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viernes, 18 de noviembre de 2016

LOS ORÁCULOS GRIEGOS (Dodona)

Dodona había dejado de ser la capital de Epeiros desde que mi hermano Aléxandros desplazara la corte a Buthroton. Su famoso Oráculo es tan prestigioso como el de Delfos y el más antiguo de toda la Hélade. Desde la falda del monte Tomaro, las tres Sellai de Zeus Naios dan respuesta a las gentes sencillas del lugar y a romeros de las cercanías o de zonas remotas del norte.
Durante siglos las aguas siempre iguales y sin embargo siempre distintas del caudaloso Aqueloo han pasado de puntillas junto al Santuario, que cada anochecer contempla el silencioso vuelo de los caballos alados de Zeus que acuden a sus orillas para apagar su sed. Es entonces cuando el trote de los poderosos centauros hace temblar la tierra antes hollada por las pezuñas del pícaro Pan persiguiendo ninfas entre el follaje.
Cerca ya de la región del Pindo, el silencioso planear de un águila sobre nuestras cabezas señaló la aquiescencia del Padre de los Dioses. Era la primera vez que mi hijo Aléxandros visitaba el Santuario; Zeus estaba satisfecho.
La tapia amurallada que protege el Santuario y el Roble oracular con su fuente sagrada, se destacó de pronto entre el verde lujuriante del paisaje.
Los heles descalzos de pies nunca lavados nos franquearon la entrada al recinto amurallado. En el centro, junto al viejo Roble Sagrado que hace las veces de palomar, se alza el témenos de Zeus Naios, el dios uranio de los cielos y del monte Tomaros.
Mucho antes que el Rey de los Dioses, dos diosas ctónicas habían elegido aquellas montañas como residencia: Temis, esposa de Zeus, y Dione Naia, su amante, habían sido las primeras en hablar a los hombres a través del rumor de las hojas del Roble Sagrado y del zureo de las palomas; y el poderoso Zeus se unió a ellas para ampliar la lectura profética a los ecos sonoros que el viento consigue al hacer golpear las cadenas que, en otros tiempos no tan lejanos, pendían de las ramas del roble sobre los calderos.
Zeus Naios y sus dos compañeras paredras, Temis y Dione, la diosa de la vegetación relacionada con las raíces del Gran Roble, profetizan por boca de sus sacerdotisas. Juntos acogen las preguntas que humildes y grandes les formulan, grabadas por los heles sobre láminas de plomo e interpretadas por una de las tres Hai Peléiades o Sellai.
Una vez que hubimos abonado la suma correspondiente al pelanos, los heles sacrificaron una cabra blanca al río Aqueloo, no sin antes introducirla en la corriente. El animal, completamente sumergido en el agua helada que baja de la cordillera, temblaba de frío y de miedo, una señal inequívoca de que nuestra consulta había sido aceptada por los dioses.
Sólo entonces penetramos en la Hiéra Oikia, situada junto al Roble Sagrado, entre los contiguos templetes de Dione y Temis. Atravesamos el templo sorteando la fila de peregrinos que esperaban ordenadamente su turno desde el alba. Como personajes pertenecientes a la realeza, gozábamos de derecho de prioridad para penetrar en el oikós, la sala vecina al adyton donde más tarde la peléiade habría de trasladar a los heles la respuesta de los dioses. Escrito sobre plomo, el testimonio de la merced divina podría ser conservado para siempre.
Una mujer joven, delgada y de aspecto anodino, atravesó el recinto sin detenerse ni sentarse en ninguno de los bancos del oikós. Con la mirada ausente, continuó su camino. Era la más joven de las hai peléiades. El país entero dependía de las palabras que surgían de sus labios y, paradojas de los dioses, la que compartía los secretos de Zeus no era más que una pobre campesina sin más cultura ni meritos que los de haber consagrado su virginidad al Rey del Olympo.
Venía de realizar su ritual preparatorio; purificada en las gélidas aguas del río, se acercó hasta la imagen de Zeus Dodoniense que preside el Templo rayo en mano, mientras que con la otra sujeta un  báculo sobre el que se posa un águila real. Impasible, la Sella tomó del altar algunas hojas de laurel y harina de cebada y caminó con paso lento y ceremonioso hasta el exterior.
Bajo el sol de Dodona, el Roble Sagrado la esperaba inalterable, extendiendo sus poderosas raíces junto a la fuente. Sus ramas de mil ojos verdes parecían mirarla con curiosidad, dando sombra al efebo de bronce que sujeta un látigo con tres cadenas de astrágalos.
 Ella se inclinó para tomar un poco de agua de la fuente en el cuenco de su mano y bebió. Luego, con la cabeza echada hacia atrás, trepó ágilmente sobre el alto trípode que sustenta el caldero de cobre colocado frente a la estatua del efebo. Envuelta en una red de tiras de lana blanca agitadas por la brisa, con el rostro inclinado hacia el caldero que tenía a sus pies, masticaba lentamente las hojas de laurel y la harina de cebada parasitada.
Bajo el dominio total de Zeus, la manía se apoderó de ella. Fuera de sí, con el cuerpo agitado por temblores y convulsiones, fragmentos de frases escapaban entre escalofríos de sus labios cuajados de espuma, para ir a caer junto al trípode y ser recogidos por heles ávidos de las palabras del dios que, armados con tablillas de plomo y estiletes, habrían de convertirlas en versos coherentes.
En pleno éxtasis alucinatorio, la Sella danzaba peligrosamente sin bajar del pedestal. Su misión había finalizado y los heles se retiraban.
De mi libro "Apenas una Clepsidra", sobre la vida de Olimpia de Épiro, la madre de Alejandro Magno.

***
El roble parlante de Dodona fue el oráculo más antiguo que existió en Grecia.
Al principio y durante muchos siglos se consagraron doncellas vírgenes al servicio del oráculo. Se las llamaban pitias o sellai (de sella, en singular). Eligieron mujeres para esta función por su naturaleza más sensible y emocional, que reaccionaba más rápidamente al efecto de las drogas que consumían.
Aunque es imposible remontarnos a los orígenes de la costumbre oracular, se sabe que muchas de las cuevas y grietas que los griegos destinaron a los oráculos ya eran sagrados mucho antes de que comenzara la cultura griega.


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