umbral sin permiso.
Apenas pusieron un pie en el interior de la sala, un rastrillo cayó tras ellos a gran velocidad, impidiéndoles la salida, mientras se ponía en marcha un mecanismo desconocido que producía un sonido estridente. Dedujeron que Bak habría sido alertado por el estruendo, pero no había otra puerta en aquel lugar más que aquel hueco, ahora sellado, por el que habían entrado.
¡Estaban encerrados! En vano intentaron elevar el rastrillo, forzarlo, derribarlo… todo inútil. Se encontraban atrapados.
Tenían a su alcance aquello que tanto habían deseado y, paradójicamente, en lugar de descubrir sus misterios, todos sus esfuerzos estaban centrados en abrir una simple puerta.
De acuerdo con sus descripciones, la Mesa Sagrada es un artefacto extraño que tiene de mesa solamente la altura. En su centro luce una especie de pieza ovalada de metal, de unos dos palmos de largo por uno y medio de ancho, convexa, que está dividida en cuatro cuadrantes iguales por medio de dos ranuras de poca profundidad, perpendiculares entre sí. El metal es distinto a todos cuantos habían visto antes: parece plata bruñida, pero no lo es. Alrededor del óvalo central se extiende una superficie pulida, de un negro brillante, de la que parten una especie de alas acabadas en punta, que forman cuatro triángulos isósceles idénticos, estrechos y largos, perfectamente centrados con cada uno de los extremos de las hendiduras en forma de cruz del óvalo central.
El raro mineral negro con el que está construido el resto de la Mesa semeja ónice brillante y las alas o triángulos que forman la cruz están divididos, en dos partes exactamente iguales, por una franja del mismo metal plateado. Otra franja delimita todo el perímetro de la Mesa que, en su conjunto, parece una fantástica estrella de cuatro puntas.
Al dispararse la alarma que alertó al Mer Hekau, el óvalo de metal comenzó a vibrar rítmicamente, como si palpitara. Con cada latido cambiaba de color, pasando de azul a violeta, de violeta a añil, blanco, rojo, anaranjado, amarillo, verde… Aquella danza de colores, latidos y sonido les sumió en un estado de fascinación, del que sólo salieron al escuchar la estentórea voz del hekau Bak rugiendo amenazadoramente a sus espaldas.
—¡Debí imaginármelo! Nadie más que los hijos de un rey podrían atreverse a desafiar el poder de los dioses!
De mi libro "Faraón sin Reino", sin editar.

lunes, 22 de agosto de 2016

D.E.M. 26: Visión inquietante

Desafiando el poder del Mer Hekau Bak, del Sumo Sacerdote Amenemhotep y de su propio padre, trazaron un peligrosísimo plan para introducirse en secreto bajo El Horizonte de Jnum-Jufuy, seguir el angosto camino que les había llevado hasta el corazón de Per-Aset y desde allí atravesar la misteriosa puerta de piedra que había de llevarles hasta la Mesa Sagrada. Para ello, decidieron ampliar sus experiencias en la Gran Sala de los Murales desde donde, al mismo tiempo, podían estudiar a placer las costumbres de los sacerdotes guardianes.
Una tarde se encontraban los dos meditando frente una de aquellas pinturas que les atraía particularmente: el onceavo signo, una efigie de la diosa Sekhmet como representación del valor. La poderosa leona, que es el cuarto símbolo en el Camino de Aset, derrota a sus enemigos solamente con su fuerza interna. En estado de trance, Ramesés contempló una terrible escena: a través de los ojos de su mente, se vio a sí mismo representado dentro del mural, justo bajo la figura de la diosa. Estaba sentado en el Trono de Khem y sostenía entre sus manos el Heka y el Nejej de los Faraones. A su lado descansaba el cetro Sekhem, uno de los símbolos del poder mágico de la diosa, que es el que permite al Faraón mantener adecuadamente el Ma’at en todo el Valle del Hapi.
Una cobra real se le acercaba, amenazadoramente, al tiempo que la figura de la diosa Sekhmet parecía cobrar vida detrás de él, como si él y la imagen fueran una misma cosa. En su visión, que inmediatamente comprendió que estaba compartiendo con Nebchasetnebet, él podía experimentar sus propias emociones y comprobó cómo su corazón latía sobrecogido por el miedo: ¡Sentía un gran dolor en su corazón por un amor perdido y su Ka le había abandonado!
La serpiente era el Ba de un sacerdote apiru y ambos se enzarzaron en una dura pelea. En el transcurso de la misma, la serpiente consiguió arrebatarle a Ramesés su cetro SeKhem.
—Así como tú te has apropiado de la vida de mis hermanos, Ramesés —dijo la cobra—, así yo te despojo de todo tu poder mágico.
El apiru recuperó entonces su forma humana y lanzó al suelo el cetro SeKhem, que se convirtió a su vez en una enorme serpiente. Agarrándola por la cola, la serpiente recuperó su forma de bastón. Hizo esto por tres veces, para demostrarle a Ramesés que no sólo se había apropiado de sus poderes mágicos, sino que iba a utilizarlos en su propio beneficio.
La imagen se esfumó acto seguido y lo que mis hermanos pensaron en aquel primer momento fue que habían tenido una fantástica visión conjunta, probablemente inducida en sus mentes juveniles por la poderosa magia de los hekau.
Suponiendo que lo único que éstos pretendían al mostrarles una falsa imagen de Ramesés ocupando un Trono que por derecho pertenecía a Nebchasetnebet era enfrentarles entre sí para que desistieran de su desesperado intento de conocer los secretos de Per-Aset, hicieron caso omiso de aquella advertencia y olvidaron el asunto. 
De mi libro "Faraón sin Reino", sin editor.

