Hay una raza de hombres, hay una raza de dioses. Cada una de ellas saca su aliento vital de la misma Madre, pero sus poderes son diversos, de suerte que unos no son nada y otros son los dueños del cielo , que es su ciudadela para siempre. Sin embargo, todos nosotros participamos de la Gran Inteligencia; tenemos un poco de la fuerza de los inmortales, aunque no sepamos lo que el día nos tiene reservado, lo que el destino nos tiene preparado antes de que cierre la noche. Píndaro, "Oda"
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martes, 20 de mayo de 2014
SANG REAL - Capítulo 1
1 Maison Hautpoul, 10 de mayo de 1.753 Había llovido torrencialmente durante todo el día y la noche anterior. Densos telones líquidos opacaban el paisaje, cayendo a raudales sobre los tejados de pizarra que relucían por efecto del agua. Agua que descendía lentamente a las profundidades de un mundo perdido, cuidadosamente oculto en las brumas de un pasado demasiado remoto. La lluvia repiqueteaba en los ventanales del salón donde me encontraba, formando dibujos en el cristal. Fuera, pequeños ríos rojizos se deslizaban por la pendiente enlodada de la única calle de la población. Contemplaba ensimismada las gotas que, al caer, formaban miles de pequeñas coronas sobre el suelo. Momentos efímeros capturados por la memoria que se desvanecen y se van, calle abajo, arrastrados por la fuerza de la corriente. Como la vida, como mi vida. ¡Qué lejos quedan aquellos días en Niort, cuando una muchachita alegre, casi una niña, correteaba por las estancias del castillo familiar! Tanto tiempo ha pasado desde entonces que apenas si recuerdo la cara de mi madre a pesar del inmenso retrato que todavía preside el gran salón de la planta inferior. De mi padre recuerdo que había sido Alguacil del Rey en el Pays de Sault, un valle cercano a Rennes. Ambos murieron muy jóvenes y el hermano de mi padre, François de Montroux, se convirtió en mi tutor. No puedo decir que aquel hombre fuera precisamente un santo. De cuna noble y bien parecido en su juventud, era algo menor que mi padre. Toda su vida había vivido a expensas de la fortuna familiar; de joven cultivando todo los vicios posibles y tirando a manos llenas el dinero que recibía como asignación de su padre. A su muerte, mi abuelo paterno, aún conociendo la vida disoluta que llevaba su hijo, decidió legarle un buen fideicomiso nombrando comisario a mi padre, que era el primogénito y por lo tanto heredero del resto de sus bienes. Los años y los desmanes habían convertido a mi tío en un hombre extraño y taciturno, nada apreciado por quienes le conocían: los nobles le menospreciaban y el pueblo le odiaba. Convertido en albacea del legado de mis progenitores hasta mi matrimonio, durante algunos años se dedicó a dilapidar alegremente el patrimonio familiar que formaba parte de mi dote en un vano intento de recuperar la gloria de los días perdidos, y habría llevado Niort a la ruina de no ser por lo que sucedió algún tiempo después. La mañana del 16 mayo de 1.732, Niort se despertó convulsionado ante un terrible descubrimiento: el padre Mongé había sido asesinado. Su cadáver fue hallado a la entrada del jardín de la iglesia parroquial y las investigaciones posteriores pusieron a las autoridades sobre la pista de mi tutor, François de Montroux. Detenido y puesto bajo custodia policial, durante el juicio salió a relucir que desde hacía algún tiempo intentaba comprar una casa propiedad del presbítero y que éste se había negado a vendérsela en repetidas ocasiones. Los hechos parecían probados y mi tío fue sentenciado al exilio. Esta nueva desgracia, sumada a las anteriores, me dejó en una situación en la que no sabía cuál de las pocas opciones que me quedaban era peor. No me quedaban más que mis títulos y una hacienda familiar, hipotecada hasta los cimientos, que yo no estaba en absoluto preparada para administrar. Eso es tarea de hombres: intentarlo siquiera hubiera estado muy mal visto por la sociedad y, desprovista de una dote suculenta que ofrecer a un hipotético esposo, había perdido toda esperanza de