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La Esencia de la Diosa vive en el corazón de cada mujer y en el de algunos hombres sensibles que saben serlo sin perder por ello su masculinidad. Espero de todo corazón que te guste el contenido de esta página y te animo a participar en ella activamente publicando tus comentarios o utilizando el botón "g+1" para recomendar las entradas que te gusten.

martes, 28 de julio de 2015

EL BESO DE UN ÁNGEL


Acababa de ganar sus primeras alas y ya formaba parte de la Brigada de Mantenimiento. Realmente, podía estar orgulloso de sí mismo y seguramente lo habría estado, si no fuera porque los Ángeles no conocen el orgullo.
Estaba impaciente por que le fuera asignada su primera misión importante, pero la verdad es que no había en el Cielo gran cosa de que ocuparse salvo procurar que las nubes no se alejasen demasiado de su camino, o barrer y abrillantar cada día la gran bóveda celeste.
Pero un día sucedió lo imprevisible: una gran tormenta estalló sobre la Tierra. Los vientos soplaban huracanados y todo el cielo se oscureció. Dos enormes nubes negras se peleaban entre sí por lograr el lugar privilegiado dentro del temporal. Una y otra vez, embestían enfurecidas una contra otra con un terrible estruendo que hacía retumbar el Cielo y temblar la Tierra entera.
De pronto, una de ellas pareció retirarse pero, súbitamente, giró sobre sí misma, cogió carrera y fue a chocar contra la otra con tal fuerza, que la desplazó por completo. Un gigantesco relámpago cruzó el cielo para ir a perderse en algún lugar desconocido, mientras que al instante se escuchó un ruido atronador.
Y tras esto, un gran silencio.
Poco a poco, consternadas, las nubes se fueron disolviendo, el viento paró y la tormenta fue amainando. Los Ángeles Vigilantes recorrían el espacio para comprobar los daños; casi todos los compañeros veteranos de nuestro Angelito habían salido a patrullar los cielos y éste había quedado muy triste en su puesto de reserva.
Pero de improviso resonó una voz que le ordenó presentarse ante San Pedro.
—Acabo de recibir varios reportes sobre los daños que ha causado la tormenta —dijo éste— y no me queda más remedio que intentar repararlos con los Ángeles Reserva. De modo que ésta va a ser tu prueba de fuego.
El Angelito le miraba atónito y encantado. ¡Por fin una misión importante, una oportunidad de demostrar todo lo que había aprendido en el cursillo de formación!
—El rayo que se formó con el choque de las dos grandes nubes ha atravesado la Bóveda y ha ido a perderse en el espacio. No obstante, en su camino ha producido un gran desgarrón en el que varias nubes han quedado atrapadas y por el que podrían salir el Sol, la Luna o las estrellas y perderse también. Así que deberás repararlo antes de que el Sol llegue hasta ése lugar, lo cuál será dentro de cuatro horas, exactamente. Deberás darte prisa y hacerlo con sumo cuidado. ¿Has entendido bien?
—Perfectamente, señor.
—En ese caso preséntate en el Almacén y allí te darán cuanto precises para la reparación. Confiamos en ti.
Dando brincos de alegría se dirigió al Almacén.
—«No les defraudaré» —pensaba confiado.
Tomó mortero de rocío de aurora, ladrillos azul celeste, una enorme aguja de luz y un ovillo de hilo de nube. Aquello era todo lo que podía necesitar, se dijo. Y, muy contento, se dirigió al lugar que su Jefe le había indicado.
Al llegar a su destino comprobó que, en efecto, el agujero era tremendo. Tendría suerte si reparaba todo aquel estropicio en cuatro horas, así que se puso manos a la obra.
Empezó desenganchando las nubes de entre las aristas que había formado la bóveda al partirse y a remendarlas cuidadosamente.
Una vez que hubo soltado la primera nube, la utilizó para sentarse cómodamente en ella para seguir zurciendo a sus compañeras.
Desde su lugar privilegiado, la vista era magnífica.
Pero… ¿Qué era aquel enorme globo azul que podía verse a través de la grieta?
¿Sería la Tierra?
Mirando atentamente, empezó a distinguir grandes extensiones de agua, montañas llenas de vegetación y planicies completamente áridas.
En todas las partes en las que el verde predominaba pudo ver a unas criaturas muy parecidas a él mismo, aunque parecían estar envueltas en una materia mucho más densa que la suya.
