Por fin Noto llegó desde el sur con su barba de nubes y brumas que
arrastra consigo el calor del estío. El nacimiento de mi hijo se aproximaba y
yo estaba inquieta porque Filipo seguía alejado de la capital.
Nectanebo, en cambio, no se
apartaba de mí ni un solo instante.
La víspera del parto, dos águilas
divinas se posaron sobre el tejado de mi habitación.
—Es la señal —murmuró Nectanebo
entre dientes.
—¿La señal?
—Zeus y su hijo. Debo
apresurarme.
Así dijo y me dejó sola. Segura
de su palabra, envié un mensajero a alertar a Filipo.
A la mañana siguiente nada había
sucedido y, cuando ya creía que mi amante se había equivocado, una punzada en el
bajo vientre al terminar de comer, me hizo doblarme por la cintura.
Inmediatamente, todo el palacio
se puso en marcha. Las matronas corrían, los físicos habían sido alertados y
también el Mago de Su Majestad. Pero, mientras todos esperaban ansiosos la
llegada del Heredero de Filipo, Nectanebo me obligaba a retrasar su nacimiento.
—¡Aguanta! -me ordenó con voz
autoritaria, obligándome a beber una de sus misteriosas pócimas—. El momento
aún no ha llegado.
Los dolores se hacían cada vez
más frecuentes, pero Nectanebo me repetía:
—Resiste; has de esperar el
momento.
—No puedo… ¿Cuál es ese momento?
—Los astros deben posicionarse
para asegurar el futuro glorioso del Heredero. Amón te eligió y me envió a Macedonia
para planificar la unión sagrada con el dios de tal forma que tu hijo,
engendrado de la simiente de Zeus-Amón, naciese cuando los astros alcanzaran la
conjunción adecuada y para dirigir la liturgia que había de darte un hijo
destinado a ser un Héroe.
—Pero si Zeus lo ha enviado…
—Mis cálculos confirman que el
Heredero ha de nacer el primer día de hekatombaion, en el mismo día del orto
helíaco de Seirios mientras el signo de
Amón, el Carnero, esté ascendiendo sobre el horizonte.
—¿Y cuando será eso?
—No antes del ocaso.
—No puedo retrasar el nacimiento
de mi hijo.
—Sí puedes. Este bebedizo te
ayudará. ¡Resiste!
Resistí, empapada en sudor y en
dolores. Una vigilia de sangre por el ocaso, que llegó silencioso como el
halcón que acecha a su presa. El cielo, amenazante, se había cubierto de densas
nubes negras que presagiaban tormenta.
—¿Estás seguro de que conviene
esperar?
—Dame la mano.
—Odio a la serpiente que me ha traído
todo este sufrimiento.
—Dame la mano, Myrtale, y olvida
la serpiente. Escucha como llega la noche, conmovida por tu dolor, y déjate guiar
por mis palabras. Escucha cómo suena la lira sin sueño de las constelaciones,
el canto de la hierba, el misterio de la leche derramada por los pechos de Hera
en el río celeste.
Cerca ya de medianoche, en el
mismo momento en que yo daba a luz, un gran trueno ahogó mi grito y el llanto
de mi hijo. Inmediatamente, el zigzag luminoso de Zeus encendió la noche con su
fuego. Una tremenda tempestad estalló de pronto con profusión de truenos y
relámpagos sobre la tierra, sacudida por un fuerte seísmo. El Padre de los Dioses
se regocijaba y anunciaba al Cielo su paternidad, participando así en el
nacimiento de su nuevo hijo.
Durante nueve días y nueve noches
estuvo enviando lluvia a raudales; densos tapices líquidos opacaban las luces
que ardían en los templos vecinos. En la ciudad reluciente y desierta bajo la
lluvia, tan sólo el Tesmoforion podía distinguirse en el extremo noroeste del ágora, un homenaje de Zeus a su hermana
mayor Démeter Tesmófora, la
Gran Madre legisladora en cuyo pequeño períbolos
de apenas diez metros seguía ardiendo, como un prodigio de la diosa, la llama
del altar central; el mismo altar y tal vez la
misma llama que un día contemplara el ritual secreto, exclusivamente femenino,
de mis votos nupciales.
De mi libro LLAMADME OLYMPIA
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