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La Esencia de la Diosa vive en el corazón de cada mujer y en el de algunos hombres sensibles que saben serlo sin perder por ello su masculinidad. Espero de todo corazón que te guste el contenido de esta página y te animo a participar en ella activamente publicando tus comentarios o utilizando el botón "g+1" para recomendar las entradas que te gusten.

viernes, 17 de enero de 2014

EL MONSTRUO DE LOS OJOS VERDES

El invierno llegó de pronto, envuelto en brumas y mantos de escarcha. El viejo Bóreas apareció a traición, la barba y el pelo enmarañados, con su túnica de nubes azotando furiosamente los páramos desiertos, mientras sus salvajes hijos trotaban sobre campos helados sin apenas rozar con sus cascos el trigo recién plantado.
Aléxandros se acuarteló en Ecbatana para esperar la primavera, dictó medidas contra los gobernantes que, siguiendo a Harpalo, habían desobedecido sus órdenes y convocó unos juegos atléticos con los que distraer a la tropa.
Aléxandros y su séquito, Roxana con sus doncellas y el inseparable Hefestión se habían instalado en el antiguo palacio de Ciro, un edificio construido enteramente en madera de cedro, cuyas columnas, frisos y techos estaban cubiertos de oro y plata y hasta las tejas eran también plateadas.
Fue en este impresionante teatro donde el monstruo de los ojos verdes puso en escena su danza más macabra. Apenas habían comenzado las competiciones cuando Hefestión se sintió indispuesto. En pocas horas, lo que parecía una dolencia pasajera se convirtió en una pesadilla de engendros del Averno que danzaban siniestramente alrededor de un parochos empapado en sudor y delirando de fiebre.
Durante siete días con sus noches Aléxandros no se separó de su lado ni un solo instante, mientras él se debatía entre la vida y la muerte. Unas veces gritaba aterrorizado, otras creía estar aún en la Academia de Mieza, cuando ambos no eran más que dos adolescentes.
—Hace calor esta noche, Aléxandros.
—Es la fiebre, mi querido amigo.
—Es el aroma de tu piel lo que provoca mi fiebre… Deja que venga a ti, desnudo y con el corazón palpitante como la primera vez que, por un extraño y bendito capricho de Pan, me colé en tu aposento de Mieza.
—No hables y descansa.
—Apenas si mis pies tocaban el suelo aquella noche. Tú también estabas desnudo bajo los lienzos del lecho.
—Pronto estarás mejor. Glaucias es el mejor de mis galenos.
—Me quedé mucho rato mirando como dormías, deseando respirar el aire que tú exhalabas, deseando…
—No deberías esforzarte…
—He jurado por los dioses que moriré si no me amas.
—Ambos juramos. Y tú ya sabes que yo te amo.
—¿Qué es el amor, Aléxandros?
Pero Aléxandros le respondió con otra pregunta.
—¿A que le temes?
—No puedo soportar compartirte.
—¿Pero qué dices? La fiebre te hace delirar.
—Roxana. No puedo imaginarte entre sus muslos después de sentirte tan mío.
—Ella es sólo mi esposa, la futura madre de mis hijos. A ti te amo más que a nada ni a nadie en este mundo.
—¿Qué es el amor, Aléxandros? —repitió.
—Amor es poseer tu alma y que tú poseas la mía. Eso que nos hace invencibles ante todas las adversidades.
—A esta no la venceremos… siento que voy a morir.
—¡No lo harás!
—Sé que estoy muriendo porque veo como tu alma se me escapa entre los dedos y no puedo retenerla; pero la mía estará siempre contigo.
—Juntos venceremos a la fiebre como tantas veces hemos vencido en los campos de batalla.
—Juntos hemos vencido, sí… pero nadie puede vencer a las Moiras.
—No hables de muerte; no estás muriendo, sólo deliras.
—¡Ya vienen!, ¡las veo!, ¡las veo! ¡Vienen a buscarme, Aléxandros! ¡¡Aléxandros!!
Era el grito desesperado de quien busca refugio como un niño indefenso entre los brazos de su amante, su mejor amigo, su único amor; con ojos desorbitados por el terror se aferraba desesperadamente al cuerpo de Aléxandros, como si realmente fuera capaz de contemplar la sonrisa desdentada y el destello infernal de las siniestras tijeras de Átropos flotando entre jirones de nieblas oscuras. A intervalos murmuraba frases inconexas, temiendo a cada momento que los labios macilentos de Láquesis pronunciasen las palabras fatídicas: “Ya no queda nada que medir”.
De mi libro LLAMADME OLYMPIA

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