—Deben de ser hombres —pensó, recordando la descripción que de ellos le había hecho un Ángel de la Guarda amigo suyo.
Aquellos curiosos seres se agrupaban por lo general en comunidades llenas de suciedad y miseria. Algunos pocos vivían en reductos fortificados, rodeados de grandes lujos que habían sido costeados enteramente por los que se debatían en la pobreza.
Pero tanto ricos como pobres eran igualmente sucios, violentos, desconsiderados y envidiosos. La única diferencia estaba en que los ricos podían permitirse ser ambiciosos, avariciosos, lujuriosos, ladrones y asesinos sin que ninguna ley pudiera ponerles freno, porque utilizaban el poder en su propio beneficio.
No contentos con lo que la Madre Naturaleza les ofrecía de forma gratuita para su sustento, los hombres habían esclavizado a sus animales criándolos para matarlos, para hacerles trabajar en su lugar o atándoles a extraños carruajes que utilizaban para su transporte.
La Tierra entera se había llenado con toda la suciedad que acumulaban por donde pasaban, los bosques eran destrozados para combatir el frío del invierno, para construir casas y otros muchos usos, el aire se había llenado de toda clase de tóxicos y largas franjas de terreno que aparecían devastadas eran utilizadas para el transporte de hombres y mercancías.
El Angelito estaba consternado.
Con la gran aguja entre sus manos se había quedado absolutamente alelado, dejando pasar el tiempo sin darse cuenta.
El Sol estaba ya muy alto en el horizonte y, de pronto y sin que ni él ni nadie pudiera evitarlo, el astro rey se coló por la rendija a gran velocidad y desapareció del firmamento.
Todo se oscureció de repente.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?
El mal ya estaba hecho.
Miró nuevamente hacia abajo. Oía los gritos aterrados de los hombres que repentinamente se habían quedado sin luz y sin calor, pero nada podía ver, salvo una oscuridad total.
Pronto unos débiles puntitos de luz allá abajo le permitieron ver algo más. Los hombres habían encendido antorchas y hogueras para calentarse o defenderse. Otros, aprovechando la confusión y la oscuridad, se apropiaban de cuanto podían o llevaban a cabo toda clase de acciones vengativas contra antiguos enemigos.
Algunos corrían despavoridos sin rumbo fijo y en las viviendas los campesinos atrancaban puertas y ventanas y ponían vigilancia a sus animales.
De nuevo, la voz que le conminaba a presentarse ante su Jefe le sacó de su ensimismamiento.
—¿Sabes lo que has provocado? ¿Tienes idea de las consecuencias? Has sido curioso, desobediente, perezoso e inconsciente. Tus faltas han desencadenado un gran cataclismo cuyas consecuencias deberemos sufrir todos. Te avisé que el desgarrón debía ser reparado antes de cuatro horas y te previne de lo que podía pasar. ¡No tienes excusa!
El Angelito, rojo como un pimiento, mantenía la cabeza gacha.
—El sol, al pasar cerca de la grieta, ha sido absorbido por el vacío y ha salido fuera de la bóveda celeste. Hasta dentro de un año terrestre cuando al pasar por el mismo punto pueda ser conducido a través de esa misma grieta que tú debiste arreglar, no podrá ser reconducido a su órbita normal. Mientras tanto, deberemos construir una pantalla de contención para que, por el mismo sitio, no escapen también la luna y las estrellas.
Sin saber qué decir, el Angelito pensaba que tal vez él podría ayudar, pero…
—Pero tú, ¡tú no serás uno de los que se encarguen de hacerlo! A partir de este momento quedas despojado de todos tus poderes y deberás devolver tus alas. Sin ellas, ya no serás un Ángel.
Dos lágrimas grandes y brillantes resbalaron de sus ojos de cielo. ¡Sus queridísimas alas, que tantos esfuerzos le habían costado!
—Y puesto que los hombres despiertan tanto tu interés, debes saber que ellos son a quienes más has perjudicado. La luz del sol ya no brillará en la Tierra hasta dentro de un año. Entretanto, los niños enfermarán y los ancianos no calentarán sus huesos a los tibios rayos del mediodía. No habrá cosechas, los animales morirán por falta de pastos unos y por falta de sustento otros. El grano irá menguando en los graneros y reinará el hambre, la miseria y el miedo. Los vicios, las pasiones y la guerra se adueñarán de las tinieblas que cubren la Tierra.
