Todos los días daba gracias al Dios Único por
haberme permitido conocer el corazón de aquel ser maravilloso que alimentaba mi
espíritu con sus palabras. Él
madrugaba para enseñarme y yo ponía toda mi atención en asimilar sus
enseñanzas. Juntos saludábamos al sol cada mañana y juntos le despedíamos
al llegar el ocaso con versos entresacados del Canto a Amón-Ra que habían
compuesto, un tiempo atrás, los Arquitectos Reales Swty y Hor:
—Bello es tu aparecer en el
horizonte del cielo, cuando tú te alzas por el oriente lejano, llenando todos
los países con tu belleza. Grande y brillante te ven todos en las alturas; tus
rayos abarcan toda tu Creación, porque eres Ra y por ello lo alcanzas todo y
dominas todas las tierras para tus amados hijos. Aunque estás lejano, tus rayos
llegan a la tierra; aunque bañas los rostros, nadie conoce tus designios.
Igual
que yo, el Heredero también gustaba de confundirse con el pueblo en las plazas
y mercados; pero a mí me agradaba especialmente pasear con él por los extensos jardines
de la Casa Kheneret y comprobar
su inmenso amor por la naturaleza y por todas las cosas vivas.
—Él protege con sus rayos a todas
sus criaturas, Nefertiti —solía decirme—, porque se ha construido a Sí mismo con sus propias manos y sin
artesano.
Fue también por aquel tiempo cuando conocí a
Horemheb; dos, o tal vez tres días después de la celebración. Había venido
buscando a mi futuro esposo, como hacía usualmente: con aquel desparpajo que le
era tan propio, luciendo como única indumentaria un shenti corto anudado a la cintura y con los pies descalzos.
—¡Por fin te encuentro, truhán! Ahora me
explico por qué andas perdido: tu futura esposa lo merece —dicho esto se
inclinó profundamente ante mí.
—No eres más que un facineroso conquistador
de doncellas incautas, Horemheb —bromeó Amenhotep—. Y, sin embargo, te amo.
Ambos reían y se abrazaban, pero yo no podía
evitar sentirme extrañamente alterada por la presencia de aquel muchacho con
ademanes de hombre.
Teniendo a ambos tan cerca, podía apreciar
mejor las diferencias entre ellos y la delicada fragilidad de Amenhotep se
hacía mucho más patente junto a la varonil rudeza de su amigo de la infancia.
—Si supieras cuanto he disfrutado escuchando
las majaderías de este bruto, te asombrarías, amada. Pero lo cierto es que ya
no sabría vivir sin él.
—Ni yo sin ti, principito —solía llamar así
al Heredero porque sabía que con ese apelativo le hacía rabiar—. Pero ya veo
que he perdido al amigo en brazos de una mujer. ¡Quien lo hubiera dicho!
—No me has perdido, Horemheb, sino al
contrario: ahora tus amigos somos dos. ¿No es cierto Nefertiti?
—Ciertamente, mérit —balbuceé confundida, utilizando por primera vez aquella
expresión de cariño.
—¡Ah, pero yo no sé si sabré tener como amiga
a la mujer más bella de la tierra!
—Exageras —dije, recuperando parte de mi
aplomo—. Si en verdad aprecias a mi futuro esposo, Horemheb, sabrás tenerme el
respeto que, como amigo y Príncipe del Imperio, él te merece.
—Tu sabiduría corre pareja con tu hermosura,
Señora.
De nuevo se inclinó ante mí con una sonrisa
que me taladró el corazón. Luego se volvió hacia Amenhotep, riendo:
—¡Has sabido elegir bien, tunante! Ojalá sepa
yo hacer lo mismo.
—Tú nunca te desposarás, sabandija entrenada
para la guerra.
—Tal vez los dioses permitan que encuentre
una mujer digna de ser amada.
—¡Ya ves, mérit!
Éste es mi mejor amigo y el peor infiel del reino. Sigue adorando a los falsos dioses
a pesar de lo mucho que hemos hablado.
—Mi única religión es la espada, Amenhotep; y
ésta estará siempre a tu servicio.
Horemheb clavó sus ojos en los míos y yo
sentí un escalofrío recorriendo mi columna vertebral.
