—¿A donde va toda esta agua,
madre? —preguntó Meritatón con su media lengua.
—Al mar, niña mía.
—¿Y qué hace el agua allí?
—Funde sus miles de gotas con las
gotas que allí encuentra. De igual manera, nuestros Kau se unirán en la gloria del Creador cuando llegue el momento de
ir a su encuentro.
Tal
vez mi hija era aún demasiado pequeña para entender aquellas palabras, pero
Amenhotep la había acostumbrado a escucharlas casi desde que nació. Ella se
había quedado muy seria tras mi última respuesta y utilizó un apelativo
cariñoso por el que había aprendido a llamarme, para preguntar:
—¿Cómo es el mar, Hati?
—Inmenso, como el poder de nuestro
Señor.
—¿Más grande que el Hapi?
—No importunes a tu madre con
tantas preguntas, Meritatón.
—Déjala, mi buena Tiyi. Una hija
jamás podría importunar a su madre, sino todo lo contrario. Es normal que
pregunte —la reñí dulcemente.
Luego
me volví hacia mi pequeña, cuya carita ansiosa esperaba mi respuesta.
—Imagina una inmensa llanura sin
fin y llénala de agua: así es el mar.
—¿Podré yo ser algún día un pez,
madre?
—¿Y para qué quiere mi princesita
ser un pez? —reí, divertida por la extraña pregunta.
—Para viajar como ellos en el agua
del Hapi y llegar al mar.
—No, mi niña, tú nunca serás un
pez; pero un día podrás ver el mar, te lo prometo. Además… el agua del mar es
muy salada y si los peces del río llegaran hasta allí, morirían.
La
promesa de ver el mar había dibujado en su carita una encantadora sonrisa, que
desapareció como por encanto ante la imagen de los peces muertos.
—¿Y para qué sirve toda esa agua,
si los peces no pueden jugar en ella?
—Otros peces distintos viven allí,
peces que gustan de la sal del agua. El Creador que puso las aves en el cielo y
las bestias sobre la tierra, repartió a los habitantes de las aguas según sus
características.
—¿El Creador que puso el sol en el
cielo?
Me
sentí orgullosa de los avances de mi hija.
—Un sol que ya se oculta, Princesa
—intervino Tiyi—. Señora, permite que lleve a la niña a tomar su comida de la
noche.
Dicho
esto, hizo ademán de tomarla en sus brazos. Pero Meritatón no estaba dispuesta
a olvidar el repentino interés que la idea de una llanura repleta de agua había
suscitado en su tierno corazón.
—Tiyi… ¿tú sabes por qué el agua
del mar es salada?
—Es por causa de la bella Aset. Cuentan que, al morir su esposo,
su dolor fue tan intenso que lloró sin parar durante cuarenta días con sus
noches. Entonces, una gran parte de las Tierras Bajas se inundó con sus
lágrimas.
—¿La… diosa? ¿Aset?
De
entre todos los falsos dioses de la antigua religión, aquella en la que fui
educada y en cuyas creencias crecí, Aset
la Bella , la Grande en Magia, había sido
mi preferida y la que siempre despertó en mí un interés especial. Sin embargo,
y a pesar de que algo en mi interior se resistía a admitir que ella formara
parte de una gran mentira, respondí:
—Un único Dios existe, hija mía.
Recuerda las enseñanzas de tu padre.
—¿Entonces no es verdad lo que
cuenta Tiyi?
—No, mi querida. Nadie miente —la
voz que ahora respondía a la pregunta de la niña llegó desde mi espalda.
Antes
de que tuviera tiempo de volver el rostro hacia mi esposo, unas manos cariñosas
se apoyaron sobre mis hombros. Cómo intuyendo la lucha que se desarrollaba en
mi interior, Amenhotep respondió a su hija con las mismas palabras.
—Aset
existió realmente; eso es lo que yo creo. Y también existieron esos otros seres
a quienes los infieles llaman dioses, pero ninguno de ellos lo es. Todos ellos
son Hijos del Dios Verdadero que hace mucho, muchísimo tiempo, existieron
realmente y vivieron en estas tierras, como tú y como yo.
—Entonces, padre, ¿Aset era una mujer?
—Era… es alguien muy especial,
hija mía. Aset es
una gran Mujer —y con esto dio por zanjada su explicación—. Y ahora, vete en
paz y acompaña a Tiyi para tomar tu comida. Yo vendré luego a verte, como todas
las noches, para pedirle al Creador que vele tus sueños, mi pequeña princesa.
Tiyi tomó a Meritatón de la
mano y ambas desaparecieron en dirección a la parte delantera de la nave.
Del Capítulo 19 de "El ocaso de Atón"
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