—Pero yo… —intentó disculparse.
—¡No me interrumpas!
Nuevamente agachó la cabeza.
—El Señor no es sólo justo, sino también misericordioso y no sería así si no te diera una oportunidad para enmendar tu falta: descenderás de nivel y te convertirás precisamente en uno de esos seres que han podido acaparar de tal manera tu atención.
Los ojos se le salían de las órbitas. ¿Podía él convertirse en uno de aquellos hombres?
—Durante un año vivirás entre ellos —continuó San Pedro—. Este es el plazo improrrogable del que dispones para remediar en lo posible todo los males que con tu imprudencia y tu inconsciencia has provocado sobre la Tierra.

* * *

Las manos y los pies le dolían terriblemente, parecía tener pinchos en las orejas y la nariz le goteaba constantemente. Estaba literalmente aterido. La oscuridad era total y el frío intensísimo.
Con su leve túnica y descalzo no llegaría muy lejos.
Nunca antes había sentido dolor, ni frío, ni tampoco sabía lo que eran el miedo o la soledad.
Miró a su alrededor. No podía distinguir absolutamente nada y empezó a caminar sin rumbo.
El suelo estaba lleno de pinchos y guijarros; sus pies comenzaron a sangrar. Debía estar en un bosque porque, de vez en cuando, daba con las narices en el tronco de un árbol.
No hubiera podido precisar el tiempo que llevaba andando cuando distinguió, a lo lejos, una débil lucecita. A pesar del cansancio, del frío y ¿del hambre? que ahora le atenazaban, se dirigió, esperanzado, hacia la luz. A medida que se acercaba pudo distinguir, entre los grandes árboles del bosque, la silueta de una choza miserable.
La luz que venía del interior se colaba entre las rendijas de un ventanuco, mal tapadas con unos pobres harapos.
Al aproximarse a la puerta, un perro ladró en el interior de la casucha. Por si el frío no hubiera sido suficiente, el pánico acabó de helarle la sangre en las venas. Quiso escapar a toda prisa de allí, pero sus pies parecían pegados al suelo.
La puerta chirrió al abrirse y en el quicio apareció una anciana de rostro bondadoso que sostenía un cabo de vela en su mano izquierda. A su lado, un mastín olfateaba el viento.
La anciana adelantó la vela e iluminó pobremente el exterior de la casa.
—¡Dios mío! Martín, corre, ven enseguida.
—¿Qué sucede? Ya te he dicho que no abrieras la puerta. Con esta oscuridad no se puede esperar que entre nada bueno —la voz que provenía de dentro de la casa tenía un ligero tono gruñón.
—Vamos, deja de protestar y ven enseguida; es un niño medio muerto de frío. Debe de haberse perdido.
La voz seguía refunfuñando.
— ¡Un niño! Lo que nos faltaba. Con esta oscuridad no puedo salir a trabajar, no tenemos casi ni qué comer y ahora vamos a recoger a un niño.
—Vamos, ven. Deberías verlo. ¡Pobrecito!. Anda, ayúdame.
La anciana había salido de la casa y estaba junto a él. El perrazo le olisqueaba desconfiadamente.
Por fin, el hombre que se llamaba Martín apareció en el umbral.
—Pero, ¿qué…? ¡Demonio de mujer, siempre tiene que salirse con la suya!
Andaba renqueando, envuelto en una sucia manta deshilachada y desgastada por el tiempo. Acercándose, ayudó a su mujer a entrar al niño en la casa.
Como pudieron, le instalaron cerca del fuego que ardía en un rincón.
—¡Vamos, vamos, mujer!, no te quedes ahí parada. Pon agua a hervir y trae las hierbas que guardo en aquel estante. Ya que está aquí habrá que curarle estos pies y, además, está lleno de arañazos y magulladuras. ¡Date prisa!
La mujer obedeció.
—Tú, niño, ¿cómo te llamas?
—Ángel.
—¿De dónde vienes?
—De muy lejos, señor.
—¡No me llames señor! Yo soy Martín, el pastor. Mi mujer se llama Adela.
Los ojos de Ángel se habían quedado fijos en una marmita que calentaba su contenido junto al fuego.
—¡Adela! Este niño debe tener hambre. Trae queso, un trozo de pan y un vaso de leche.
El tono de su voz resultaba bastante agrio, pero se leía la bondad en sus ojos.
—Tú, niño, ¿dónde están tus padres?
—No tengo padres.