casarme. Ingresar en un convento sin vocación religiosa no era de mi agrado y, aunque hubiera considerado esa posibilidad, también la Iglesia tiene muy en cuenta la esplendidez de las aportaciones de quienes aspiran a desposarse con Dios. No quedaba capital alguno del que echar mano y las disposiciones testamentarias del legado de mi padre, que murió algún tiempo después que mi madre, exigían que las propiedades familiares permanecieran en la familia pasando a manos de mi futuro esposo en el momento en que yo contrajera matrimonio. Así las cosas, una donación de casas o tierras a terceros no era posible y mi futuro parecía condenarme a ingresar en un convento de mala muerte, destinada a recibir el mismo trato que se les da a las descarriadas sin dote que se refugian detrás de sus muros. Fue en aquellos impredecibles y difíciles momentos cuando el Señor de Rennes-le-Château hizo su aparición en mi vida. Sí; la noticia, tan sorprendente como inesperada, me llegó justamente después de que mi tío fuera condenado: Poco tiempo antes del desgraciado suceso, François d’Hautpoul-Rennes se había presentado en Niort para pedir mi mano. La entrevista entre ambos hombres apenas duró un cuarto de hora. Despreciando todas las normas de la más elemental cortesía, mi tío no ofreció al visitante más que asiento, limitándose a escuchar los razonamientos del Señor d’Hautpoul mientras jugueteaba distraídamente con la chatelaine que sujetaba su reloj de bolsillo, un carísimo ejemplar de oro que había ganado durante una partida de cartas y que había reemplazado al suyo, perdido hacía algún tiempo en otra apuesta. Con una impaciencia sin ningún sentido (no tenía otra cosa mejor que hacer) y sin dar muestra alguna de la primorosa educación que había recibido, de tanto en tanto abría y cerraba la saboneta para consultar la esfera del reloj como si la reunión le estuviera distrayendo de alguna obligación importantísima. Dándose cuenta de que, por mucho que se esforzara en exponer sus razones éstas no eran escuchadas, el Señor d’Hautpoul, visiblemente incómodo, optó por dar por terminada su exposición. Como si estuviera considerando detenidamente aquella proposición, mi tutor se tomó su tiempo antes de responder con un lacónico: —«Tenga por seguro, señor Marqués, que tanto mi sobrina Marie como yo mismo tomaremos muy en consideración su oferta de matrimonio. En breve recibirá noticias nuestras en uno u otro sentido». Unas noticias que jamás se produjeron, ya que excuso decir que mi tío se olvidó del asunto tan pronto como el marqués cerró la puerta tras sí. Pero las cosas habían cambiado con el descubrimiento del crimen y su condena al exilio. En aquellos momentos, ante la certeza de que ya no podría seguir dilapidando lo poco que quedaba del Señorío de Niort y otras propiedades que no había conseguido vender a causa de aquella cláusula del testamento de mi padre, dejó atrás todo rastro de moralidad que un día pudiera haber tenido y, tragándose su orgullo, tuvo a bien entrevistarse de nuevo con el Señor de Rennes consintiendo en que el matrimonio se celebrase, a cambio de una generosa suma de dinero que le permitiera establecerse en España para seguir disfrutando de su vida bohemia y disoluta todo el tiempo que le fuera posible. Los acuerdos matrimoniales se firmaron inmediatamente en el Château Niort y a finales del mismo año me convertí oficialmente en Mme. la Marquise Marie de Nègre d’Ablés, Señora de Hautpoul, d’Auxillon y de Blanchefort, a la edad de 18 años. En el mismo documento mi esposo recuperaba el título de Marqués de Blanchefort que, aún formando parte de mi dote, había caído en desuso. Anexionó a sus dominios mis Señoríos de Niort y Roquefeuil y las vastas propiedades que había recibido de mi madre en Mèríal y Fontanés, con canales de regadío y granjas en régimen de cesión a arrendatarios que aún generaban beneficios excelentes. Tres días más tarde se celebró el matrimonio católico en la capilla familiar de Niort. Un batir desordenado de tambores se amparaba bajo el raso de mi traje nupcial mientras accedía ante Dios y ante