Había en la «Tienda» un lugar con salida al exterior, en el que
se depositaban las ropas manchadas de sangre, que unas esclavas recogían dos
veces al día para lavarlas. Las tiras, aunque marcadas con mi propio sello,
eran luego aprovechadas por otras mujeres de dignidad inferior a la mía.
El lavado de estas
prendas es algo impuro, pero a las esclavas no les importa trabajar en estos
menesteres con tal de poder comer.
Un día pude
escuchar parte de una conversación que dos de ellas mantenían.
—Dicen
que la nueva esposa del Faraón es tan bella como la misma Nefertiti.
—Ninguna
mujer podría igualar semejante belleza.
La segunda voz
parecía pertenecer a una mujer de bastante más edad.
—¿Has
podido ver a Taduhepa, abuela?
—Por
lo que sé, muy pocos la han visto.
—Dicen
que apenas sale de sus aposentos y sólo se ocupa de complacer al Rey.
—Ella
es una verdadera princesa, pero es extranjera… —murmuró con tristeza la
anciana— La Raza
de los Dioses se está perdiendo.
—¿De
qué hablas?
—De la Sangre Real.
—¿Sangre
Real?
—Antes
de NebmaatRa, ningún Faraón había mezclado su sangre. Las Reinas son las
depositarias de la Sangre Divina
y nuestra Reina no es más que una mujer del pueblo, igual que Nefertiti.
—Dicen
que las dos son descendientes de Ahmes-Nefertari por línea indirecta.
—¡Yo
no lo creo! —exclamó la anciana, algo enojada.
—No
alces la voz, abuela —murmuró la que había hablado en primer lugar—. Si alguien
nos escuchara, seríamos duramente castigadas.
Ignorando la advertencia
de su interlocutora, la anciana continuó.
—En
el pasado, cuando el Faraón que ascendía al trono no era hijo de la Primera Gran Esposa,
solía casarse con una medio-hermana cuya sangre fuera pura. Ahora las cosas han
cambiado mucho y nuestro Señor parece preferir el placer y la belleza a la
pureza de la sangre azul.
—No
existe la sangre azul. Yo nunca he lavado tiras manchadas de ese color. ¿Lo
ves? La sangre de la Familia Real
es tan roja como la nuestra.
—Ninguna
de las mujeres de la Casa Kheneret tiene
verdadera sangre real. No hay aquí ninguna verdadera descendiente de la divina
Ahmes Nefertari. Si la hubiera, te convencerías de que lo que digo es verdad.
—Lo
que dices no tiene sentido. La sangre es roja, ya sea la de una esclava o la de
la hija de un Faraón.
—Si
no fueras tan tonta, Merentap, sabrías que hasta ahora los Faraones habían
rehusado siempre mezclar su sangre fuera de la Familia Real y, cuando lo
hacían, los hijos nacidos de esos encuentros no tenían acceso al Trono o, si
querían reinar, estaban obligados a desposar a una Esposa del Dios, heredera
por línea directa de la divina Ahmes-Nefertari.
—¿Y
crees de verdad que su sangre no es roja?
Sus voces se
perdían, diluyéndose ya entre los muchos sonidos que llegaban del exterior. Era
evidente que, cumplido su cometido, se alejaban de allí.
—Contempla
las pinturas de los templos y a los verdaderos descendientes reales. Obsérvales
bien: son los hijos de los dioses, los herederos divinos de su Raza. Son
distintos a nosotros, más altos, más blancos. Son los Hombres Azules, sucesores
de los dioses… y su sangre no es roja. ¡Es azul!
Apenas si podía ya
oírlas, pero aquellas últimas frases habían removido un extraño recuerdo,
alojado desde hacía siglos en algún desconocido rincón de mi esencia.
Del Capítulo 15 de "El ocaso de Atón"
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