Cuando Aléxandros ocupó el
peñón, encontró en él a sus defensores con sus familias y, en las estancias
reales, a la esposa de Oxiartes con sus hijas.
Cuatro pares de ojos le miraban
asustados bajo el cendal.
—¿Dónde está Oxiartes? —les
preguntó.
Por toda respuesta, las mujeres
se agruparon atemorizadas. Todas menos una, que avanzó resueltamente hacia él.
—Mi padre no está aquí. Sólo nos
trajo para protegernos.
La voz era la de una niña y
Aléxandros, fascinado por su ingenua valentía, le levantó el velo.
Parecía acabada de emerger de la
espuma marina; Afrodita humana, prendía en sus ojos la mirada dulce de Aurora,
la sabiduría de Atenea, la intrepidez de Artemisa y el encanto de todas las Cárites. Como si todas las diosas se
hubieran reunido en una sola mujer perfecta hecha para él, Aléxandros se quedó
sin palabras, temiendo romper el silencio de aquel momento mágico, los ojos
prendidos en la negrura sin fin de los de ella, llenos de promesas y de futuro.
—Soy Roxana, hija de Oxiartes.
La armonía de aquella voz llenó
de notas encantadas el espacio que les separaba. El mundo entero desapareció
mientras ellos giraban en una espiral fantástica de luces, arpegios y destellos
de oro.
Preso ya de su embrujo para
siempre, sólo acertó a repetir su nombre:
—Roxana…
—En nuestra lengua significa
pequeña estrella.
—Jamás un nombre fue tan
apropiado.
—Aléxandros de Macedonia,
supongo.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis, ¿y tú?
—Veintinueve —respondió,
extasiado ante el desparpajo de la joven.
—Entonces ya es hora de que
engendres un sucesor.
—Ya tengo un hijo con Barsine.
—Barsine no es tu esposa.
—No. Me casé con Estatira, la
hija de Darío.
—Estatira no tiene hijos. Yo te
daré un Heredero.
De "Llamadme Olympia"
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