viernes, 19 de agosto de 2016

D.E.M. 25: La iniciación de dos príncipes


Ninguno de los dos me confesó jamás cuales fueron las pruebas que tuvieron que superar; por eso no creo que viole ningún secreto al contarte lo que me confiaron. Sólo sé que sus experiencias debieron ser verdaderamente difíciles, pues varias veces estuvieron a punto de abandonar. Se enfrentaron a todos los elementos de la Naturaleza, al silencio, al desconcierto que produce lo desconocido; pero su fe era grande y sus akhu muy fuertes. Gracias a ello superaron con éxito la tentación, el miedo y todos los peligros a los que se vieron sometidos.
Una vez superada una trampa que ponía a prueba su sed de conocimientos, llegaron por fin a lo que parecía ser un espacio más alto y más amplio. Un rumor de pasos y unos cánticos sagrados llegaron hasta sus oídos. Era el grupo de hekau que salía a recibirles, cada uno de ellos sosteniendo una antorcha en su mano. ¡Era el final de la prueba!
Profundamente aliviados, les siguieron por una empinada rampa hasta una sala amplia y profusamente iluminada. Allí, sentado sobre un sillón recubierto de oro, el Mer Hekau les esperaba bajo las alas protectoras de una gran figura de la diosa Aset. Después de darles la bienvenida, Bak se levantó para abrazarles y les guió hasta otra sala cuyas paredes vibraban como un gran corazón.
Allí se encontraba el Secreto de los Secretos, celosamente guardado en el interior de un arca de oro colocada sobre un altar que simulaba una nave solar.
—Este arca —les había explicado el Mer-Hekau Bak— contiene los escritos arcanos del Escriba de los Dioses: Dyehuti, el Gran Mago de todos los magos. En ellos nos dejó la crónica del nacimiento de la humanidad, la historia de los dioses y la de todas las estrellas del firmamento. Para nuestra mejor comprensión, todos los secretos de su Magia nos han sido revelados en forma de imágenes consecutivas de un alto contenido místico, que el dios grabó escrupulosamente sobre setenta y ocho láminas de oro fino, de las cuales las veintidós primeras se refieren a la iniciación de los futuros hekau. Vosotros ya las conocéis, pues corresponden a los veintidós murales reproducidos en las paredes de la sala en la que habéis estudiado durante meses.
«Pero estos murales que os han llevado al Conocimiento, cuando se reparten en tres grupos de siete, también nos conducen a través de la evolución del hombre y sus circunstancias espirituales.
«Los setenta y ocho papiros de oro reunidos aquí nos permiten conocer nuestro pasado, mientras que la comprensión del momento presente nos revela hacia donde nos dirigimos. Todo nuestro futuro está contenido en ellos para quien tiene Pureza, Ecuanimidad, Prudencia y el Poder necesarios para comprenderlos.
«Pero aún hay más: detrás de esa pared que veis, que no es más que una puerta que se abrirá sólo a los puros de corazón, está la Mesa que utilizaron los dioses para comunicarse entre ellos. Gracias a un complicado mecanismo de piezas que giran encajándose unas con otras, los dioses podían ver las estrellas sin moverse de esa sala y adivinar los pensamientos de los hombres, aún cuando éstos se encontrasen en el rincón más oscuro y alejado de nuestra Tierra. Todavía hoy los dioses continúan vigilándonos desde su «Ojo que Todo lo Ve».
«Pero aún debéis enfrentaros a una prueba final: la Mesa Sagrada no os será mostrada hasta que hayáis demostrado, con vuestros actos futuros, que en verdad sois dignos del Conocimiento que hoy se os ha revelado y cuando el paso del tiempo demuestre que habéis sido fieles al juramento de mantener en secreto cuanto habéis visto y oído en el interior de estas cámaras.
«El velo ha sido descorrido: ahora debéis mostraros dignos de ése merecimiento.
Hasta dónde yo sé —continuaba relatando Nefertari, visiblemente fatigada—, el conjuro que tanto Nebchasetnebet como Ramesés pronunciaron a continuación, incluye fórmulas mágicas que obligan al corazón del juramentado a que se arranque la vida con sus propias manos si alguna vez incumple su promesa.
Ignoro si alguna vez llegaron a penetrar en el Salón de la Mesa gracias a sus propios méritos; debió formar parte del secreto que no podían revelarme. Pero lo que sí me contaron fue que, durante las larguísimas horas de prueba, los dos habían comprendido que aquel saber no era humano y que los dioses venidos del cielo nos habían dejado algo más que los Papiros Dorados de Dyehuti y la misteriosa Mesa Sagrada.
Ambos estuvieron de acuerdo en afirmar que tras los enormes muros de piedra había más salas disimuladas, que aseguraban haber traspasado durante sus experiencias místicas. Estas salas ocultas contenían extraños artefactos de uso desconocido y fue allí donde recibieron mensajes de los mismísimos dioses.
—La construcción de Per-Aset —me dijeron— no se debe a seres humanos. En su interior es posible atravesar la piedra como si de humo se tratara y, en la oscuridad de los pasadizos, hemos escuchado músicas celestiales y hemos visto brillar esferas resplandecientes de suaves colores.
Pero existía una verdad más allá de lo que les había sido revelado; una verdad que los hekau de Per-Aset atesoran tan celosamente que ni siquiera un Príncipe Real y un futuro Faraón habían podido tener acceso a ella. Tan seguros estaban de lo que afirmaban, que se empeñaron en descubrir lo que les había sido vedado.
De mi libro "Faraón sin Reino", sin editar.

