—No fue un sueño, Hati. Regresaste a tu vida
pasada para que puedas darte cuenta de quien eres en realidad y lo que has
venido a hacer. Por eso se te permitió recordar esas escenas. Ra es en realidad
un nombre familiar, un sufijo que se añade a tu nombre para indicar la familia
de la cual procedes.
—Podría aceptar que esa extraña criatura,
medio mujer y medio niña, pueda haber sido yo en una vida anterior; pero no
puedo admitir, de ninguna manera, que esos seres sean lo que creo que son.
—Todos nosotros lo fuimos, en su momento.
—No eran dioses, Hapuseneb; no lo eran.
—No. Nunca fuimos más que Hombres y Mujeres de
una raza superior, pertenecientes a otra civilización.
—El lugar que yo he visto no es de este mundo;
ni tan siquiera es parecido.
—El lugar que tú viste es nuestro verdadero
hogar, al que deberemos regresar cuando todo esto acabe.
—Y entonces… ¿cómo hemos llegado a esto?
—¿A qué te refieres?
—Si esos seres éramos nosotros y mi corazón me
dice que así es, ¿cómo y cuándo aparecimos en la Tierra ? ¿Cómo, cuándo y de
qué manera pudimos llegar a convertirnos en dioses? ¡En nuestros propios dioses
de ahora!
—No aparecimos en la Tierra , sino que vinimos a
ella hace muchísimos años, viajando en naves que cruzaban los cielos.
—La Barca de Ra…
—Exactamente; y también la Nave de los Millones de Años.
Cuando llegamos a la Tierra
no había en ella edificios, ni cultura alguna. Los antepasados de los hombres
vivían en cavernas como los animales y se comportaban tales. Les trajimos
evolución y unos avances con los que ni tan sólo podían haber soñado. Les
enseñamos a cultivar la tierra, a vestirse y a hablar, les dimos leyes,
cultura, ciudades… Durante todo ese tiempo nosotros seguimos conservando
nuestras propias costumbres, que creaban un abismo entre ellos y nosotros:
Viajábamos por su cielo en nuestras naves celestes y dispusimos de sus tierras
y de sus vidas a cambio de un poco de civilización. Por eso ellos creyeron que
éramos dioses y nosotros les dejamos creerlo. Nos equivocamos. Fallamos en eso
y en muchas otras cosas que deberás recordar. Por eso hoy estamos aquí: para
intentar remediar nuestros errores pasados.
—Pero entonces, los dioses… ¡no existen!
—No como tales.
—¿Dónde están los dioses verdaderos, entonces?
—No hay dioses verdaderos, sino un solo y
único Dios: Aquel Que Todo Lo Puede, el Padre de todos.
—¿Amón?
—No, él es solamente otra de sus criaturas.
Bajo nuestro punto de vista religioso actual podría representarle, pero Amón
(Aitum) es tan sólo tu verdadero padre celestial.
—¡No! No, no puedo creerlo, Hapuseneb. Aceptar
esto como verdad implica admitir que todo es mentira: nuestra religión, nuestra
cultura, nuestra historia.
—No todo es mentira, pero vas a tener que
descubrir la Verdad
por ti misma.
—Según tú hemos vuelto para enmendar nuestros
fallos del pasado.
—Eso es lo que me ha sido revelado —asintió.
—¿Vas a decirme que deberemos convencer al
país de la existencia de un Único Dios, declarando además que la existencia de
todos los dioses no es más que una mentira, un terrible error del pasado?
—Tal vez.
—¡Eso es imposible y tú lo sabes muy bien! Nos
tomarían por locos, o algo aún peor: por herejes. El clero está organizado
alrededor de grandes y pequeños cultos a los dioses. Cada Nomo tiene sus
propios templos y adora a los mismos dioses, aunque bajo advocaciones
distintas. La existencia de un solo dios crearía una revuelta entre tus propios
sacerdotes; el pueblo no comprendería nada y estallaría una guerra interna que
no necesitamos, ahora menos que nunca. Quiero conservar en el país la paz que
me legó mi padre y lo haré pasando por encima de lo que sea preciso. Y, cueste
lo que cueste, no voy a poner en peligro lo que tanto me ha costado conseguir.
