El invierno llegó de pronto, envuelto en brumas y
mantos de escarcha. El viejo Bóreas apareció a traición, la barba y el pelo
enmarañados, con su túnica de nubes azotando furiosamente los páramos desiertos,
mientras sus salvajes hijos trotaban sobre campos helados sin apenas rozar con
sus cascos el trigo recién plantado.
Aléxandros se
acuarteló en Ecbatana para esperar la primavera, dictó medidas contra los
gobernantes que, siguiendo a Harpalo, habían desobedecido sus órdenes y convocó
unos juegos atléticos con los que distraer a la tropa.
Aléxandros y su
séquito, Roxana con sus doncellas y el inseparable Hefestión se habían
instalado en el antiguo palacio de Ciro, un
edificio construido enteramente en madera de cedro, cuyas columnas, frisos y
techos estaban cubiertos de oro y plata y hasta las tejas eran también
plateadas.
Fue
en este impresionante teatro donde el monstruo de los ojos verdes puso en
escena su danza más macabra. Apenas habían comenzado las competiciones cuando Hefestión se sintió indispuesto. En pocas horas, lo
que parecía una dolencia pasajera se convirtió en una pesadilla de engendros
del Averno que danzaban siniestramente alrededor de un parochos empapado en sudor y delirando de fiebre.
Durante
siete días con sus noches Aléxandros no se separó de su lado ni un solo instante,
mientras él se debatía entre la vida y la muerte. Unas veces gritaba
aterrorizado, otras creía estar aún en la Academia de Mieza, cuando ambos no eran más que
dos adolescentes.
—Hace
calor esta noche, Aléxandros.
—Es
la fiebre, mi querido amigo.
—Es
el aroma de tu piel lo que provoca mi fiebre… Deja que venga a ti, desnudo y
con el corazón palpitante como la primera vez que, por un extraño y bendito
capricho de Pan, me colé en tu aposento de Mieza.
—No
hables y descansa.
—Apenas
si mis pies tocaban el suelo aquella noche. Tú también estabas desnudo bajo los
lienzos del lecho.
—Pronto
estarás mejor. Glaucias es el mejor de mis galenos.
—Me
quedé mucho rato mirando como dormías, deseando respirar el aire que tú
exhalabas, deseando…
—No
deberías esforzarte…
—He
jurado por los dioses que moriré si no me amas.
—Ambos
juramos. Y tú ya sabes que yo te amo.
—¿Qué
es el amor, Aléxandros?
Pero
Aléxandros le respondió con otra pregunta.
—¿A
que le temes?
—No
puedo soportar compartirte.
—¿Pero
qué dices? La fiebre te hace delirar.
—Roxana.
No puedo imaginarte entre sus muslos después de sentirte tan mío.
—Ella
es sólo mi esposa, la futura madre de mis hijos. A ti te amo más que a nada ni
a nadie en este mundo.
—¿Qué
es el amor, Aléxandros? —repitió.
—Amor
es poseer tu alma y que tú poseas la mía. Eso que nos hace invencibles ante
todas las adversidades.
—A
esta no la venceremos… siento que voy a morir.
—¡No
lo harás!
—Sé
que estoy muriendo porque veo como tu alma se me escapa entre los dedos y no
puedo retenerla; pero la mía estará siempre contigo.
—Juntos
venceremos a la fiebre como tantas veces hemos vencido en los campos de
batalla.
—Juntos
hemos vencido, sí… pero nadie puede vencer a las Moiras.
—No
hables de muerte; no estás muriendo, sólo deliras.
—¡Ya
vienen!, ¡las veo!, ¡las veo! ¡Vienen a buscarme, Aléxandros! ¡¡Aléxandros!!
Era el
grito desesperado de quien busca refugio como un niño indefenso entre los
brazos de su amante, su mejor amigo, su único amor; con ojos desorbitados por
el terror se aferraba desesperadamente al cuerpo de Aléxandros, como si
realmente fuera capaz de contemplar la sonrisa desdentada y el destello
infernal de las siniestras tijeras de Átropos flotando entre jirones de nieblas
oscuras. A intervalos murmuraba frases inconexas, temiendo a cada momento que los
labios macilentos de Láquesis pronunciasen las palabras fatídicas: “Ya no queda nada que medir”.
De mi libro LLAMADME OLYMPIA
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