martes, 16 de agosto de 2016

D.E.M. 24: Nebchasetnebet

Nefertari hizo una seña a sus damas y esperó a que nos dejaran solas para empezar a hablar:
—Quiero que tomes aliento antes de escuchar lo que tengo que contarte, porque sé que es cierto que no sabes quién es el hombre con el que te has desposado. Lo que voy a decir te asombrará en algunas ocasiones y te horrorizará en otras, pero te pido que no me interrumpas, que escuches la historia hasta el final antes de expresar tu opinión y, desde luego, necesito tu compromiso absoluto de no revelar a nadie, bajo ningún concepto, lo que ahora voy a contarte.
Yo asentí con la cabeza, tremendamente abrumada. Ahora estaba completamente segura de que mis temores eran fundados: Nefertari había sido la amante de mi esposo.
Ajena a mis tristes elucubraciones, ella comenzó su relato.
Aquel a quien tú conoces como Moshé se llama, en realidad, Nebchasetnebet. Fue el primer hijo varón del Faraón Menmaatra Sethy justificado y de su Gran Esposa, la Reina Tanedyemy. Él era el Príncipe Heredero hasta que sucedió aquello…
No podía creer lo que estaba escuchando. ¡Mi esposo un príncipe de sangre real, nada menos que el Heredero de MenmaatRa Sethy, aquel joven que había sido dado por muerto hacía tantos años!
Pero, ¿no se habían celebrado exequias reales por el justificado Príncipe Nebchasetnebet? ¿No había sido momificado su dyet? ¿No habían depositado su jat, con todos los honores, en el Valle de los Ancestros? ¿No creíamos todos que su Akh había volado hacia las estrellas?
Absolutamente desconcertada por aquella revelación inesperada, a punto estuve de interrumpirla con alguna de las mil preguntas que acudían a mi mente atropelladamente, pero ella me detuvo con un gesto de su mano y una delicada sonrisa.
—Escúchame en silencio, te lo ruego.
Una mueca de dolor había enturbiado por un momento su rutilante belleza, como si le costase articular las palabras al recordar aquellos momentos que debieron ser tan amargos para ella, pero continuó:
Lo que sucedió entonces conmocionó a toda la corte. Hasta tal punto era grave la situación, que el Faraón se vio obligado a ocultar la verdad: Ante el mundo entero el Príncipe Heredero había muerto. En bien del Ma’at, el príncipe Nebchasetnebet fue repudiado por su padre y expulsado en secreto del país de Khem. Todos nosotros nos convencimos de que, aquel que estaba destinado a ser el próximo Faraón del País de la Doble Corona, había viajado hacia Occidente para rendir cuentas de sus actos en el juicio de Wsir. Pero deja que te cuente la historia en su orden natural. Nebchasetnebet era…¡es! mi hermano menor.
A pesar de que seguía sin poder dar crédito a mis oídos, aquella confesión acababa de hacerme suspirar de alivio y ella debió notarlo porque sonrió con picardía, pero continuó su relato sin hacer comentario alguno.
Ambos somos hijos de la que fuera la Gran Esposa de nuestro padre MenmaatRa Sethy justificado, mientras que Ramesés es hijo, como sabes, de la Reina Madre Tuya, que por aquellos días era una simple esposa secundaria que, gracias a que por sus venas corría sangre de reyes, ostentaba el título de Ornato Real. Nuestro padre se había casado con ella antes de conocer a su gran amor: la Princesa Tanedyemy, que habría de convertirse en nuestra madre.
Tanedyemy era «Hija del Dios» y descendiente directa de la Reina Ahmose-Nefertari. Dos circunstancias que, al desposarse con el Faraón, la convertían inmediatamente en Gran Esposa Real y la situaban por encima de Tuya, quien por aquel tiempo ya había dado a luz a mi esposo Ramesés, nuestro medio-hermano.
Como resultado de aquella unión, mi madre quedó inmediatamente encinta y a su debido tiempo nací yo, la mayor de sus hijos. Detrás de mí nació Nebchasetnebet, el Heredero.
Por eso, aún siendo algo mayor que nosotros, Ramesés no pasaba de ser más que el primero de los hijos varones del Faraón, sin ningún otro derecho al Trono mientras existieran varones nacidos de la Gran Esposa Real.
Crecimos al amparo de nuestra madre en la Casa Kheneret, junto con otros infantes nacidos en la Casa. Muy pronto Ramesés, mi hermano Nebchasetnebet y yo nos hicimos inseparables y durante el verano, cuando el tórrido calor de Uáset aconsejaba trasladar la Corte a la capital del Norte, solíamos jugar, separados de los demás niños del harén, bajo la sombra de ese sicomoro que ves ahí fuera.
Nefertari había señalado un frondoso árbol que daba sombra al jardín privado de la Primera Esposa.
—Demasiado pronto para mí, llegó el día que Ramesés y Nebchasetnebet fueron enviados al Kap para ser educados en todas las artes que un príncipe debe conocer. Ellos iban a perder su mechón de juventud y yo a mis compañeros de juegos infantiles. Pero todos los días, al atardecer, ambos corrían a la Casa Kheneret para estar conmigo aunque fuera un solo instante, cada verano juntos los tres bajo nuestro sicomoro.
Esos hombres que hoy ves pelear tan rudamente y que se enfrentan el uno al otro como garañones, eran entonces inseparables. Parece imposible… ¿verdad? Pues lo cierto es que en aquella época se amaban tiernamente y que ambos me adoraban, igual que yo a ellos.
De mi libro "Faraón sin Reino", sin editar.