—¿Cómo que no tienes padres?
Martín le había envuelto con la manta que minutos antes le calentaba.
—Yo no los conozco.
—Eso es otra cosa, pero ¿qué demonios andabas haciendo sólo en el bosque, en camisa y con esta oscuridad?
Aunque no podía precisar qué era exactamente aquella sensación, algo muy antiguo se había removido en el corazón de Ángel al escuchar la palabra «demonios».
—Debo haberme perdido.
—¿Hacia dónde te dirigías?
— No lo sé, señor.
—¡Te he dicho que…!
—¡Martín!, no asustes más al chico. Se ha perdido y está muerto de miedo, se le ve en la carita.
—Este chico no sabe nada de nada —refunfuñó Martín.
Sin hacer caso, Adela le tendió un gran tazón de leche caliente y un buen pedazo de pan con queso.
—Anda come, corazón mío, que yo te prepararé una cama junto al fuego y mañana, cuando hayas descansado, ya nos lo contarás todo.
— ¡Hmmmm! —mientras se callaba de mala gana, Martín preparó su vieja pipa y pronto el interior de la casa se llenó con el aroma especiado del tabaco.
A pesar de su aparente malhumor, mientras sometía a Ángel a su estricto interrogatorio le había curado y vendado los pies.
Acurrucado bajo una gruesa manta de lana, sobre un jergón que Adela había improvisado junto a las brasas, muy pronto el cansancio pudo más que él y se quedó profundamente dormido.
—¡Pobrecillo! Mírale, Martín, duerme como un angelito. Debía estar muy cansado y el susto y el miedo de haberse perdido han podido más que él. ¿Será verdad que no conoce a sus padres?
—Si él lo dice…
Adela se quedó mirando al niño, pensativa.
—Martín…
—Conozco ese tono de voz. ¿Qué es lo que quieres ahora?
—Verás, querido, estaba pensando que tal vez Ángel podría quedarse con nosotros y…
—¿Estás loca, mujer? El cielo ha oscurecido, los animales andan enloquecidos; más de la mitad han escapado, del resto ni podemos ocuparnos. Los que no caigan en manos de los ladrones pronto no tendrán ni qué comer. También nuestra comida se está acabando y tú ¡sólo piensas en quedarte con ese niño!
—Está solito, Martín; y es muy pequeño. No tiene a dónde ir y, aunque no fuera así, con esta oscuridad no podría llegar muy lejos. Además hace un frío espantoso y el bosque está lleno de animales hambrientos, de merodeadores y bandidos. ¿Es que no te da pena?
—No. No podemos ocuparnos de él. ¡No!, no podemos — Martín parecía estar convenciéndose a sí mismo—. Además, el chico no es responsabilidad nuestra.
—¡Sí que lo es! ¿O es que acaso crees que llegó hasta nuestra casa por casualidad? Dios nos lo ha enviado. Puede que sea la respuesta a todas mis plegarias. Tal vez sea el hijo que tanto hemos deseado.
—No mezcles a Dios en esto. ¡Hmmm!
—Mírale Martín, ¡qué guapo es! Parece realmente un ángel — sus ojos se llenaron de lágrimas al acercarse a su marido—. Por favor, Martín, permite que se quede. Estamos envejeciendo y no tienes a nadie que te ayude. Podrías enseñarle el oficio y por las noches nos haría compañía mientras yo coso y tú pintas. Y en primavera, cuando los pastos abundan y se puede bajar al pueblo, podría ayudarte a vender tus miniaturas y mis quesos.
Ahora fue el viejo pastor quién se quedó pensativo. Bajo su aparente fachada de cascarrabias había un alma sensible, un alma de artista.
—Está bien. Puede quedarse. Pero sólo hasta que la oscuridad termine o hasta que alguien venga a buscarlo.
Adela sonrió complacida.
Cuando Ángel despertó hacía ya rato que Adela había preparado la comida y un agradable olor a cocido invadía la humilde casita.
—¿Cómo estás? ¿Has dormido bien?
—Ssssí, muchas gracias. ¡Qué bien huele!
—¡Claro! Debes tener hambre. Has dormido más de doce horas. Ven, vamos a comer. Después me ocuparé de ti. Con ropas viejas de Martín te he hecho unos pantalones y te arreglaré una camisa. También tejeré para ti calcetines, una chaqueta, una bufanda y…
—No marees al chico, Adela. Trae la sopa y no hables más. ¡Tú, niño, siéntate! Podrás quedarte con nosotros si así lo deseas, pero sólo por un tiempo. Somos pobres y no podemos mantener otra boca.
