A pesar de los amorosos intentos de Horemheb
por devolverme la tranquilidad perdida, yo no podía apartar de mi mente la
figura de mi esposo, ni los excesos de su desequilibrado corazón. Aquella mente
brillante, de claro pensamiento, pletórica de hermosos razonamientos llenos de
fe en su Creador, se había dejado arrastrar por el misticismo desmedido que la
enajenación y el desenfreno religioso habían sembrado en su corazón hasta
conseguir abocar al País de las Dos Tierras hacia la más oscura hecatombe. Tal
parecía que aquel luminoso espíritu de antaño, que conmovía los corazones con
sus palabras de Verdad, hubiera sucumbido ante la presión de un Gobierno que
detestaba ejercer.
Sólo yo conocía la importancia de su
extraordinaria Misión, aquella que hubiera debido prevalecer frente a cualquier
interés, humano o político. Sólo yo hubiera podido ayudarle a sobrellevar su
carga; pero rechazó mi ayuda y se hundió más y más en su propia miseria. Y, sin
embargo, yo seguía venerando a aquel ser patético y extraño que años antes
había llenado de Luz mi corazón y mi Esencia con su bello discurso, llenándolos
de amor por nuestro Dios y su magnificente Obra.
Su deformidad exterior, su debilidad física,
su fealdad, parecían haber contagiado la exquisita Esencia que se escondía tras
ellos, igual que una delicada perla se oculta tras la apariencia áspera de su
concha. Ya nada quedaba de aquel hombre que había sabido prender en mí la llama
divina del amor celeste. ¡Tan poderoso es el influjo de la serpiente!
La llegada al mundo de mi primera nieta, que
hubiera debido llenarme de gozo, no hizo más que intensificar mi sufrimiento.
La pequeña, a quien mi hija (o tal vez su propio padre) había llamado igual que
ella, «La joven amada de Atón» o lo que es lo mismo, Meritatón-Tasherit o
Meritatón la Joven ,
murió a los pocos días de nacer. Al delicado estado de salud que el parto había
provocado en su madre, se unió el inmenso dolor de ver morir en sus brazos a su
primogénita. Hoy pienso que Dios ha debido castigarme por haber pensado
entonces que el apresurado Viaje al Occidente de la recién nacida había sido un
bien para todos. Aquel pequeño ser que ya no respiraba era, con toda seguridad,
el fruto de unos escabrosos amores antinaturales.
Por otro lado, me daba perfecta cuenta de que
lo que Horemheb había sugerido era, si no la única posibilidad de paliar las
consecuencias del desastre nacional en el que nos hallábamos sumidos, al menos
la más sensata. Las Reyertas en las calles habían degenerado; ya no se trataba
de un pueblo resentido que protestaba ante la injusticia de unos pocos
favorecidos por el Faraón y su dios dentro de los muros de la Ciudad del Disco. Tampoco era la lucha de una
indignada casta sacerdotal contra un Faraón que había querido privarles de su
inmenso poder y riquezas a favor de una religión extraña que veneraba a un
todavía más extraño dios sin forma (y ya casi sin nombre), cuya liturgia les
mantenía totalmente al margen de su oficio.
Las en otros tiempos rebosantes arcas
sacerdotales estaban vacías porque las puertas de sus templos habían sido
selladas. Los devotos que aún permanecían fieles a su fe eran castigados
sistemáticamente y el odio del clero llegaba hasta el más recóndito rincón del
Imperio: su maldición mágica había asolado el floreciente País de la Doble Corona.
Tras el abandono de los dioses, sus Templos,
a todo lo largo y ancho del país, habían sido invadidos por la misma ruina
moral y material que asolaba Khemet.
La mala hierba de la traición y la violencia crecía en los corazones de los
hombres, igual que la maleza invadía los recintos sagrados ahora desiertos…
Como consecuencia de ello, la venganza se convirtió en moneda de cambio:
hermanos alzaron su mano contra hermanos, los incendios provocados se
multiplicaron destruyendo casas, granjas y ganados y la miseria más absoluta
asoló las ciudades diezmadas por la peste.
