A los pocos días la Reina me mandó llamar. Esta
vez pude observar claramente su estado, que no dejaba lugar a dudas de que la Reina daría a luz dentro de
muy poco tiempo.
—Te he mandado llamar, Nefertiti, porque
quiero que seas la primera en conocer mi decisión.
—Agradezco tu confianza, mi Señora.
Le había respondido creyendo que se refería a
su plan con respecto a Satamón. Pero no iba a tardar en darme cuenta de mi
error.
—Esperemos que también sea de tu agrado.
—Estoy segura de ello.
—Yo no tanto; pero mi decisión está tomada y
se hará tal como he dispuesto.
—Las palabras de una Reina son deberes para
sus súbditos.
—Me complace que lo creas así. Al parecer se
está extendiendo el rumor de que mantienes citas secretas con Horemheb y no
puedo permitir que se ponga en duda la legitimidad de mis nietos.
Mi sangre se había detenido y golpeaba con
fuerza mis sienes. Temiendo lo peor, intenté ofrecer mis excusas a la Reina.
—Señora, yo no soy más que una sierva tuya
que cumple con exactitud sus deberes dando descendencia a tu hijo.
—Sé que cumples con tus obligaciones lo mejor
que puedes, pero eso no es suficiente. También he visto como miras a Horemheb
en público y eso ha dado lugar a habladurías que es preciso atajar cuanto
antes.
—Procuraré enmendar mi conducta
inmediatamente.
—Lo harás, si no quieres que el rumor se
convierta en noticia y Horemheb se convierta en reo de adulterio por haber
intentado seducir a la esposa del Heredero.
—No comprendo.
—Tu honestidad, integridad y fidelidad hacia
mi hijo deben quedar fuera de toda duda, Nefertiti.
—Pero, en todo caso, sería yo la que podría
ser acusada de adulterio… —me atreví a replicarle.
—A partir de ahora, también Horemheb podrá
serlo. He dispuesto que, para atajar los rumores, se despose inmediatamente con
la dama Amenia.
La espina envenenada de los celos se clavó en
mi corazón. La habitación empezó a girar velozmente a mi alrededor y creí que
iba a perder el conocimiento. Viendo mi extrema palidez, la Reina me invitó a sentarme y
llamó a los sun-nu reales, que
constantemente velaban por la salud de la soberana desde una habitación
contigua. Afortunadamente para mí, todos creyeron que se trataba de una
indisposición fortuita, consecuencia de mi estado. Todos, menos la Reina.
Tal como ella había dispuesto, los Acuerdos
Matrimoniales de Horemheb y Amenia tuvieron lugar inmediatamente. En
agradecimiento a los magníficos servicios prestados al país, NebmaatRa obsequió
a la pareja con un ostentoso palacio no muy lejos de la
Gran Casa. Yo deseaba pensar que se trataba
tan sólo de una transacción oficial y procuraba evitar que mi imaginación se
disparase presentándome la imagen de mi amante en brazos de otra mujer, aunque
ésta fuera su propia esposa. La sola idea de que pudiera engendrar en ella
llenaba mi corazón de dolor.
Pero lo que más me sorprendió en aquellos
momentos fue la extraña reacción de mi hermana Mut quien, por otra parte, era
totalmente ignorante de la relación que me unía con Horemheb.
—¿Cómo es posible que haya elegido a
semejante mujer por esposa? —me había dicho al enterarse de la noticia.
—Sus motivos tendrá, hermana.
—¡Pero si esa Amenia es mucho mayor que él!
—Es una de las Acompañantes de la Reina y probablemente
Horemheb haya visto en ella algo que le ha seducido —me costaba un gran trabajo
convencer a mi hermana de lo que yo no creía.
—Vamos, Nefertiti, estoy segura de que tú
también te has dado cuenta de que no es mujer para él. Horemheb es joven,
valiente y hermoso y ella…
—En todo ser humano hay valores más
importantes que la belleza, Mutnedjmet.
A partir de su enlace con Amenia, Horemheb se
mantuvo un tiempo prudencial sin visitar mi lecho, pero no había día en que no
se acercara para interesarse por mi salud o para charlar amistosamente con mi
esposo. Frente a todos, era un feliz hombre casado; para la Reina , los comentarios
habían finalizado y, por lo que a ella respectaba, mi estado de gravidez hacía
innecesarios sus servicios en mi alcoba, al menos por el momento.
Tan sólo Amenhotep, él y yo sabíamos la
verdad: que no había verdadero amor entre él y su esposa y que Horemheb
guardaba su semilla sólo para derramarla en mi interior. O, al menos, eso es lo
que yo deseaba creer…
Antes del tiempo previsto, la Casa
Kheneret se despertó una madrugada en estado de alerta.
El parto de la Reina se había adelantado.
Todos estábamos pendientes de las noticias
que constantemente llegaban de la «Glorieta para Partos», traídas por el
constante ir y venir de las matronas que se ocupaban del acontecimiento.
Finalmente pareció que todo tenía un feliz
desenlace con el nacimiento de un varón, tal como el oráculo había anunciado.
Pero la semilla surgida de los huesos de su padre había sido transmitida al
niño, que había heredado la debilidad del anciano. Quizás por eso la Reina había decidido ponerle
el nombre de Tut-ankh-Atón, «El que vive en Atón», con la esperanza, tal vez,
de que el dios de sus ancestros otorgase a su hijo las fuerzas para vivir que
parecían faltarle.
Ya se había dado el parto por resuelto y el
niño había sido entregado a la
Nodriza elegida. La
Reina estaba a punto de ser trasladada cuando, de pronto, se
presentaron de nuevo los dolores. Se formó un gran revuelo alrededor del nuevo
nacimiento que se avecinaba y todos esperábamos conocer las noticias sobre el
nuevo infante real y su sexo. Se trataba de un nuevo varón, fuerte y hermoso.
Su madre le llamó SemenejkaRa,
«Vigoroso es el espíritu de Ra». De esta forma y al mismo tiempo, la Reina se congraciaba con el
nuevo culto solar nacido en Iunu, que
cada vez ganaba más adeptos. Cualquier cosa menos dar un nombre a sus hijos que
ensalzara de alguna manera a Amón, a cuyos sacerdotes había declarado la guerra
abierta.
Los meses transcurrieron rápidos en la
Gran Casa y llegó el momento de mi propio
parto.
Deseaba fervientemente que esta vez el
oráculo se hubiera equivocado; pero no fue así. Di a luz a una segunda niña
que, al recibir su pedazo de kh,
emitió un sonido parecido a un «no», que causó un revuelo entre las matronas.
El signo fue interpretado por los sacerdotes como un mal presagio que amenazaba
con acortar la vida de la pequeña. Por eso, Amenhotep y yo estuvimos de acuerdo
en conjurar el mal augurio otorgando a nuestra segunda hija el nombre de
nacimiento de MeketAtón, «La protegida de Atón».
Por suerte para nosotros, los gemelos de la Reina se estaban criando
correctamente y Tutankhatón, a pesar de que su constitución era mucho más débil
que la de su hermano, parecía haber soslayado sus primeros problemas tras el
alumbramiento. Eso mantenía momentáneamente alejado de nosotros el fatídico sheut de Satamón quien, a pesar de haber
sido nombrada Gran Esposa Real (título que ninguna de sus otras dos
hermanastras con las que el Faraón NebmaatRa se había desposado ostentaba),
parecía empeñada en acaparar la atención de su padre con algún oscuro fin.
Del Capítulo 17 de "El ocaso de Atón"
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