—Trabajaré, señor; muchas gracias por permitir que me quede. Realmente, no sabía a dónde ir.
—¿Trabajarás? Eres muy pequeño, ¿qué podrías hacer tú?
—Soy muy fuerte, señor; y aprendo rápidamente. Déme una oportunidad.
—Eres muy listo y hablas bien para tu edad. Por cierto, ¿cuantos años tienes?
—¿Años? Pues…
—¡Martín!, deja comer al pequeño. ¿No ves que estás poniéndole nervioso?. Seguramente ni siquiera lo sabe. Tendrá cinco, o seis años. ¿Qué más da eso?
Ángel miraba desconcertado la cuchara y el cuenco de sopa que tenía delante.
Tenía una extraña sensación en el estómago. Nunca antes había sentido hambre. En el cielo había todo lo que uno podía apetecer, pero nunca había visto sopa.
Adela le ayudó.
—Vamos, abre la boca. Así.
—Deja que coma él solo. Es muy mayor para darle la comida. Vamos a ver, niño, ¿qué sabes hacer?
—¿Cómo quieres que coma si tú no le dejas?
Los dos ancianos siguieron rezongando un buen rato mientras a Ángel la sopa le sabía a gloria. Nunca se había sentido tan reconfortado, probablemente porque jamás antes se había sentido tan mal.
Mientras ellos discutían no dejaba de darle vueltas a una sola cosa: ¿cómo podría él, un niño, pequeño y desvalido, en un bosque, recogido por dos viejecitos solos y pobres, arreglar todo aquel desastre? ¡Si ni siquiera se podía salir al exterior de la casa con aquella oscuridad!
De pronto una chispa iluminó su mente, ¡pues claro! lo primero era remediar la oscuridad, pero, ¿cómo?
Los días en la tierra pasaban muy rápidamente y Ángel no podía dejar de darle vueltas a su problema. A través del ventanuco podía ver el inmenso cielo estrellado, pero las estrellas estaban demasiado lejanas para poder alumbrar y la luna, sin el sol que la alimentara, había perdido su resplandor.
Recordó tristemente su alegre estancia en el Cielo. Tenía hermanos encargados de arreglar y limpiar las estrellas y tal vez ellos habrían podido ayudarle: una pequeña trampita y, poniendo las estrellas un poco más cerca…
Pero no era más que un niño, débil y desvalido, humano, y ya no podría comunicarse con los Ángeles.
—Ángel, ¿qué te sucede? —Adela había interrumpido sus pensamientos. Entre sus manos arrugadas desgranaba las cuentas de un rosario— Estás casi llorando. ¿Echas de menos a tu familia?
—Nunca tuve a nadie en este mundo. Vosotros sois ahora mi familia, madre.
Ella lo miró entre emocionada y compadecida. La había llamado madre.
¡Había deseado tanto tener un hijo!
—Hijo, ¿a dónde vas?
Ángel se había levantado y se dirigía hacia la puerta con determinación.
—Vuelvo enseguida, madre. No se preocupe.
Salió al patio. La oscuridad le pareció más densa que nunca y el frío era terrible. Miró hacia el cielo y cayó de rodillas. Las lágrimas acudieron a sus ojos y un dolor opresivo a su garganta. Apenas si podía articular una sola palabra.
—Padre-Madre, me has hecho humano y no sé rezar. Veo a mi madre terrenal hacerlo y no encuentro otra forma de hablar contigo. No permitas que mis faltas afecten a seres inocentes. Que ellos no paguen por un delito que no han cometido. Que caiga sobre mí todo el castigo.
Ponía en su plegaria toda la fuerza, todo el arrepentimiento y toda la sinceridad que el permitía su pequeño corazón de niño.
Perdió la noción del tiempo y del espacio y permaneció allí, en interno coloquio con el Padre-Madre Celestial, hasta que una extraña claridad le saco de su estado.
Un cometa se aproximaba con gran rapidez. A medida que estaba más cerca, podía distinguir los dos pares de alas blancas pertenecientes a los dos seres que acercaban aquel astro. El cometa fue disminuyendo su velocidad hasta quedar parado sobre su cabeza; muy alto en el firmamento, pero lo suficientemente cerca como para que su luz iluminara la tierra. Los dos Transportistas habían desaparecido.