El Hapi
se tiñó de rojo y la sangre regó las tierras de los campesinos que, en tiempos
más felices, no tenían otra preocupación que alabar las bondades del río
cuando, todos los años al llegar la inundación, colmaba sus campos con la
bendición del limo negro y fértil: un regalo de los dioses, que sabían premiar
el esfuerzo de los hombres con la promesa de una nueva cosecha.
El pavoroso viento de la guerra civil había
liberado toda su furia y la angustia, como una gran ola que va creciendo
alimentada por su propia fuerza, había traspasado las murallas de la Casa de la Reina. Fueron días de desolación
y de oscuridad, porque el país entero había olvidado el Ma’at.
En medio de aquella tremenda desorganización,
yo elevaba mis diarias plegarias al Creador, pidiendo una luz que iluminara mi
corazón con la certeza de una decisión ecuánime. Y fue justo después de uno de
esos rezos matutinos al aire libre cuando las Voces llegaron de nuevo hasta mí:
—Deja a
un lado los razonamientos, ya que tu pensamiento puede llevarte al error, niña
mía. Utiliza, en cambio, tu tierno corazón. Siente en primer lugar, para pensar
después en la conveniencia de aplicar ese sentimiento a la realidad. Es la unión de sentir y pensar la que te
llevará a tomar las decisiones que son más correctas en cada ocasión, tanto
para ti como para tu pueblo. El Tiempo, en vuestro plano de existencia,
transcurre de forma lineal y muy rápidamente. En estas circunstancias, si no
aplicas el sentimiento al discernir, tu propia realidad se destruirá como le ha
sucedido a tu esposo; te convertirás en verdugo de tus semejantes, porque
siempre pensarás en ti misma antes que en los demás. Igual que un halcón rapaz
busca a su presa, crearás involuntariamente situaciones en las que se precise
una víctima propiciatoria y no importará demasiado si esa víctima llegas a ser
tú misma. Eso es lo que le ha sucedido a Akhenatón. Hemos intentado enseñarle a
sentir antes de pensar, pero hace tiempo que se niega a escuchar nuestras
palabras, porque se ha convertido en víctima de sus propias decisiones,
arrastrando con él a todos los que ama y a la nación entera. La poderosa
emanación del ureo sobre su frente,
destilando día a día en su mente sus oscuros influjos, ha conseguido enajenar
su pensamiento. ¡La esencia reptiliana contenida en su símbolo le ha usurpado
el poder real para utilizarlo en su propio beneficio! El espíritu sensible y
bello de nuestro amado hijo ha sucumbido ante la tremenda presión y su abandono
es causa de gran dolor para nosotros y de desgracia para todos. La mente
enferma de tu esposo ha deformado el verdadero significado de su Misión,
llevándola a unos extremos quiméricos y difíciles de aplicar en una sociedad
como la vuestra, y por lo mismo insostenibles. En su lugar, su actitud radical
y egocéntrica no ha hecho más que conseguir el efecto contrario al que
perseguía, creando el caos a su alrededor. En consecuencia, el sufrimiento, la
violencia y la muerte que se han generado a vuestro alrededor no terminarán en
vosotros, sino que permanecerán durante milenios en las inmaduras conciencias
de los hombres hasta que todos, regresando en diferentes misiones conjuntas,
consigáis erradicar de las mentes humanas la idea de que existe un enemigo. La Guerra de Eones acabará en
el momento en que todos reconozcamos a nuestros oponentes como amigos y a
nuestros contrarios como hermanos.
