Dodona había dejado de ser la
capital de Epeiros desde que mi hermano Aléxandros desplazara la corte a
Buthroton. Su famoso Oráculo es tan prestigioso como el de Delfos y el más
antiguo de toda la Hélade. Desde
la falda del monte Tomaro, las tres Sellai
de Zeus Naios dan respuesta a las gentes sencillas del lugar y a romeros de las
cercanías o de zonas remotas del norte.
Durante siglos las aguas siempre
iguales y sin embargo siempre distintas del caudaloso Aqueloo han pasado de
puntillas junto al Santuario, que cada anochecer contempla el silencioso vuelo
de los caballos alados de Zeus que acuden a sus orillas para apagar su sed. Es
entonces cuando el trote de los poderosos centauros hace temblar la tierra
antes hollada por las pezuñas del pícaro Pan persiguiendo ninfas entre el follaje.
Cerca ya de la región del Pindo,
el silencioso planear de un águila sobre nuestras cabezas señaló la
aquiescencia del Padre de los Dioses. Era la primera vez que mi hijo Aléxandros
visitaba el Santuario; Zeus estaba satisfecho.
La tapia amurallada que protege
el Santuario y el Roble oracular con su fuente sagrada, se destacó de pronto
entre el verde lujuriante del paisaje.
Los heles descalzos de pies nunca lavados nos franquearon la entrada al
recinto amurallado. En el centro, junto al viejo Roble Sagrado que hace las
veces de palomar, se alza el témenos
de Zeus Naios, el dios uranio de los cielos y del monte Tomaros.
Mucho antes que el Rey de los
Dioses, dos diosas ctónicas habían elegido aquellas montañas como residencia:
Temis, esposa de Zeus, y Dione Naia, su amante, habían sido las primeras en
hablar a los hombres a través del rumor de las hojas del Roble Sagrado y del
zureo de las palomas; y el poderoso Zeus se unió a ellas para ampliar la
lectura profética a los ecos sonoros que el viento consigue al hacer golpear
las cadenas que, en otros tiempos no tan lejanos, pendían de las ramas del
roble sobre los calderos.
Zeus Naios y sus dos compañeras paredras, Temis y Dione, la diosa de la
vegetación relacionada con las raíces del Gran Roble, profetizan por boca de
sus sacerdotisas. Juntos acogen las preguntas que humildes y grandes les
formulan, grabadas por los heles sobre láminas de plomo e interpretadas por una
de las tres Hai Peléiades o Sellai.
Una vez que hubimos abonado la
suma correspondiente al pelanos, los heles sacrificaron una cabra blanca al
río Aqueloo, no sin antes introducirla en la corriente. El animal,
completamente sumergido en el agua helada que baja de la cordillera, temblaba
de frío y de miedo, una señal inequívoca de que nuestra consulta había sido
aceptada por los dioses.
Sólo entonces penetramos en la Hiéra Oikia , situada junto al Roble Sagrado, entre los
contiguos templetes de Dione y Temis. Atravesamos el templo sorteando la
fila de peregrinos que esperaban ordenadamente su turno desde el alba. Como
personajes pertenecientes a la realeza, gozábamos de derecho de prioridad para
penetrar en el oikós, la sala vecina
al adyton donde más tarde la peléiade habría de trasladar a los heles la respuesta de los dioses.
Escrito sobre plomo, el testimonio de la merced divina podría ser conservado
para siempre.
Una mujer joven, delgada y de
aspecto anodino, atravesó el recinto sin detenerse ni sentarse en ninguno de
los bancos del oikós. Con la mirada
ausente, continuó su camino. Era la más joven de las hai peléiades. El país entero dependía de las palabras que surgían
de sus labios y, paradojas de los dioses, la que compartía los secretos de Zeus
no era más que una pobre campesina sin más cultura ni meritos que los de haber
consagrado su virginidad al Rey del Olympo.
Venía de realizar su ritual
preparatorio; purificada en las gélidas aguas del río, se acercó hasta la
imagen de Zeus Dodoniense que preside el Templo rayo en mano, mientras que con
la otra sujeta un báculo sobre el que se
posa un águila real. Impasible, la
Sella tomó del
altar algunas hojas de laurel y harina de cebada y caminó con paso lento y
ceremonioso hasta el exterior.
Bajo el sol de Dodona, el Roble
Sagrado la esperaba inalterable,
extendiendo sus poderosas raíces junto a la fuente. Sus ramas de mil ojos
verdes parecían mirarla con curiosidad, dando sombra al efebo de bronce que sujeta un látigo con tres cadenas de
astrágalos.
Ella se inclinó para tomar un poco de agua de
la fuente en el cuenco de su mano y bebió. Luego, con la cabeza echada hacia
atrás, trepó ágilmente sobre el alto trípode que sustenta el caldero de cobre
colocado frente a la estatua del efebo.
Envuelta en una red de tiras de lana blanca agitadas por la brisa, con el
rostro inclinado hacia el caldero que tenía a sus pies, masticaba lentamente
las hojas de laurel y la harina de cebada parasitada.
Bajo el dominio total de Zeus, la
manía se apoderó de ella. Fuera de
sí, con el cuerpo agitado por temblores y convulsiones, fragmentos de frases
escapaban entre escalofríos de sus labios cuajados de espuma, para ir a caer
junto al trípode y ser recogidos por heles
ávidos de las palabras del dios que, armados con tablillas de plomo y
estiletes, habrían de convertirlas en versos coherentes.
En pleno éxtasis alucinatorio, la Sella
danzaba peligrosamente sin bajar del pedestal. Su misión había finalizado y los
heles se retiraban.
De mi libro "Apenas una Clepsidra", sobre la vida de Olimpia de Épiro, la madre de Alejandro Magno.
***
El roble parlante de Dodona fue el oráculo más antiguo que existió en Grecia.
Al principio y durante muchos siglos se consagraron doncellas vírgenes al servicio del oráculo. Se las llamaban pitias o sellai (de sella, en singular). Eligieron mujeres para esta función por su naturaleza más sensible y emocional, que reaccionaba más rápidamente al efecto de las drogas que consumían.
Aunque es imposible remontarnos a los orígenes de la costumbre oracular, se sabe que muchas de las cuevas y grietas que los griegos destinaron a los oráculos ya eran sagrados mucho antes de que comenzara la cultura griega.
No hay comentarios:
Publicar un comentario