sábado, 13 de agosto de 2016

DESVELANDO EL MISTERIO 23: Nefertari

Una voz femenina de acento melodioso llegó claramente hasta mí.
—Pasa.
Tímidamente me acerqué a la puerta. Un suave aroma a incienso y a perfume inundaba una habitación de dimensiones algo más limitadas, pero mucho más espléndida que la anterior. Todo allí era hermoso y armónico. Los colores eran suaves, y la luz proveniente del exterior se tamizaba a través de amplias telas de lino que filtraban los rayos del sol. Esplendorosos cojines bordados con hilos de oro y de plata se alternaban con butacas de maderas exóticas.
Varias esclavas se afanaban en recolocar los pliegues perfectos del kalasiri más fino y transparente que he visto jamás. Su propietaria era una mujer que no aparentaba tener más de treinta y cinco años. Su piel era tersa a pesar de la edad y las más delicadas vírgenes de ambos Reinos ni siquiera hubieran conseguido competir con aquella esplendorosa belleza de ojos grandes y profundos, nariz perfecta y labios sensuales.
Lucía un collar Usekh de cuentas de turquesa y lapislázuli, a juego con los pendientes y pulseras. Sus pies eran pequeños y estaban calzados con unas sandalias de cuero dorado, adornadas con flores diminutas. Sobre una peluca real laboriosamente trenzada, no lucía la doble pluma con la que se la representaba en los murales de los templos, sino una sencilla diadema de oro que elevaba un orgulloso ureo sobre su frente.
Nefertari sonrió y la habitación pareció iluminarse con el encanto de su sonrisa.
Yo me apresuré a postrarme a sus pies pero, ante el asombro general, ella se adelantó y levantándome del suelo, me abrazó cálidamente. Más confundida que nadie, no supe cómo reaccionar.
—Así que tú eres la esposa de Nebchasetnebet.
Ahora quedaba todo claro: la Reina me había confundido con otra mujer.
—No Señora, yo… soy la esposa de Moshé, ese a quien vuestro esposo llama «El Impostor».
A una señal suya, las esclavas desaparecieron por otra de aquellas misteriosas puertas. Luego despidió también a su Camarera, que se marchó a regañadientes, dejándonos a solas.
Yo intentaba en vano buscar una excusa para justificar aquel malentendido, pero las palabras se resistían a tomar forma coherente en mi mente. De nuevo temí que el brazal hubiera pertenecido a alguien distinto a mi esposo; que él lo hubiera robado, o tomado de algún cadáver, o algo peor…
—¿De verdad no sabes con quien te has desposado? —dijo ella.
—No comprendo… Señora —balbuceé.
—¿Cómo te llamas?
—Tzíppora… Tzíppora bar Reuel, Señora.
—Muy bien Tzíppora. Por el nombre de tu padre deduzco que perteneces a una etnia kenna-ani, pero no me lo pareces por tu aspecto.
—Cierto, Señora. Soy la hija menor del Yitró de Madián —ante mi asombro, las palabras que antes se resistían empezaron a salir atropelladamente de mi boca—. Mi madre llegó del sur con una caravana de esclavos procedentes del país de Kush. Iba a ser vendida en los mercados del reino de Mittani. Mi padre la rescató de su destino y se casó con ella. Desgraciadamente no la he conocido. Al parecer se trataba de una princesa nubiae… Pero yo no soy más que una simple pastora a tu servicio, que se disculpa por este error. Verdaderamente creí que ese brazalete pertenecía a Moshé. Te ruego que me perdones por…
—Nada tengo que perdonarte. Ese brazalete perteneció y pertenece a tu esposo.
No pude por menos que suspirar aliviada y ella sonrió de nuevo. Su ademán y su gesto me tranquilizaban.
—Siéntate Tzíppora.
—Señora, yo no…
—Regálame un rato de tu compañía —sus ojos me miraban con una inofensiva curiosidad—. Te suponía mucho mayor; eres muy joven.
—He cumplido veintidós años, mi Reina.
—Tu esposo casi te dobla la edad. Es curioso que hasta tú desconozcas cual es su verdadero origen… Explícame eso.
Azorada, obedecí su mandato y le conté a la Reina de qué manera había conocido a mi esposo y cómo él nos había contado que no recordaba nada de su pasado. Ella se mostró muy interesada por mi historia y me rogó que continuara hablando de cómo había sido nuestra boda, nuestra vida en el campamento, el nacimiento de nuestros hijos y, especialmente, la razón por la cual Moshé había decidido regresar a Iunu para enfrentarse a Ramesés.
A medida que el tiempo pasaba, cada vez estaba más convencida de que el interés de aquella mujer por mi esposo iba mucho más allá de una simple curiosidad. Los celos me devoraban: ¿qué podía hacer yo frente a una belleza tan resplandeciente?
En una ocasión, la Reina agitó una cinta que colgaba de la pared y al instante aparecieron varias esclavas con un refrigerio, una infusión de flor del hibisco que tomada fría resulta una bebida deliciosa y sumamente suave.
Era imposible no dejarse arrastrar por el encanto irresistible de aquella mujer, que hacía fáciles los momentos más difíciles. Hablé y hablé sin cesar, hasta que no quedaron más dudas que despejar.
Pero seguía peligrosamente alejada del propósito que me había llevado hasta allí.
—Por eso, Señora, es por lo que he venido a suplicaros que…
—¿Entonces es cierto que ni tan siquiera sospechas quien es, en realidad, tu esposo?
La nueva pregunta acababa de apartarme, una vez más, de mi objetivo. Hube de hacer acopio de toda mi serenidad para no demostrar mi creciente impaciencia.
—No, Señora.
—Entonces deberé corresponder a tu sinceridad con la mía y descubrirte esa verdad que tu esposo no te ha revelado. Pero antes, veamos cual es esa petición que deseas hacerme. ¿No vendrás, tú también, a implorar por los apiru que el Faraón no desea liberar?
Yo baje la cabeza, avergonzada.
—No, no —dijo ella, antes de que tuviera tiempo a encontrar palabras adecuadas con que responderle—.  Tú no desafiarías la ira de tu esposo presentándote ante mí para pedir tal cosa sin que él lo supiera. Y Neb… y Moshé jamás enviaría a una mujer a suplicar en su lugar. Debe de ser otra cosa. Tal vez Aharón… ¿me equivoco?
—¡Oh sí, mi Señora! —exclamé esperanzada— Aharón es mi hermano; tiene mujer y dos hijos que le esperan impacientes y le necesitan. Al pequeño, de tres años, ni siquiera le conoce. Y yo le amo tanto que…
—Te entiendo, Tzíppora. Yo también amé mucho a mi hermano —Nefertari se interrumpió por unos segundos. Su voz tembló ligeramente al completar su confesión—. Le amo aún en demasía.
—¿Murió?
—No —la expresión de su rostro se había ensombrecido ligeramente.
—Lo siento, Señora. No debí preguntarte. Perdona mi atrevimiento.
—No hay nada que perdonar. En realidad, la historia de mi hermano forma parte de lo que debo contarte, pero eso será después de que hayamos liberado a Aharón. Hablaré con Ramesés a favor de tu hermano, pero tienes que prometerme que, pase lo que pase, tú volverás a verme mañana a la misma hora.
Me sentía tan contenta que hubiera querido abrazarla de nuevo, pero me contuve. Ella debió darse cuenta de mi alegría, porque me advirtió:
—No te prometo nada. Solamente que hablaré con mi esposo.
—Para mí es suficiente. ¿Quién podría negar el cielo con todas sus estrellas a la hermosa Reina de Khem?
Ella sonrió ante mi última frase, o tal vez a causa de la vehemencia con que la había pronunciado.
Quitándose un anillo con una gran turquesa que llevaba su sello, me lo entregó diciendo:
—Mañana, cuando regreses, muestra este anillo a la Guardia. Será tu salvoconducto para llegar hasta mí.
Me despedí de Nefertari deshaciéndome en agradecimientos y bendiciones de todo tipo, que ella no quiso escuchar. En lugar de eso, se dirigió a mí con aquella frase protocolaria que intercambian los miembros de la Familia Real a modo de saludo:
Ankh, udja, seneb.
Ya me disponía a salir cuando ella me llamó de nuevo:
—¡Tzíppora! Olvidas tu brazalete.

