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lunes, 11 de julio de 2016

DESVELANDO EL MISTERIO 16: Nacimientos reales

A los pocos días la Reina me mandó llamar. Esta vez pude observar claramente su estado, que no dejaba lugar a dudas de que la Reina daría a luz dentro de muy poco tiempo.
—Te he mandado llamar, Nefertiti, porque quiero que seas la primera en conocer mi decisión.
—Agradezco tu confianza, mi Señora.
Le había respondido creyendo que se refería a su plan con respecto a Satamón. Pero no iba a tardar en darme cuenta de mi error.
—Esperemos que también sea de tu agrado.
—Estoy segura de ello.
—Yo no tanto; pero mi decisión está tomada y se hará tal como he dispuesto.
—Las palabras de una Reina son deberes para sus súbditos.
—Me complace que lo creas así. Al parecer se está extendiendo el rumor de que mantienes citas secretas con Horemheb y no puedo permitir que se ponga en duda la legitimidad de mis nietos.
Mi sangre se había detenido y golpeaba con fuerza mis sienes. Temiendo lo peor, intenté ofrecer mis excusas a la Reina.
—Señora, yo no soy más que una sierva tuya que cumple con exactitud sus deberes dando descendencia a tu hijo.
—Sé que cumples con tus obligaciones lo mejor que puedes, pero eso no es suficiente. También he visto como miras a Horemheb en público y eso ha dado lugar a habladurías que es preciso atajar cuanto antes.
—Procuraré enmendar mi conducta inmediatamente.
—Lo harás, si no quieres que el rumor se convierta en noticia y Horemheb se convierta en reo de adulterio por haber intentado seducir a la esposa del Heredero.
—No comprendo.
—Tu honestidad, integridad y fidelidad hacia mi hijo deben quedar fuera de toda duda, Nefertiti.
—Pero, en todo caso, sería yo la que podría ser acusada de adulterio… —me atreví a replicarle.
—A partir de ahora, también Horemheb podrá serlo. He dispuesto que, para atajar los rumores, se despose inmediatamente con la dama Amenia.
La espina envenenada de los celos se clavó en mi corazón. La habitación empezó a girar velozmente a mi alrededor y creí que iba a perder el conocimiento. Viendo mi extrema palidez, la Reina me invitó a sentarme y llamó a los sun-nu reales, que constantemente velaban por la salud de la soberana desde una habitación contigua. Afortunadamente para mí, todos creyeron que se trataba de una indisposición fortuita, consecuencia de mi estado. Todos, menos la Reina.
Tal como ella había dispuesto, los Acuerdos Matrimoniales de Horemheb y Amenia tuvieron lugar inmediatamente. En agradecimiento a los magníficos servicios prestados al país, NebmaatRa obsequió a la pareja con un ostentoso palacio no muy lejos de la Gran Casa. Yo deseaba pensar que se trataba tan sólo de una transacción oficial y procuraba evitar que mi imaginación se disparase presentándome la imagen de mi amante en brazos de otra mujer, aunque ésta fuera su propia esposa. La sola idea de que pudiera engendrar en ella llenaba mi corazón de dolor.
Pero lo que más me sorprendió en aquellos momentos fue la extraña reacción de mi hermana Mut quien, por otra parte, era totalmente ignorante de la relación que me unía con Horemheb.
—¿Cómo es posible que haya elegido a semejante mujer por esposa? —me había dicho al enterarse de la noticia.
—Sus motivos tendrá, hermana.
—¡Pero si esa Amenia es mucho mayor que él!
—Es una de las Acompañantes de la Reina y probablemente Horemheb haya visto en ella algo que le ha seducido —me costaba un gran trabajo convencer a mi hermana de lo que yo no creía.
—Vamos, Nefertiti, estoy segura de que tú también te has dado cuenta de que no es mujer para él. Horemheb es joven, valiente y hermoso y ella…
—En todo ser humano hay valores más importantes que la belleza, Mutnedjmet.
A partir de su enlace con Amenia, Horemheb se mantuvo un tiempo prudencial sin visitar mi lecho, pero no había día en que no se acercara para interesarse por mi salud o para charlar amistosamente con mi esposo. Frente a todos, era un feliz hombre casado; para la Reina, los comentarios habían finalizado y, por lo que a ella respectaba, mi estado de gravidez hacía innecesarios sus servicios en mi alcoba, al menos por el momento.
Tan sólo Amenhotep, él y yo sabíamos la verdad: que no había verdadero amor entre él y su esposa y que Horemheb guardaba su semilla sólo para derramarla en mi interior. O, al menos, eso es lo que yo deseaba creer…
Antes del tiempo previsto, la Casa Kheneret se despertó una madrugada en estado de alerta. El parto de la Reina se había adelantado.
Todos estábamos pendientes de las noticias que constantemente llegaban de la «Glorieta para Partos», traídas por el constante ir y venir de las matronas que se ocupaban del acontecimiento.
Finalmente pareció que todo tenía un feliz desenlace con el nacimiento de un varón, tal como el oráculo había anunciado. Pero la semilla surgida de los huesos de su padre había sido transmitida al niño, que había heredado la debilidad del anciano. Quizás por eso la Reina había decidido ponerle el nombre de Tut-ankh-Atón, «El que vive en Atón», con la esperanza, tal vez, de que el dios de sus ancestros otorgase a su hijo las fuerzas para vivir que parecían faltarle.
Ya se había dado el parto por resuelto y el niño había sido entregado a la Nodriza elegida. La Reina estaba a punto de ser trasladada cuando, de pronto, se presentaron de nuevo los dolores. Se formó un gran revuelo alrededor del nuevo nacimiento que se avecinaba y todos esperábamos conocer las noticias sobre el nuevo infante real y su sexo. Se trataba de un nuevo varón, fuerte y hermoso. Su madre le llamó SemenejkaRa, «Vigoroso es el espíritu de Ra». De esta forma y al mismo tiempo, la Reina se congraciaba con el nuevo culto solar nacido en Iunu, que cada vez ganaba más adeptos. Cualquier cosa menos dar un nombre a sus hijos que ensalzara de alguna manera a Amón, a cuyos sacerdotes había declarado la guerra abierta.
Los meses transcurrieron rápidos en la Gran Casa y llegó el momento de mi propio parto.
Deseaba fervientemente que esta vez el oráculo se hubiera equivocado; pero no fue así. Di a luz a una segunda niña que, al recibir su pedazo de kh, emitió un sonido parecido a un «no», que causó un revuelo entre las matronas. El signo fue interpretado por los sacerdotes como un mal presagio que amenazaba con acortar la vida de la pequeña. Por eso, Amenhotep y yo estuvimos de acuerdo en conjurar el mal augurio otorgando a nuestra segunda hija el nombre de nacimiento de MeketAtón, «La protegida de Atón».
Por suerte para nosotros, los gemelos de la Reina se estaban criando correctamente y Tutankhatón, a pesar de que su constitución era mucho más débil que la de su hermano, parecía haber soslayado sus primeros problemas tras el alumbramiento. Eso mantenía momentáneamente alejado de nosotros el fatídico sheut de Satamón quien, a pesar de haber sido nombrada Gran Esposa Real (título que ninguna de sus otras dos hermanastras con las que el Faraón NebmaatRa se había desposado ostentaba), parecía empeñada en acaparar la atención de su padre con algún oscuro fin. 

Del Capítulo 17 de "El ocaso de Atón"

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