los hombres a entregarme a un esposo que hubiera podido ser mi padre. Estaban muy claros los motivos que me habían llevado a dar aquel paso; demasiado lejos de mi mayoría de edad y sin más opción que aquella o la de algún claustro decadente, había dado mi consentimiento a unas nupcias que a mí se me antojaban una transacción comercial entre dos hombres con los que yo no creía tener nada en común. Tal vez por eso, mientras unos minutos antes avanzaba hacia el altar con paso inseguro del brazo de mi tío y ex tutor François de Montroux, pensaba con tristeza que debía ser la única novia de la nobleza que, en lugar de aportar una dote a su futuro esposo, había sido comprada como se compra una res en un mercado. Pero, ¿qué había movido al hombre que me esperaba ante el altar, haciendo gala de una tranquilidad absoluta, a pedir mi mano primero y a aceptar las condiciones de mi tío unos meses después? Sin duda no había sido por un interés económico. Cierto que las posesiones que mi tío no había podido vender daban buenas rentas, pero estaban tan cargadas de deudas que habrían de pasar lustros antes de que estuvieran libres de cargas. ¿Sería, tal vez, por el deseo insano de que una muchacha joven le calentara el lecho? Aquel pensamiento, que me revolvió el estómago, dejó paso a la certidumbre de que si el señor d’Hautpoul y Rennes hubiera querido, no le habrían faltado muchachas de buena familia dispuestas a todo con tal de no quedarse solteras. ¿Y entonces, qué era lo que movía el interés de aquel hombre hacia mí? Eso pensaba mientras asentía maquinalmente a las clásicas preguntas del párroco, mientras contemplaba de cerca de quien se estaba convirtiendo en mi esposo ante Dios y ante la ley, hasta que la guadaña fatal viniera a liberarnos. François d’Hautpol era alto, fuerte y no mal parecido para su edad. Su levita impecable, su inmaculada gorguera de encaje, sus botines lustrados, el pelo empolvado, la barba perfectamente atusada y aquel porte impecable le daban un aire magnífico; pero era veintiséis años mayor que yo. Tenía, pues, cuarenta y cuatro años en aquel momento y a mí me parecía terriblemente viejo. El viaje desde Niort hasta Rennes no es largo, pero el paisaje en el mes de noviembre siempre me ha parecido desolador. Perdidos los insinuantes tonos del otoño, con los árboles desnudos y un viento cruel azotando el paisaje, mentiría si no dijese que me sobrecogió la llegada a la impresionante mansión que ha sido mi hogar hasta hoy. Rennes-le-Château es una villa acurrucada sobre la cumbre de un pico desde el que se domina todo el valle. Cuenta con apenas una veintena de viviendas familiares agrupadas alrededor de la casa solariega. Sus ocupantes son en su mayoría granjeros que cuidan de los campos de labor del Señorío, situados ladera abajo. Debe su nombre al antiguo Château de los Marqueses de Hautpoul, edificado entre los siglos IX y XIII sobre Redhae, un antiguo bastión romano. Destruido durante la Cruzada Albigense, de lo que fue el antiguo castillo sólo se conserva el oratorio que ocupa el espacio de un antiguo templo a la diosa Isis. En nuestros días, aunque muy modificada, la antigua capilla del castillo se ha convertido en iglesia parroquial de la villa. Aunque el linaje de la Casa d'Hautpoul es uno de los más antiguos de la nobleza del Languedoc, mi nueva residencia resultaba ser bastante más pequeña y más fácil de dirigir que el castillo señorial de los Niort, donde había vivido hasta entonces. Cuatro torres de defensa, una circular y las otras tres cuadradas, protegen una casona de planta rectangular repartida alrededor de un patio central. El conjunto es sobrio y lóbrego como todos sus habitantes. Sus únicos adornos: el escudo condal con los seis gallos repartidos sobre un campo de oro y separados en grupos de tres, dos y uno por dos bandas grana; encima del escudo, el Sello de Salomón y sobre la puerta de entrada, doce piedras representando los doce apóstoles o, dudé, tal vez a las doce casas celestiales. Todavía hoy, después de tantos años, el edificio sigue conservando ese aspecto lúgubre que