Del capítulo 17 de "Faraón sin Reino" (buscando editor)

viernes, 12 de agosto de 2016

DESVELANDO EL MISTERIO 22: Circuncisión de urgencia

Al cuarto día continuamos la marcha, no bien despuntaba el alba. Apenas si habíamos dejado atrás la aldea cuando una figura grande, cubierta con un manto cuya capucha no dejaba ver su rostro, nos salió al paso.
—¡Deteneos! —gritó con voz extraña.
—¿Quién eres tú? —le preguntó mi esposo.
—Soy el Exterminador. YHVH me ha enviado a darte muerte, porque has desobedecido sus designios.
—No he hecho tal cosa. Mi hermano Aharón y yo nos dirigimos a Iunu con nuestras familias para hablar con el Faraón, tal como mi señor Adonay me ha ordenado.
—Tú no llegarás allí. Quien hable ante el Faraón por YHVH ha de ser un individuo íntegro, un hombre al que ningún otro pueda acusar de haber incumplido la Ley. Él me envía a matarte por faltar a los mandatos divinos. Tu hermano Aharón llegará hasta Ramesés y hablará en nombre del Altísimo.
Aharón dio un paso hacia el intruso, pero este le derribó con un solo gesto de su mano, dejándole inconsciente. Eliseba y yo estábamos aterrorizadas.
—¿Cuál es la Ley que he incumplido?
—Tu hijo Guershom no ha sido circuncidado.
Era cierto. Yo no lo había permitido y ahora Moshé se veía en aquel aprieto por haberse dejado convencer por mí. Eliezer, en cambio, había sucumbido ante la presión de mi padre, quien insistió en circuncidar al recién nacido inmediatamente. Aquella horrible práctica, aunque necesaria, me trastornaba profundamente.
—Otros pecados más graves he cometido —dijo mi esposo, por toda respuesta.
—La desobediencia a las leyes de YHVH es el más grave de todos los pecados y el único que se castiga con la muerte.
Esperaba que Moshé se rebelara o se disculpara de alguna forma pero, ante mi asombro, cayó de rodillas a los pies de aquel ser, inclinó su cabeza y dijo:
—Tienes razón. Sea como Yahovah desea; cumple con tu tarea, Exterminador.
El Exterminador levantó una extraña espada semejante a un rayo y la blandió por encima de la cabeza de mi esposo. Sin dudarlo ni un instante, grité con todas mis fuerzas:
—¡Espera! Yo soy la culpable de que nuestro hijo no esté circuncidado. Moshé quería hacerlo, pero yo le detuve. Yo fui quien convencí a mi esposo de que pecara. Yahovah debe matarme a mí y no a él.
—Tú no eres más que una mujer insignificante y sin conocimientos. No se te puede juzgar por tu pecado. Moshé, en cambio, es responsable de sus actos ante su Dios. Haberse dejado convencer por ti no sólo no le disculpa, sino que añade un agravio más a su conducta. La Misión que le ha sido encomendada es muy importante y su tarea es fundamental para liberar al pueblo de Dios de la esclavitud de Khem. Es menester que nada en su persona pueda deshonrarle ante los ojos ajenos. Su omisión es, por lo tanto, una falta muy grave. Por eso también Guershom, su primogénito, está en peligro de muerte.
Entonces repararé mi falta y las de ellos en este mismo instante.
Sin más palabras, tomé una piedra de pedernal y con ella, allí mismo, corté el prepucio de mi hijo mayor, arrojándolo a los pies del Exterminador.
—Expíe ahora la sangre de esta circuncisión la falta de mi esposo —dije, mientras el mayor de mis hijos chillaba de dolor entre los brazos de una Eliseba completamente desencajada ante los acontecimientos que acababa de presenciar.
El Exterminador bajó su espada.
¡Alabado sea Yahovah que ha perdonado nuestra falta! —exclamé entonces— ¡Cuán querida me es esta sangre de la circuncisión, que ha liberado a un tiempo al hijo y al padre del castigo del Exterminador!
—Sirva esto como aviso de que nunca deberéis desobedecer los mandatos de YHVH.
Dicho esto, desapareció de nuestra vista de la misma forma en que había aparecido.
Moshé seguía postrado en el suelo. Aharón se había recuperado del desmayo que el gesto del Exterminador le había provocado y los dos hombres se levantaron fundiéndose en un abrazo fraternal.
Continuamos nuestra marcha en silencio, rumiando cada uno a su manera lo que acababa de suceder. Durante varias horas ninguno de nosotros se atrevió a pronunciar una sola palabra salvo Guershom que, agarrado a mí, gemía dolorosamente. Eloah sabe que aquella herida me producía más dolor a mí que a mi hijo, pero me sentía feliz por haberle librado de la muerte.
Mientras caminábamos, mi mente no paraba de dar vueltas a lo sucedido.
Yahovah había instruido a Moshé para que advirtiera al Faraón que debía dejar libre al pueblo de Yisrael, bajo amenaza de perder a su hijo primogénito. Pero era nuestro hijo el que ahora había sido amenazado de muerte si desobedecíamos sus mandatos.
Empecé a sospechar que Yahovah había moldeado especialmente el destino de Moshé para utilizarle en su beneficio: le había hecho huir de su país, le había hecho olvidar quien era y de donde venía. Había sido él quien había guiado sus pasos hasta Madián para que completara sus estudios khem-taui con la sabiduría que mi padre había recibido de nuestros ancestros. Durante varios años le estuvo preparando sin que ninguno de nosotros, salvo la anciana Tamar, intuyera en ningún momento que lo hacía para poder cumplir una misión tan importante. Pero, si gracias a ello había llegado a mí, yo bendecía el nombre de Yahovah.
Había llegado la hora de la acción.
Moshé debía guiar a nuestro pueblo fuera del país de Khem y ser un ejemplo para la casa de Faraón, para el País de las Dos Tierras y para todas las naciones que escucharan en el futuro las crónicas de estos sucesos. Por consiguiente, su vida personal tenía que guardar un orden escrupuloso si quería llegar a dirigir la vida espiritual del pueblo de Dios. Así lo veía yo, pero había algo que me tenía tremendamente inquieta.
Y la duda, de nuevo, se instaló en mi corazón.
El Exterminador había realizado tales proezas ante mis ojos, que dejaban fuera de toda duda que ningún hombre mortal hubiera podido llevarlas a cabo. Además, su estatura y envergadura eran muy superiores a las de un hombre muy robusto. Moshé no dudó en identificarlo como a un Mensajero de Yahovah, pero… ¿Quién era Yahovah? ¿Se trataba realmente de nuestro Dios, de Eloah? No podía creerlo, Ha Elohim es misericordioso. ¿Quién era entonces aquel ser tan cruel, que castigaba la desobediencia de sus hijos más queridos con la muerte?
Y si no era Ha Elohim, ¿cómo se atrevía a asignarse el calificativo de «dios»?
Pero… ¿Y si el pecado que Moshé había cometido no fuera una sencilla desobediencia? ¿Y si era algo mucho peor e inconfesable? Aquellas palabras suyas al Exterminador, «Otros pecados más graves he cometido…»
Por otra parte, no había habido reacción alguna en Moshé. Se había sometido inmediatamente a los designios del Exterminador y, de no ser porque yo misma había derramado la sangre de nuestro hijo, en aquel momento ambos estarían muertos. Para mí era evidente que, fuera cual fuera el desliz que mi esposo hubiera cometido, éste le hacía incapaz de servir como guía espiritual del pueblo elegido de Dios y era imprescindible que la situación fuera rectificada convenientemente antes que llevara a cabo su misión de forma efectiva. 

Del capítulo 12 de "Faraón sin Reino" (en busca de editor)