Martín y Adela aparecieron en el umbral y, viendo a Ángel frente a ellos, cayeron también de rodillas.
—¡Un milagro! Ha sido un milagro, un milagro. Es maravilloso, Martín, ¡había rezado tanto!
—Gracias Padre, gracias Madre. He aprendido otra gran lección: nunca olvidaré el poder humano de una oración sincera.
Pasaron los días.
La confusión y el miedo en la Tierra habían disminuido con la llegada del cometa. Ya no se cometían pillajes, porque su resplandor iluminaba lo suficiente como para restablecer un ritmo de vida más o menos normal.
Pero el invierno había tocado a su fin y no había ni un brote nuevo en los campos que anunciase la llegada de la primavera. Sin Sol el renacer de la vida era imposible.
Ángel era consciente de que nadie más que él debía solucionar aquel problema y esta vez no podía, no debía, solicitar la ayuda de nadie.
—Si no llega pronto la estación de los pastos, el ganado morirá de hambre.
—Martín, ten paciencia y confía en Dios.
—¡Paciencia! Ya ni esto me distrae.
De un manotazo, Martín había derramado ante él la caja que contenía las pinturas con las que confeccionaba aquellas deliciosas miniaturas que tan bien le pagaban en la ciudad. El bote de pintura que había estado utilizando se derramó sobre la mesa y algunas gotas caían rítmicamente por el borde, formando como pequeñas rosas rojas sobre el enlosado.
Como un relámpago, la luz se hizo en la mente de Ángel.
¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? Acababa de recordar la forma en que se reparaban los desperfectos en el Cielo: unos cuantos ladrillos celestes por aquí, un zurcido en aquella nube de allá y una mano de pintura plateada.
¡Pintura! Esa era la solución.
Puso manos a la obra sin perder un solo instante. Recorrió talleres y tiendas, pueblos y ciudades, casa por casa hasta los más recónditos rincones y almacenó en el granero de Martín toda la pintura que pudo conseguir. El viejo cobertizo estaba lleno a rebosar de botes de pintura pequeños y grandes, de todos los colores.
Desde la puerta, Ángel lo contempló satisfecho. Ciertamente había hecho un buen trabajo y ahora, ¡a trabajar!
Tomó primero pintura verde intenso y con ella pintó los prados de pasto, salpicándolos de pequeños botones amarillos, blancos y malva. Con unas viejas enaguas de Adela hizo trapos con que limpiar los espejos pulidos de los lagos y estanques y frotó hasta dejar brillantes los riachuelos que bajaban de la montaña.
Finalmente, con pintura rosa y blanca pintó las flores de los almendros, de los ciruelos y de los manzanos, de los cerezos, de los perales… con verde tierno pintó sus primeros brotes y observó como los pájaros, alegres de nuevo ante la llegada de aquella inesperada primavera, volvían a gorjear.
Saltaban de rama en rama, cortejándose. Sus cantos eran tan particularmente dulces y sus juegos tan conmovedores que ni siquiera se dio cuenta de que la estación ya había acabado y su trabajo estaba aún por terminar.
—Ha llegado el verano, Ángel —la voz llegaba hasta él desde algún lugar desconocido de su interior—. Los frutos deberían estar en su apogeo, pero has desperdiciado tu tiempo de primavera distraído en cosas banales. Tendrás que correr más si quieres conseguir tus objetivos.
Era cierto.
Miró consternado los botes medio vacíos en los que la pintura se había secado. Corrió de nuevo hacia el cobertizo. Cargó ahora con botes de pintura amarillo real para pintar otra vez los campos, convirtiéndolos en trigales maduros que alegró con el azul intenso de los azuletes y el rojo de las amapolas.
Subido a los árboles frutales pintó manzanas rojas, melocotones aterciopelados y guindas color púrpura. Salpicó los márgenes de las veredas de rojas fresas y llenó la huerta de hortalizas de todos los colores.
Pronto las laboriosas hormigas formaron largas colas trasegando el grano que caía de las espigas colmadas de frutos.
Ensimismado, contemplaba su ajetreado ir y venir, cómo iban rellenando sus graneros para el invierno. Vio también un escarabajo verde irisado que empujaba sin cesar su bola de estiércol y hasta las cigarras repetían hasta morir su monótona canción.
—¡Ángel! ¿Has calentado lo suficiente la nieve de las montañas? El tiempo de verano necesitaba mucha agua y la estación ha terminado ya —la voz volvía a sonar en su interior.
