Volviendo
a mi relato, os diré que después de la inesperada y violenta discusión de la
Logia en aquella trágica tarde de jueves, Francis no volvió a ser el que era.
Durante los dos días siguientes ni siquiera se levantó de la cama y, cuando lo
hizo, fue para encerrarse en su sótano secreto, cuyos inmensos pasadizos le
engulleron para vomitarle al cabo de cuarenta y ocho horas.
La
mañana del martes reapareció en un estado lamentable. Las ropas sucias y
arrugadas, el cabello revuelto y en el rostro una expresión equívoca. Pasó
largo rato aseándose encerrado en su gabinete y, cuando por fin me mandó
llamar, se había mudado con sus mejores ropas y su barba y cabellos aparecían
cuidadosamente peinados, pero su apariencia dejaba entrever algo inquietante y
oscuro.
Sobre
la mesa de su escritorio había un gran número papeles desparramados en los que
pude reconocer su elegante escritura. Dándose cuenta de aquel descuido, los fue
recogiendo uno a uno, disponiéndolos en orden casi castrense en una pila que
después guardó con cuidado en un cajón.
Instintivamente
miré hacia la chimenea. Estábamos a mediados de mayo, hacía buen tiempo y más
de un mes que no se había encendido pero, tras el corta-fuegos de latón, un
montón de cenizas ocupaban un espacio hasta aquel momento inmaculadamente
limpio.
—Marie
—me dijo—, quiero expresarte mi agradecimiento por todo lo que me has dado
durante estos veintiún años de vida en común. Has sido el alma de esta Casa,
una esposa solícita y una madre admirable.
Aquellas
palabras y el tono en que las pronunció activaron una alarma en mi corazón. Él
debió captar mi intranquilidad porque inmediatamente añadió:
—No
deseo que te asustes, sino que me escuches con
atención. Además de todas tus virtudes, has dado prueba de una mente
abierta y clara que muy pocas mujeres poseen y es por este motivo que he
pensado en ti y en nadie más para encomendarte una misión en extremo
importante. Si algo llegara a pasarme…
—¿Me
hablas de riesgo y pretendes que no me asuste? ¿Qué está pasando, Francis?
—Tranquilízate.
Estoy seguro de que no ignoras lo que sucedió durante la última reunión.
—Me
di cuenta de que tus amigos se fueron enojados. En cuanto a ti, tu disgusto y
frustración eran evidentes. Y estos últimos cuatro días…
—Eso
no importa ahora. Hay partes de esta historia que ni siquiera a ti puedo
revelarte.
Hizo
una pausa para tomar aire y me invitó a sentarme frente a él.
—Lo
que deseo que sepas es que esos a quienes tú llamas mis amigos son, en
realidad, miembros de una Orden fundada hace más de diez siglos por mi
antepasado Dagoberto II para proteger unos documentos altamente secretos. La
Prioría de la
Orden y
la posesión de semejante tesoro de conocimiento han ido pasando de padres a
hijos por la línea de primogenitura masculina de la familia Hautpoul. Comprenderás ahora, mi querida esposa, mis deseos de
engendrar un heredero varón.
Asentí
con la cabeza.
Comenzaba
a comprender aquella y muchas otras cosas.
—No
puedo confiar en mis compañeros de Logia. Durante siglos, los Hermanos han
custodiado un secreto del que ignoraban la naturaleza. A lo largo del tiempo,
su necedad les hizo creer que se trataba de un tesoro material. Hoy, la codicia
de mis colegas les ha llevado más lejos: exigen que el tesoro pase a formar
parte de las arcas de la Orden.
—¿Por
eso discutíais?
—Sí,
justamente por eso. Ante mi negativa reaccionaron violentamente, me acusaron de
apropiarme de todo y me amenazaron con tomar por su mano lo que creían que yo
no quería repartir amablemente.
Durante
unos segundos hizo un silencio como si quisiera medir las palabras que
pronunció a continuación.
—Es
mi deseo que, sin un heredero varón que defienda este Legado, seas tú, mi
querida esposa, quien se ocupe de él. Debes jurarme ante Dios que lo protegerás
con tu propia vida y que lo mantendrás en el mayor de los secretos hasta que
encuentres una persona a toda prueba honrada y digna de continuar esta tarea.
De mi libro "Sang Réal"