—Contar
no puedes más que contigo misma, en un momento en que tanto tus hijas como el
mismo Horemheb viven inmersos en sus propios problemas y temores. La Luz de Akhenatón se ha
apagado; su cuerpo, ahora, no es más que una triste cáscara viviente que un día
albergó la luminosa Esencia de aquel que vino para redimir a los humanos de
nuestros propios errores. El ensueño místico que hoy vive apenas recuerda la
brillantez exquisita de su mente privilegiada. Sabemos que a pesar de la
gravedad de los hechos y de sus consecuencias, tanto cósmicas como humanas, en
estos momentos tan sólo te preguntas cómo hacer frente a vuestra pequeña guerra
civil. También tú estás valorando el pensamiento por encima del sentimiento, a
pesar de que tu hermosa Esencia es mucho más sensible que la de los demás. Deja
que aflore en ti, siente a través de Ella y percibirás un gran dolor y
angustia, porque ambos te son necesarios para poder valorar lo sucedido con
imparcialidad y rectitud; luego piensa con tu corazón humano y encontrarás lo
que es correcto en tu pensamiento. Sólo así salvarás el país del desastre.
Todavía conmocionada por el doloroso
comunicado que acababa de recibir, me dirigí hacia mis aposentos privados con
la resuelta intención de poner en orden mi revuelto corazón.
Me preguntaba qué hacía yo aquí, cuál era en
realidad mi mundo y si también yo, al igual que Akhenatón, tenía una misión que
cumplir. Tal vez la mía era únicamente estar a su lado para apoyarle y, de ser
cierto, ambos habíamos fallado.
También Horemheb había fallado: había
esperado de él la protección que ahora venía a brindarme. Justo ahora, cuando
ya nada tenía remedio, cuando su miedo al desastre era mayor que el temor a
perder su puesto y su reputación a manos de la
Gran Madre. El valeroso soldado, el amigo
que había sido apoyo incondicional del Faraón, el atractivo hombre que dominaba
a las mujeres con su encanto, el amante que me juraba amor eterno entre los
pliegues de mi lecho, se había dejado atraer por la mirada hipnótica de Tiyi y
se había amedrentado ante el poder de aquella mujer extraña. Akhenatón nunca
entendió las razones del alejamiento de su amigo del alma y el dolor de su silencio
quebrantó su ya débil corazón. Nos abandonó cuando más le necesitábamos y ahora
yo no sabía si podía confiar en él.
Era cierto lo que la Voz me había dicho: no podía
confiar en nadie, no podía esperar ayuda de mi alrededor y ello incluía al
amante, aunque era plenamente consciente de que necesitaba al General para
asegurar el Trono. Tampoco mis hijas… ¡mis pobres hijas! No podía ahorrarles
sus sufrimientos; hubiera deseado mil veces ser yo la que los padeciera, si con
ello podía evitarles semejante dolor.
Y de pronto allí, en la quietud de mi
estancia, recordé una antigua profecía que había sido recogida por los
sacerdotes del Templo de Iunu y transmitida de maestro a discípulo desde hacía
muchos años:
«Un
tiempo vendrá en que parecerá que las gentes de Khemet observarán en vano el culto de los dioses con santa piedad y que todas
las invocaciones habrán sido estériles y desatendidas. La divinidad abandonará
la tierra y retornará al cielo, abandonando el País de la Doble Corona , su antigua
morada. Entonces esta tierra santificada por tantas capillas y templos se verá
cubierta de tumbas y de muertos.
Este
país, que ha sido el maestro espiritual de toda la Humanidad , en el que los
dioses se amaron con tanta intensidad que lo adoptaron como su hogar aquí en la
tierra, será el lugar que excederá a todos los otros en crueldad.
Los
muertos superarán a los vivos y los sobrevivientes serán reconocidos como khem-taui
sólo por su lenguaje, porque sus acciones serán como las de los hombres de
cualquier otra raza.
!Oh
Khemet, Khemet!
No
quedará de tu religión más que vagos relatos absurdos que la posteridad ya no
creerá y palabras grabadas sobre la piedra narrando tu piedad. Todas las voces
sagradas serán silenciadas. La oscuridad será preferida a la Luz. Ninguna mirada
se elevará al cielo.
El
puro será tratado como loco y el impuro será admirado como sabio.
El
conocimiento del Alma Inmortal será ridiculizado y negado.»
Del Capítulo 33 de "El ocaso de Atón"
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