imprime su huella en el ánimo sensible, como si los fantasmas de sus antiguos moradores aún vagaran por los rincones esperando el momento preciso para Dios sabe qué. Incluso la servidumbre me pareció sombría. Un ama de llaves que rayaba los cincuenta murmuró entre dientes un «Bienvenida, Señora» en un tono que agrió la leche en las ubres de las vacas. Una muchachita de aire tímido, pálida y delgada, parecía querer esconderse tras las voluminosas carnes de su jefa, una cocinera loca que se pasaba el día entero conversando animadamente con sus marmitas y lanzando toda clase de exabruptos a su aterrorizada ayudante. Tres doncellas de mejillas coloreadas por el frío que ensayaron sin demasiado éxito una media genuflexión, un mayordomo si es posible más amargado que la gobernanta, dos palafreneros y un cochero completaban el servicio. Durante la cena apenas si pude probar bocado pensando en que aquella sería mi primera noche en la casa y en la cama de mi esposo. Contemplándome fijamente desde el otro extremo de la mesa, Francis engullía con deleite uno de sus platos favoritos, un jugoso Poulet à la Crème, mientras yo jugueteaba con la comida, moviéndola de un lado a otro del plato, absolutamente aterrorizada por la idea de compartir cama con él. Una hora más tarde y de pié junto al lecho conyugal esperaba su llegada temblando de pies a cabeza, enfundada en un sensual camisón de seda con encajes y pedrería adornando las mangas y el escote, probablemente elegido por alguna de las amantes de mi tío. Sobre el camisón, una insulsa bata de cama de innumerables botones, cuidadosamente abrochados hasta el cuello, ocultaba el tacto sensual de la seda. Miré a mi alrededor, intentando vencer el miedo y el nudo que me atenazaba la garganta. Las mesillas de noche tenían encendidos sus quinqués, el lecho estaba dispuesto y un momento antes se habían retirado los calientacamas. En un rincón, sobre una mesita auxiliar, el servicio había dispuesto una botella del mejor Blanquette de la bodega, dos copas y un ligero tentempié. Pero cuando la puerta se abrió por fin, François o más bien Francis, como él me pidió que le llamara en adelante, sonrió con dulzura, se dirigió a su secreter, tomó de él un libro de lectura, encendió su pipa y se sentó tranquilamente en un sillón junto a la cama y, arrebujándose en su batín, se tapó las piernas con un cobertor de lana gruesa. —Duerme —me dijo—. Ha sido un día muy largo y estarás cansada. Obedecí y apagué el quinqué de mi mesita, metiéndome en la cama todavía tibia por efecto del calientacamas, sin quitarme la bata y dispuesta a pretextar un frío que no sentía. Estuve un buen rato fingiendo dormir, hasta que escuché sus pasos por la estancia y me di cuenta que estaba apagando las velas de la mesa auxiliar y las de un candelabro que había sobre el tocador. Temblé de nuevo cuando, finalmente, se extinguió la luz del quinqué de su mesilla. La habitación había quedado completamente a oscuras y escuche el rumor de las ropas de cama al deslizarse y el crujido de las tablas bajo su peso. Esperé con el alma en vilo, pero ni siquiera hizo ademán de aproximarse a mí. Francís esperaría, con infinita paciencia, a que yo estuviera preparada para recibirle. Había dejado bajo mi responsabilidad el control de toda la casa y del servicio, con una sola excepción: una puerta en el pasillo que une la cocina con el gran comedor de la planta baja, estaba permanentemente cerrada con llave. El panorama no era precisamente idílico, pero hice un esfuerzo por sobreponerme y cumplir con mis deberes de esposa y de castellana. Todas las noches, después de cenar y mantener un ligero cambio de impresiones sobre diversas cuestiones relacionadas con la casa o el servicio, nos retirábamos a descansar e invariablemente se repetía la misma escena. La única diferencia era que, después de aquel primer día, al apagar las luces del dormitorio él abandonaba la estancia conyugal para dirigirse a sus habitaciones privadas. Y una noche, al cabo de casi un mes, yo le pedí que se quedara. No puedo decir que le deseara, ni tampoco que le