martes, 9 de agosto de 2016

DESVELANDO EL MISTERIO 21: Aparición inquietante

El anuncio del nuevo nacimiento desató por fin la lengua de Moshé, más trabada por el ensimismamiento en el que estaba inmerso que por el dolor propio de las quemaduras.
Me encontraba con el rebaño en la falda del monte Horev —me explicó por fin—, cuando de pronto escuché un sonido como de brisa entre los árboles. Miré a todos lados; el día era calmo y no había en las inmediaciones más vegetación que hierba seca y algunos matorrales bajos que las ovejas se apresuraban en esquilmar. De pronto, una enorme sombra ocultó el sol sobre mi cabeza y una ráfaga de viento agitó mis vestiduras. Levanté la mirada y vi una gran nube gris a poca altura, que estaba como parada sobre unos zarzales que parecían arder entre vivas llamaradas, pero que no se consumían.
«La nube fue bajando poco a poco hasta tocar el suelo, en un lugar a pocos pasos de donde yo estaba. Nunca había visto un fenómeno semejante: no era aún época de nubes, ni siquiera en el monte. Deseaba verla de cerca, pero sentía un gran temor a que un rayo procedente de la extraña nube prendiera fuego a los matojos y asustara al rebaño. Intenté acercarme cuando conseguí superar la sorpresa, pero una voz atronadora me advirtió: ¡Detente, Moshé!  Y quítate el calzado de los pies, porque el suelo que pisas es sagrado.
¿La voz conocía tu nombre? –le interrumpí.
—Sí. Y también el tuyo y el de tu padre, el de Aharón y los de nuestros hijos. Luego supe que quien me había hablado en primer lugar era un Emisario del Señor. Me descalcé tal como la voz había ordenado, pero lleno de pavor no me atreví a dar ni un paso más hacia delante. Al poco, la nube se abrió ante mis ojos y de su interior apareció un Ser envuelto en una luz potentísima.
¿Y cómo era ese ser?
—De no haber sido por su enorme estatura y por su piel, que era como de metal bruñido y reluciente, parecía tan humano como tú o como yo. Pero el resplandor que le envolvía y que parecía venir de dentro de la nube, me ocultaba su rostro. En cuanto pude controlar mi espanto, me atreví a preguntar: —¿Quién eres Tú, Señor?
—«Ehyé aser Ehyé me respondió con una voz que semejaba el batir de las espadas en la lucha—. Soy el dios de Avraham, el dios de Yishak y el dios de Ya’akob». Tuve miedo de mirarle y me cubrí el rostro con las manos.
—¡El Elyon sea alabado! ¿Estás seguro de lo que dices?
Completamente; y Él me ha dado pruebas de ello. Pero antes escucha las palabras que me confió:
—He escuchado tu voz, Moshé. He sabido que estabas preparado para recibirme y te he elegido para algo grande.
Entonces yo le pregunté:
—¿Y quien soy yo, Señor, para que me hayas elegido?
Pero Dios no me respondió, sino que continuó diciendo:
—He oído las lamentaciones de mi pueblo que está en el país de Khem. He conocido sus angustias por causa de sus opresores y he escuchado su clamor. Por eso he querido bajar a ayudarles. He dispuesto liberarles de la esclavitud que sufren de manos de los khem-taui y llevarles a una tierra buena y ancha, una tierra donde hay fuentes que manan leche y miel; a los lugares del Kena'an, del Hitti, del Emori, del Perizzi, del Heveo y del Yevusi. Regresa al País de Khem, porque han muerto todos los hombres que buscaban tu alma. Yo te enviaré al Faraón para que os deje salir en libertad, para que saques de las tierras de Khem a mi pueblo, a los hijos de Yisrael.
Entonces volví a insistir:
—¿Quién soy yo para que vaya al Faraón y saque de Khem a los hijos de Yisrael?
—Tú eres el que eres, pero para mi pueblo siempre serás Moshé, mi profeta; yo estaré contigo y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Khem a mi pueblo, tú y él serviréis a Dios sobre este monte.
—Si voy a los hijos de Yisrael y les digo: «El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros», me preguntarán: «¿Cuál es su nombre?». Entonces ¿qué les responderé?