—Y desde ahora al tuyo, Nefertiti.
Yo compartía mi tiempo entre los preparativos
de mi ajuar como futura esposa del Heredero, las terminantes instrucciones de la Reina sobre mi
comportamiento como esposa de su hijo y mis interminables charlas con
Amenhotep. Casi todas las tardes, Horemheb se reunía con nosotros y algunas
veces lo hacían también sus compañeros Bek y May.
La presencia del amigo de mi futuro esposo,
más que incomodarme, me llenaba de inquietud. Había entre ellos una camaradería
extraña, desigual.
Amenhotep solía repetirle cuánto le amaba y
Horemheb le correspondía de igual forma, pero en el fondo de mi corazón yo
presentía algo funesto. Sin embargo, cuando los dos estaban juntos, podía
percibirse entre ellos tanto cariño que hubiera sido completamente incapaz de
intentar separarles o de advertir al Heredero de mis temores. Me sentía extraña
entre ellos dos, como si fuera ilícito perturbar de aquella profunda amistad de
la infancia con mi presencia.
Con el paso de los días, la sonrisa de
Horemheb se había ido abriendo paso en mi corazón y llegué a pensar que podía
considerarlo también mi amigo. Y, sin embargo, me trastornaba la mirada de
aquellos ojos oscuros como un pozo sin fondo y aquel olor de su cuerpo que, al
acercarse, provocaba en mí una extraña desazón semejante a la que había sentido
durante mi danza, el primer día que acudí a la
Gran Casa.
Un día, mientras los tres paseábamos junto al
río, Horemheb se refirió a ella.
—El día que apareciste en la
Gran Casa y danzaste para este loco devoto
de un único dios, que los dioses confundan por la suerte que ha tenido al
encontrarte, toda la sala enmudeció de asombro. Tu danza fue sensual y a la vez
elegante, solamente superada por la belleza de tu cuerpo y de tu rostro.
—Celebro que supieras apreciarla.
—Creo que jamás la olvidaré; y dudo que nadie
de los presentes lo haga. «La más bella entre las bellas…» Bonito nombre y muy
acertado, NeferneferuRa Nefertiti.
Amenhotep escuchaba nuestra conversación con
una sonrisa en los labios y, lejos de mostrarse molesto por la alusión, parecía
estar complacido con ella.
Llegó el día de los Acuerdos Matrimoniales,
como llegan todas las cosas: sin que apenas nos diéramos cuenta. Jamás cuarenta
días con sus noches han pasado tan rápidamente; el tiempo había volado sobre
nuestras cabezas con la celeridad de un halcón en celo.
La sencilla ceremonia de esponsales dio paso al
más fastuoso banquete que han contemplado los Millones de Años. Para mayor
gloria de Tiyi, debo reconocer que supo organizar unos festejos que se
recordarán más allá del tiempo.
Durante tres días, el país entero fue una
fiesta. Hebenets del exquisito vino
de las riberas del Firat y dés del mejor seremet corrían como el agua en la
Gran Casa , mientras que las reses
sacrificadas en los principales templos del país para invocar la protección de
Amón sobre el Heredero y su Esposa, eran distribuidas entre la población junto
con medidas de cebada blanca para hacer pan y el heneket prometido por nuestro Faraón. Era su real deseo que todos sus
súbditos pudieran celebrar el magno acontecimiento elevando sus corazones a la
salud, vida y prosperidad de la nueva pareja real.
Todo parecía poco para obsequiarnos. Yo había
sido declarada «Esposa Divina», lo cual me garantizaba un poder futuro que iría
mucho más allá del terrenal.
Habían acudido los Reyes de todos los países
aliados y los gobernadores de todas las provincias con sus esposas, a los que
fui presentada como la Futura
Reina de las Dos Tierras. Traían con ellos presentes
maravillosos de sus respectivos países, toda clase de joyas de oro y piedras
preciosas y las sedas más finas procedentes de las ciudades de Ebla y Ugarit.
Pero
después del segundo día ya nadie reconocía a nadie. El país entero se
regocijaba con la celebración de nuestros esponsales, ahíto de comida y ebrio de
alegría, de vino y de cerveza.
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