haya amado; pero era gentil, educado y los años me enseñaron a respetarle. Quedé inmediatamente encinta y mi hija mayor, Marie d’Aussillon, nació diez meses después de la boda. La llegada de aquel bebé, sus risas y sus llantos llenaron las salas tanto tiempo inertes, desterrando los lúgubres fantasmas del silencio que las habían habitado hasta entonces. También mi alma se llenó con ellas, sintiendo que mi vida, por fin, tenía una razón de ser. Pero aquella niña había sido tanto una bendición como una decepción para su padre quien, a pesar de adorarla tanto o más que yo, había deseado ardientemente el nacimiento de un varón que perpetuara la línea familiar de los Hautpoul de Rennes. Al cabo de poco más de un año, un nuevo embarazo devolvió la esperanza a mi esposo, esperanza que quedó nuevamente truncada con el nacimiento de la segunda de nuestras hijas, Marie-Anne Elizabeth de Rennes, que vino al mundo a mediados de 1735. Muy pronto descubrí que mi esposo pertenecía una Sociedad Secreta de la que era, si no el único, uno de sus principales dirigentes. En un principio, quizá influida por el Sello de Salomón que aparece grabado en las paredes de la casona y sobre la cabecera de nuestro lecho matrimonial, sospeché que pudiera tratarse de alguna rama de la Orden del Temple. Sus miembros solían reunirse, periódicamente la mayoría de las veces, en algún lugar del inmenso subterráneo al que yo, aún siendo la castellana, no tenía acceso. En ocasiones y por motivos que ignoro, las logias tenían lugar en otras mansiones vecinas. Pero nunca descubrí ni la naturaleza de tales encuentros, ni el nombre de la misteriosa Orden. Francis deseaba un heredero que perpetuara su línea de primogenitura y vio cumplidos sus deseos dos años más tarde con el nacimiento de nuestro hijo Joseph. La descendencia de los Hautpoul parecía asegurada y el castillo entero estaba de fiesta. Inmediatamente, mis dos hijas pasaron a ocupar un lugar secundario en la familia y, mientras Joseph se criaba atendido por una nodriza, yo volví a quedar encinta. Tal vez por eso o por el exceso de cuidados, lo cierto es que cuando me advirtieron que el niño estaba enfermo, era ya demasiado tarde. Jamás podré olvidar aquella madrugada de marzo de 1.739. La habitación, en penumbra desde hacía varios días, respiraba el aire enrarecido por la falta de ventilación y las demasiadas candelas que ardían alrededor del lecho de mi hijo, que ese mismo día cumplía dieciocho meses. Fuera hacía frío, pero abrí una de las ventanas de par en par y la claridad de la luna, reflejándose en la nieve caída el día anterior, inundó la habitación. Joseph había pasado la noche devorado por la fiebre, sin poder sentir siquiera que era yo quien le acunaba entre mis brazos temiendo perderle a cada instante y sin fuerzas para llorar. La llegada de la aurora cambió la fría luz lunar que momentos antes entraba por la ventana por un tenue resplandor dorado. Aquella luz incierta era, sin embargo, suficiente para reconocer la llegada imperturbable de la muerte, que se llevó con ella la noche y la vida de mi hijo. Miré al cielo en un vano intento de verle partir y, como respuesta a mi plegaria muda, todo el paisaje se inundó de una serena claridad que tiñó de rosa la sábana con la que una mano piadosa acababa de cubrir su pequeño rostro inexpresivo. Dicen que cuando una vida se va, otra viene a sustituirla, pero faltaban más de dos meses para el nuevo alumbramiento y el destino se burlaba de mí quitándome lo que mi esposo más ansiaba: nuestro único hijo varón hasta el momento. La noticia del fallecimiento corrió como la pólvora por toda la región y aún más allá. Aquella misma tarde la casa se llenó de flores, de vecinos y de amigos, de trajes enlutados, de condolencias fingidas, de frases hechas. Palabras vacías pronunciadas en un tono de falso dolor, expresiones carentes de sentido porque en estos casos nadie sabe muy bien qué decir, ni qué gesto es el adecuado. Los nobles de la comarca, la mayoría de ellos totalmente desconocidos para mí, los miembros de la Orden de Francís y sus esposas, todas