—Ehyé aser Ehyé —repitió— «Yo soy aquello que seré» y no tenéis sonidos en vuestra lengua que sean buenos para pronunciar mi nombre.
Entonces Dios me mostró cuatro letras que estaban como suspendidas en la nube. Eran signos extraños que jamás había visto, pero Ehyé permitió que pudiera leerlos. Pero, tal como Él me había advertido, no pude pronunciarlos.
—Elige la forma en que te sea más fácil —me dijo.
—Y…H…V…H…, no existe forma de pronunciar tu nombre sin sus vocales, Adonay. Tú eres «mi Señor» y por eso usaré las tres vocales de esa palabra: «Adonay»; y así, cada vez que tu pueblo pronuncie tu nombre, estará diciendo Mi Señor Y…H…V…H…, como sea que se pronuncie. Así pues, si Tú me lo permites te llamaré ¡Yahovah!
—Puesto que así puedes pronunciarlo, para ti y para los tuyos Yahovah seré desde ahora. Ve pues a hablarles a los hijos de Yisrael y les dirás: «Yahovah, que es el Dios de Avraham, de Yishak y de Ya’akob, me envía a vosotros». Porque para eso Yo te hice subir de la tierra de Khem, te redimí de la casa de servidumbre y te envié delante de Reuel, de Aharón y de Tzíppora. Por eso reunirás a los ancianos de mi pueblo y con ellos irás a Ramesés a pedirle que deje salir libre al pueblo. Y Yo sé que el Faraón no os dejará ir si no es por la fuerza. Pero Yo extenderé mi mano y heriré a Khem con todas las maravillas que obraré en el país, y entonces os dejará ir.
—¿Y qué demostración les voy a hacer para que sepan que voy de parte de Dios?
—Echa ahora al suelo tu vara de pastor.
Yo obedecí y mi bastón se convirtió en una serpiente. Entonces Dios dijo:
—Toma la serpiente por la cola.
Obedecí y la serpiente se volvió otra vez bastón.
—Ésta será una de las señales con las cuales yo te voy a apoyar para que te crean.
—Tú sabes, Adonay, que tendré dificultades para hablar con Ramesés. ¿Por qué no mandas a otro en mi lugar?
—Yo te elegí y te puse en el camino. Huiste de las tierras Khem y allí deberás volver, porque conoces sus costumbres y conoces a los tuyos. ¿Por qué dices que tienes dificultades para hablar? Si crees que las tienes, así será desde ahora. Cuando hayas vuelto al país de Khem, ocúpate de hacer delante del Faraón todas las maravillas que he puesto en tus manos y no discutas mis designios, porque yo endureceré el corazón de Ramesés de modo que no deje ir al pueblo. Entonces le dirás: «YHVH ha dicho así: Yisrael es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo para que me sirva. Si te niegas a dejarlo ir, yo mataré a tu hijo, a tu primogénito».
—Que sea mi hermano Aharón quien diga esto por mí.
—Sea como tú mismo has elegido. Yo pondré en boca de Aharón las palabras de mis señales y mis prodigios en la tierra de Khem.
Después de esto Adonay desapareció dentro de su nube, que se llama «La Gloria». La grieta por la que había salido Yahovah volvió a cerrarse y La Gloria ascendió a los cielos, despareciendo de mi vista en menos de un segundo. Cuando por fin miré a mi alrededor, la hierba seca se había vuelto verde y fresca, los capullos de flor se abrían aquí y allá y los zarzales que poco antes me había parecido que ardían, en pocos minutos dieron flores que enseguida se convirtieron en frutos apetecibles, hermosos, grandes y rojos. Pensando que eran un regalo que Dios me ofrecía por acceder a servirle, me acerqué para probarlos. Tomé uno, pero en cuanto lo introduje en mi boca se volvió como un carbón encendido y me provocó las quemaduras que tú has cuidado.
Moshé se interrumpió, fatigado. Yo le miraba en silencio, sin atreverme a opinar.
—¿En qué piensas?
—En que recibiste esa quemadura como castigo por negarte a prestar tu lengua para pronunciar las palabras de Adonay.
—También yo lo he pensado. Yahovah cumplió su palabra y, por negarme a hablar con Ramesés, tengo ahora dificultades al hablar —murmuró con tristeza.

