Tú apareces bellamente
en el horizonte, Atón viviente.
Tú sostienes cada día, Señor,
El trono perteneciente
a las Tierras Buenas.
Escucha, ¡mantenme a salvo!
Una mañana, mientras me encontraba recitando estas bellísimas palabras que mi esposo había compuesto como canto de amor dirigido a nuestro Padre Divino, Creador de todo lo visible y lo invisible, sufrí un raro desmayo. Mi ka abandonó mi cuerpo y pude disfrutar de una increíble visión.
en el horizonte, Atón viviente.
Tú sostienes cada día, Señor,
El trono perteneciente
a las Tierras Buenas.
Escucha, ¡mantenme a salvo!
Una mañana, mientras me encontraba recitando estas bellísimas palabras que mi esposo había compuesto como canto de amor dirigido a nuestro Padre Divino, Creador de todo lo visible y lo invisible, sufrí un raro desmayo. Mi ka abandonó mi cuerpo y pude disfrutar de una increíble visión.
O, tal vez, fuera solamente un sueño.
Me parecía estar debajo de una especie de
cúpula, desde la que doce seres resplandecientes, enteramente vestidos de
blanco, asomaban sus cabezas observándome desde una balaustrada. Junto a mí
había un hombre de media edad, que llevaba sobre su frente una corona extraña
y, a su lado, otro ser de apariencia algo distinta se dirigió a mí con un
acento muy peculiar. Al instante reconocí su voz, sus palabras y el tono con el
que el venerable anciano las pronunciaba. Él era, sin duda alguna, uno de
aquellos seres invisibles que me hablaban cuando todavía vivía en la casa de mi
padre Ay.
—«Conocer
cosas que ignoras, ahora tú debes, Hija de la
Luz. El Consejo de Ancianos presidido por
tu padre, el noble Aitum-Ra y yo mismo, te damos la bienvenida».
—Aitum-Ra… —murmuré como en una especie de
ensoñación.
—«Ese
dios al que veneráis, Hija del Sol, sólo un Hombre es, al que vosotros llamáis
Atón. Aitum-Ra es su nombre y, más allá de los cielos, tu verdadero padre y el
del llamado Akhenatón es. Cuando, tras la muerte, vuestras Esencias para
siempre abandonen vuestros cuerpos terrestres, aquí regresaréis para recuperar
vuestras auténticas identidades al lado de vuestro padre. El cuerpo que ahora
abandonado tú has, sólo un vehículo prestado es que tu misión te permite
cumplir, en el tiempo y el espacio de Tâ».
No sabía donde estaba e instintivamente miré
hacia abajo. Vi mi cuerpo vacío, tumbado sobre la hierba suave del jardín en el
que me encontraba unos momentos antes y me alarmé. Miré mis manos y me
parecieron distintas, aunque no podría precisar exactamente en qué.
—«Aquel-Que-Todo-Lo-Puede
el único Dios es».
Me sentía inesperadamente cómoda entre
aquellos seres pero, a la vez, las extrañas palabras del anciano me
perturbaban. ¿Sería cierto lo que estaba escuchando? Y, si lo era, ¿podría ser
posible que Akhenatón hubiese confundido el mensaje divino, concediendo
categoría de dios a aquel a quien el anciano llamaba nuestro padre?
A partir de aquel momento, fue Aitum-Ra quien
se dirigió a mí. También su voz me resultó conocida.
A pesar de que se expresaba con una gran
autoridad, sus palabras reflejaban un amor inmenso y su forma de hablar era
dulce y musical. Su sola presencia me llenaba de paz y de un sentimiento muy
cercano a la ternura.
—«Mi
Esencia se regocija con tu presencia, mi pequeña rosa. Estás sorprendida, pero
nada debes temer. Tú eres mi hija enviada a vuestra Tierra, que nosotros
llamamos Tâ, para cumplir una misión de gran importancia. Para llevar a cabo el
plan previsto, contigo descendieron otros miembros de la Familia muy amados por mí:
aquel que es ahora tu esposo, el general Horemheb y el escultor Dhjutmose.
Muchos otros que conocisteis en otras vidas están a vuestro alrededor; cada uno
de ellos ha sido enviado igualmente con una tarea específica que debe apoyar a
la vuestra. Desde vuestra alta posición, tenéis acceso a importantes
conocimientos que están ocultos en los Registros de la Humanidad.
«Al
rechazar a los antiguos dioses, Akhenatón ha cumplido con parte de su cometido.
Debes confiar en que sus razones han sido del orden más elevado, ya que es
conocedor de algunos secretos que sólo a él le hemos revelado.
«Cuando
Akhenatón
recibió sus iniciaciones en los Templos durante su infancia y su adolescencia,
observó hasta qué punto la armonía de Tâ se estaba deteriorando por causa de
las creencias equivocadas de los hombres, engañados por las enseñanzas de los
sacerdotes de los falsos dioses.
«Desde
su nacimiento pudo comprobar de cerca el poder ilimitado del clero y el abuso
de autoridad de los faraones, los cuales se apoyan en su descendencia divina
para mantener estable su autoridad.
Advirtió también los desmanes físicos y
sensuales que su padre cometía, los cuales propiciaron que el joven príncipe se
refugiase en el lecho de su madre y bloquearon su sexualidad; ése fue su mayor
error.
«Cuando
le llegó el momento de convertirse en Faraón y someterse a la iniciación
última, no comprendió totalmente el mensaje que recibía y este es, en parte, el
motivo por el cual te encuentras hoy aquí. No es fácil sintonizar con vosotros
y, en los últimos tiempos, nos resulta cada vez más dificultoso poder conectar
con Akhenatón, pues su Esencia huye de su mente desequilibrada, o se niega a
escucharnos».
Como si hubiera escuchado mis pensamientos,
aquel ser contestó a una de las preguntas que habían surgido de pronto en mi corazón.
—«No,
mi pequeño pajarillo, no ha enloquecido; pero lo hará, si no consigues que los sun-nu y los hekau reales mantengan estable su Esencia. Tu esposo no puede evitar que su
personalidad humana sienta odio por aquellos que no escuchan sus enseñanzas. Su
constitución débil y enfermiza, que debía ser clave para su evolución, ha hecho
crecer en él un miedo por sus semejantes que su condición de Faraón no consigue
vencer. Debes permanecer a su lado y apenarte por él, porque sufre una gran
confusión y experimenta un gran dolor por esta causa. Sabemos bien cuanto le
amas y eso es producto de las otras vidas que habéis vivido juntos y,
efectivamente, esta es también la causa de tus inusuales afectos por Horemheb y
Dhjutmose».
Nuevamente mi padre celestial había leído en
mi mente y había aclarado el motivo de los distintos e intensos afectos que
sentía hacia aquellos tres hombres.
Del Capítulo 27 de "El ocaso de Atón"
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