vestidas de negro de la cabeza a los pies, llegaron para ofrecer su consuelo, sin saber que no hay consuelo para la muerte de un hijo. Mujeres en su mayoría felices en apariencia, con esposos bien situados, hijos vivos e incluso nietos revoltosos. Algunas llegaban acompañadas de sus hijas e incluso de sus nietas mayores; otras ni siquiera podían imaginar lo que se siente por un hijo porque, o no habían conseguido tenerlos, o no tenían marido. Soporté estoicamente sus abrazos, sus palabras llenas de conmiseración que llegaban a mis oídos envueltas en una especie de neblina, como en un sueño extraño, una pesadilla de la que temía despertar por si la realidad fuera aún más dolorosa. La noche llegó preñada de oscuridad, de láudano y café negro, de comentarios insulsos, de cuchicheos extravagantes, de falsos llantos… un velatorio eterno, interminable, terriblemente doloroso. —Dicen que ella ni siquiera sabía que su hijo estaba enfermo hasta que ya era demasiado tarde —comentaba en voz no suficientemente baja una dama de nariz aguileña y aire altivo, mirándome con desprecio por encima de sus quevedos de oro. Su interlocutora, no menos arrogante y encopetada, movía la cabeza con desaprobación mientras intentaba sin demasiado éxito reprimir una sonrisa maliciosa. —Una madre no debería sobrevivir a su hijo. Es antinatural —decía otra, con acento fingidamente dolorido. Cuando los compañeros de mi esposo levantaron el pequeño ataúd con los restos de mi hijo, sentí como algo se desgarraba en mi interior, como si una parte de mí misma muriera y se fuera con él, dondequiera que estuviera. Las normas que no permiten a las mujeres, especialmente a las madres, acompañar a sus difuntos mientras son exhumados, deberían abolirse. Y mientras contemplaba desde la ventana como era depositado en el panteón familiar, intentaba inútilmente consolarme con el pensamiento de que otro hijo, tal vez el alma del mismo Joseph, se hacía fuerte en mi vientre. Pero las noches en vela, la desesperada y estéril lucha contra la Parca y el dolor de la pérdida habían hecho mella en mi salud. El parto se adelantó y tres semanas más tarde di a luz a la tercera de mis hijas: Marie-Gabrielle de Blanchefort. Fue un parto largo y difícil con el que la línea de primogenitura masculina de los Hautpoul de Rennes se extinguió para siempre junto con mis esperanzas de volver a ser madre. La muerte de Joseph me había afectado tan profundamente que no dejé que nadie se ocupara de Gabrielle. No me apartaba ni un solo instante del lado de su cuna, temiendo a cada momento que enfermara o que dejara de respirar. Preocupada hasta el extremo, seguí vigilándola mientras crecía, controlando cada uno de sus movimientos pero incapaz, igual que su padre, de negarme a uno sólo de sus caprichos… *** «Son recuerdos —pensé, todavía de pie frente a la ventana—; sólo recuerdos». De pronto una luz cegadora rasgó un cielo de plomo que había perdido su luminosidad y en pocos segundos el fragor de un trueno me devolvió a la realidad. Sólo entonces fui consciente de que las gotas que momentos antes dibujaban trazos de agua en el cristal no habían sido más que mis propias lágrimas. Ahogadas por la tormenta y la distancia, las voces masculinas llegaban hasta el salón como acordes de una música furiosa que enrarecía el ambiente. Sonidos carentes de sentido, murmullos incomprensibles, rumor de pasos, fragmentos de frases airadas que no alcancé a comprender, caballeros que salían sin despedirse. La reunión de la Logia acababa de finalizar. Sequé mi rostro casi sin tiempo y volví la cabeza hacia Elizabeth que, silenciosa y sentada en el extremo opuesto del salón, había levantado la vista de su labor. En apenas unos segundos la puerta se abrió para dar paso a un Francis desencajado que hundió su irritación en su sillón favorito frente a la chimenea, bajo un retrato al óleo de mi madre que parecía querer tranquilizarme con la mirada. En silencio, mi hija y yo intercambiamos una seña, discretamente. Era el momento de abandonar la sala.
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