Del Capítulo 11 de "Faraón sin Reino" (libro en busca de editor)

viernes, 5 de agosto de 2016

DESVELANDO EL MISTERIO 20: Traspaso de un don

Tras el nacimiento de Eliezer, Moshé volvió a sumirse en una de aquellas penosas épocas de mutismo. Dedicaba mucho tiempo al pastoreo y, cuando no estaba con el rebaño, solía sentarse alejado del campamento, en silencioso retiro.
—Sé que Eloah escucha mi oración sin palabras —me dijo un día.
—Somos felices —le respondí—, nos amamos y el Señor nos ha concedido dos hermosos hijos varones. Tu rebaño es ahora uno de los mayores de la tribu. ¿Qué otra cosa puedes pedirle?
—Que me hable —me dijo, con una tranquilidad pasmosa.
La seguridad con que había pronunciado aquellas palabras hubiera debido alarmarme.
Recordé entonces una frase de padre, pronunciada pocos días antes de la boda: «Nada sabes del pasado de este hombre»; y al parecer nada sabía, tampoco, de su presente.
Por un momento pensé que mi esposo había enloquecido.
—¿Qué… te hable? Eloah sólo se ha revelado a los grandes profetas.
—Un solo y único Dios existe y se revela, no sólo a los profetas, sino también a quienes confían en Él con fe ciega. Si pudo manifestarse a un Faraón, también puede hacerlo conmigo.
No era la primera vez que hacía alusión directa al Faraón Hereje Akhenatón: cuando el mercader le había hablado del proyecto de Ramesés Meriamón para la nueva capital del Imperio, le había escuchado comparar Pi-Ramesés con Akhetaton, la Ciudad del Disco.
—Estoy seguro de que lo hará. Más tarde o más temprano, Él me hablará.
Ahora estaba segura: el sol del desierto le había calcinado la razón.
Tanta certidumbre no podía ser buena y mucho menos la arrogancia de creerse comparable a un profeta o a un rey. Dejé que pensara que creía en sus palabras, pero estaba segura de que el buen Eloah no se manifestaría a quien daba semejante muestra de soberbia.
Al día siguiente me encaminé resueltamente hacia la tienda de safta Tamar. La encontré sola, tumbada sobre su estera y recostada sobre varios cojines que alguna mano amiga había arreglado para mantenerla ligeramente incorporada. Al verme entrar, sonrió débilmente.
—Te esperaba.
Safta… estás enferma y te han dejado sola. ¿Dónde están tus cuidadoras?
—Las envié a sus casas. Necesitaba hablarte a solas.
—¿Sabías que vendría?
—Sí. Tenías que venir para que yo te haga donación de mi gracia.
—Pero yo he venido para…
—Tú has venido porque dudas de tu esposo.
—¿Cómo sabes…? —la pregunta se congeló en mis labios. Era evidente que safta «sabía».
—Sé, solamente, lo que debo saber en cada momento. Eso será también contigo después de que nazca tu hija. Para eso era necesario que vinieras a mí.
Me avergoncé porque, sabiendo que estaba enferma, hacía mucho tiempo que no iba a visitarla. Como si hubiera escuchado mis pensamientos, me dijo con una infinita paz:
—Has estado muy ocupada atendiendo tu casa, a Moshé, a un niño pequeño… y todo eso con un nuevo hijo en camino. Después el momento del parto, la purificación, una nueva demé tahorá… y la preocupación por la actitud de tu esposo.
—Es cierto, pero hubiera debido…
—Hubieras debido confiar plenamente en mis palabras de hace cuatro años, niña. Moshé no está loco; tampoco es un ladrón, ni un asesino: te dije que verías grandes prodigios llegar a tu vida y éstos están ya cercanos, muy cercanos —un acceso de tos la interrumpió—. No queda mucho tiempo… ven, acércate.
Lo hice y ella me indicó que me arrodillara su lado. 
En silencio trazó unos signos extraños sobre mi frente y luego, con voz trémula que se apagaba por segundos, entonó una especie de cántico en una lengua que no comprendí.
—Ya está —dijo después de un largo silencio, durante el que no me había atrevido a moverme de mi posición—. Ahora puedo morir tranquila.
—No digas eso. Tú no vas a morir… aún…
Tenía los ojos fijos en mí y una extraña sonrisa en el rostro.
De pronto sentí como una especie de brisa, a la vez dulce y fresca, me atravesaba dejando en mi interior un sentimiento de amor sin límites. Entonces me di cuenta de que había muerto. La anciana Tamar nos había dejado para siempre.

Del Capítulo 10 de "Faraón sin Reino" (libro en busca de editor)