¿Que podía hacer?
Nuevamente había dejado pasar su oportunidad, distraído en cosas sin importancia.
Volvió cabizbajo y avergonzado al cobertizo. Estaba ya casi vacío. Quedaban únicamente los colores menos alegres. Eligió primero los más cálidos y, subido nuevamente a los árboles, arrancaba las hojas una a una, sumergiéndolas en botes de diferentes pinturas ocres, doradas, marrones y amarillentas, dejándolas caer luego a su antojo. De granate pintó una viña loca y algún que otro arbusto aquí y allá. De púrpura intenso y amarillo suave llenó de racimos de uvas las viñas de sarmientos retorcidos.
De pronto, recordó las largas tardes en la oscuridad que él y los dos ancianos habían pasado junto al fuego del hogar. En su cara se dibujó una sonrisa y pintó castañas marrones que dejó caer sobre el suelo, ahora yermo. Y pintó nueces y avellanas, y almendras, y palo-santos, y boniatos de color naranja que asomaban entre la tierra.
Y contempló las bandadas de pájaros emigrando hacia el sur, y a las cigüeñas que…
Pero la Voz, de nuevo, le hizo volver a la realidad:
—Olvidaste las calabazas y también las aceitunas. En verano no hubo deshielo y en otoño no te ocupaste de los ríos. Los salmones no han podido bajar hasta el mar. Nuevamente has perdido tu tiempo, Ángel. Y te queda muy poco ya.
Estaba consternado. ¿Es que acaso nunca sería capaz de hacer nada bien?
Su deseo más ferviente era reparar el daño causado con su inconsciencia y, no obstante seguía dejándose fascinar por todo cuanto veía. Sus pasos le habían llevado otra vez al viejo granero, esta vez completamente vacío. Con una expresión de desánimo se dejó caer en un rincón. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Frente a él, al otro lado del cobertizo, distinguió un enorme bidón cubierto con unos sacos. Una chispa de esperanza se encendió en su interior. Se levantó de un salto, retiró los sacos y, con gran esfuerzo, levantó la tapa que lo cubría.
¡Polvo!
Aquel bidón no contenía pintura como esperaba, sino una especie de polvo blanco. De nuevo sintió flaquear sus piernas.
—No abandones, Ángel, no te dejes vencer. Utiliza tu fe, tu fantasía y tu imaginación —el tono de la Voz era ahora dulce, pero enérgico.
¿Qué hacer? De pronto recordó la forma en que Adela solía pintar las paredes de la humilde casita. ¡Claro! ¿Como no se había dado cuenta? ¡Era cal!
Rápidamente, llenó de agua del río cuantos cubos y barreños consiguió obtener y empezó a mezclar la cal con el agua. A falta de cualquier otro color pintó los campos, las calles y los tejados de las casas de blanco inmaculado. Pero el tiempo iba pasando y el trabajo era ahora mayor que nunca: los carruajes, las vallas, los pajares y cobertizos, ¡todo debía quedar totalmente blanco!
Sentía que las fuerzas le fallaban y veía desvanecerse su última oportunidad.
—No desfallezcas… ¡usa tu fe, tu fantasía y tu imaginación! –le repitió la Voz.
En el último momento, al borde ya del desastre, Ángel hizo un último esfuerzo desesperado: sin tiempo ya de preparar más mezcla, empezó a distribuir el polvo blanco, esparciéndolo por las copas de los árboles, por los caminos, por el río…
De repente un escalofrío le sacudió. Se había levantado una molesta brisa helada y sus pies parecían tener mil agujas. Miró al suelo. La cal bajo ellos se estaba derritiendo con el calor de su cuerpo.
Entonces se dio cuenta: tampoco la brisa era normal después de todo un año sin soplar; y todavía lo era menos aquella extraña luminosidad. Miró al cielo y, consternado, comprobó que el cometa había desaparecido. En su lugar, un cielo gris plomizo iluminaba el ambiente y por el aire revoloteaban los polvos de cal, que se habían agrupado formando pequeñas bolas que caían sobre su cara, fundiéndose también al contacto con su piel.
Los emocionados gritos de Adela le hicieron reaccionar.
—Un milagro, ¡Dios mío, es un milagro!. Martín, sal fuera. Date prisa, hombre ¡está nevando! Es un milagro, ¡un milagro! —repetía, sin cesar— Ángel, ¿Dónde está Ángel?