El Trono de Khemet ha de quedar asegurado.
—Yo también he pensado en eso… y tienes razón,
no sería nada fácil. Pero cometimos también otros errores y creo que no todos
han de ser reparados de una sola vez.
—Explícame eso.
—Es muy posible que hayamos venido a
experimentar en qué se han convertido aquellos hombrecitos a los que un día
permitimos que nos adorasen como a dioses. Hemos adoptado su forma humana para
poder apreciar qué sentían al rendirnos honores, a experimentar en propia piel
su temor a sufrir las represalias de nuestra cólera, a obedecer las arbitrarias
leyes que nosotros mismos creamos, a saber lo que es padecer una injusticia; a
experimentar con las pasiones humanas, a luchar contra una materia más densa
que arrastra y apresa, a combatir el odio, la envidia, la lujuria… a sentir en
carne propia, en suma, que somos la causa primera de unos males que no supimos
remediar, a descubrir que creamos seres que se han convertido en víctimas de
sus propios miedos, que les dimos la capacidad
de amar, pero también de sufrir… El Dios verdadero es Libertad; no es
represión. El verdadero Dios es Justicia; Él es el único que puede juzgar los
actos de sus criaturas, porque sólo él sabe lo que se oculta en sus corazones.
No interviene en las vidas de los hombres: les deja tomar sus propias
decisiones aunque se equivoquen, exactamente igual que consintió que nosotros
cometiéramos todos aquellos errores. Aquel Que Todo Lo Puede nos permite
aprender de nuestras propias experiencias y no comete iniquidades. No es un
dictador colérico, sino un Padre afectuoso.
Hapuseneb se interrumpió para intentar captar
el efecto que aquellas palabras habían producido en mí. Luego, con voz pausada
y llena de cariño, continuó:
—Debes permitir que Eisset se haga fuerte
dentro de ti, que surja tu verdadera Identidad. Entonces te serán reveladas
cosas que sólo a ti conciernen y que forman parte de tu tarea en esta vida como
Hatshepsut…, como Faraón Ma'atkara Primero. Por eso fuiste colocada en posición
de gobernar: para que pudieras llevar a cabo tu labor sin condicionamientos.
—Según tu Eisset es… ¿Ast la Grande ?
—Sí. Y debes reconocerla en ti, Hati querida.
—¡Nunca lo haré!, ¿lo oyes? ¡Nunca! La Eisset que yo vi no es más
que una niña, mimada y consentida…
—Exactamente igual que tú.
—…demasiado dulce y tierna —continué haciendo
caso omiso de su desagradable comentario—, indefensa y sin la fuerza necesaria
para gobernar, incapaz de regir como mujer los destinos de un país de hombres.
Si diera paso a esa niña, las intrigas de la corte la destruirían inmediatamente.
—Te sorprendería saber de lo que fue capaz esa
dulce niña. No confundas su inocencia con debilidad, amada mía.
—¡Esa no puede ser Ast, la Grande en Magia, la Diosa de los Mil Nombres! —le
increpé— Y si lo es, yo no deseo ser como ella.
Me había levantado y me dirigía a toda prisa
hacia la puerta, sin despedirme siquiera. Un dolor agudo, como el de un fino
estilete, me traspasaba el pecho. Sentía la inminente necesidad de echarme en
los brazos del sacerdote y dejar que el llanto, tantos años reprimido, brotara
de mis ojos hasta agotarse.
Necesitaba decirle cuánto le había amado y
confesarle que me lancé en los brazos de Senenmut tan sólo porque él me
rechazó.
Pero en lugar de eso me tragué las lágrimas,
levanté orgullosamente la cabeza y me volví, pronunciando desde el quicio de la
puerta una palabra que no había pronunciado nunca y que no iba a repetir jamás:
—Perdóname, Hapuseneb…Del Capítulo 30 de "La Hija de los Dioses"
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