Nieve.
Sí, la cal se había convertido en nieve. Pero, entonces, ¡era los rayos del sol los que, tras las nubes cargadas de agua, llegaban a la Tierra con aquella luz grisácea! ¡Lo había conseguido!
El invierno estaba allí y esta vez era auténtico.
Entonces, si realmente lo había hecho, ¡había recuperado la Fuerza! Había sido perdonado y podía volver.
Pero, ¿cómo?. Y sobre todo, ¿como explicárselo a aquella mujer que tan bien se había portado con él, a aquella mujer que se lo había dado todo sin exigir nada a cambio?
Contempló desde lejos a Adela, que había caído de rodillas sobre la nieve y rezaba, emocionada, dando gracias a Dios.
Más que nunca la vio débil, desvalida, anciana y cansada. Nunca hasta aquel momento había reparado en aquel rostro de expresión dulce, surcado de arrugas que habían marcado el sol campesino y el trabajo duro, las vicisitudes y las privaciones.
De lo más profundo de su alma de ángel surgió ahora un sentimiento de inmensa ternura y la imperiosa necesidad de compensarla por tanto sufrimiento, por todos sus desvelos. De que, al menos, sus últimos días sobre aquel planeta de desolación fueran lo menos desagradables posible.
Pero sus manos estaban vacías. Volvió sus palmas hacia arriba y musitó una oración. La nieve, al caer, las iba llenando.
—Madre…
Sin saber cómo, había llegado junto a ella. Al escuchar aquella palabra Adela levantó hacia él sus ojos cansados, que se llenaron de lágrimas.
El sintió una opresión en el pecho y un nudo en la garganta.
—Madre, yo…
La expresión de Adela había cambiado de pronto. Parecía no dar crédito a sus ojos.
La nieve seguía entre las manos de Ángel, pero esta vez no se fundía, ni tampoco notaba frío alguno. Pero él no reparaba en este detalle, concentrado como estaba intentando descifrar la extraña mirada de Adela.
La sombra de un espléndido par de alas proyectándose sobre el suelo le hizo comprender: ¡acababa de recuperarlas!
Y acababa también de conseguir la respuesta a su pregunta: ¡aquel era el Camino!
El amor puro y desinteresado, el Amor, era el único camino.
Y comprendió.
Puso en las manos de Adela la nieve que había recogido y las estrechó un momento entre las suyas. Después, suavemente, depositó en ellas un dulce beso de Ángel y, muy lentamente, casi sin sentirlo, empezó a batir sus alas recién estrenadas y subió…

* * *

La figura de Ángel había desaparecido sabe Dios cuanto tiempo hacía ya, pero Adela y Martín seguían mirando al cielo como si esperasen verle reaparecer.
La noche estaba cayendo sobre ellos.
—Vamos, mujer. Entremos en casa.
Martín abrazó con cariño la endeble figurilla de su esposa. Hacía años que no le prodigaba una expresión de cariño parecida. Ella seguía estrechando entre sus manos aquella extraña nieve que no se fundía. Las horas habían pasado y no se había derretido.
Una voz conocida y entrañable pareció resonar en sus oídos.
—Padre, madre… Gracias por haberme acogido, gracias por vuestros cuidados. Sin vosotros no hubiera podido sobrevivir en este mundo vuestro. Me disteis amor, un hogar y me enseñasteis cuanto sabíais. Gracias a vosotros he podido cumplir la misión para la cuál fui enviado a la Tierra. No debéis entristeceros por mi partida. Llegará un día en el que volveremos a reunirnos y será para no volver a separarnos jamás. Entretanto no debéis sentiros solos porque vuestro pequeño hijo no os ha abandonado: pasaré con vosotros las noches de invierno junto al fuego y en primavera, cuando Martín lleve sus figurillas al mercado, estaré con él. En las tardes de verano, me sentaré en el porche junto a vosotros y en otoño alegraré vuestras veladas: chisporrotearé con el fuego cuando aséis las castañas. Y, por fin, disfrutareis de dulces: cuando hagas tus pastelillos, Adela, podrás endulzarlos casi como hacemos en el Cielo. Cada vez que, pensando en mí, tomes nieve entre tus manos, pondré en ellas un beso de ángel y mi amor por vosotros convertirá la nieve en azúcar.

De mi libro CUENTOS DE NIÑOS PARA MAYORES

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