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La Esencia de la Diosa vive en el corazón de cada mujer y en el de algunos hombres sensibles que saben serlo sin perder por ello su masculinidad. Espero de todo corazón que te guste el contenido de esta página y te animo a participar en ella activamente publicando tus comentarios o utilizando el botón "g+1" para recomendar las entradas que te gusten.

martes, 28 de julio de 2015

LA MÁQUINA DEL TIEMPO



Habían acampado la noche anterior. En un claro, junto a una fuente. Con los carros formando un círculo habían cenado y, al resplandor del fuego, cantado y bailado hasta bien entrada la noche.
Después, la calma se adueñó del campamento. Una lechuza vigilaba atenta desde un roble cercano. Ladera abajo, serpenteaba un torrente.
Con las primeras luces del alba se despertó el rumor del viento entre las ramas y los pequeños animales del bosque salieron tímidamente de sus escondrijos. De vez en cuando, trinaba un pájaro madrugador. El fragor del torrente resonaba en el valle, apagado por la distancia. Pero como fondo de aquella aparente quietud, si se aguzaba el oído, podía percibirse el latido de un corazón gigantesco:
—¡Tum—tá!, ¡tum—tá!, ¡tum—tá!
Con la salida del sol volvió la actividad a las carretas. Las mujeres se afanaban entre calderos, los hombres preparaban los arreos y los viejos calentaban sus huesos cansados al tibio sol del otoño, mientras los niños retozaban deslizándose pendiente abajo con gran alboroto. Y fueron precisamente los niños, con sus ojos y oídos recién estrenados y abiertos todavía al universo, quienes se dieron cuenta de aquel extraño sonido.
— Venid, venid todos, ¡Se oye un ruido! Viene del valle... ¡hay algo allá abajo, dentro del bosque!
Pero los mayores estaban demasiado ocupados para prestarles atención.
—Abuela, abuelito! Hay algo allá abajo que hace un ruido como de un reloj muy grande.
—¿Qué decís niños? —éstos llegaban corriendo, casi sin resuello— ¡No puedo entender nada de lo que dicen los zagales! ¿Y tu Zóltan?
Papá Zóltan era el mas viejo de la tribu. Nadie sabía cuándo había nacido. Ni el mismo lo recordaba. Su nieta Moira y su marido cuidaban de él pero, para toda la tribu, el viejo Zóltan era «el abuelo».
—Abuelo Zóltan —Estrellita era la mas pequeña de las hijas de Moira ¿no oyes, abuelito? Ese ruido raro que viene del fondo del valle: como un corazón.
—¿Qué dices? .Yo no oigo nada. ¡Moira! Ven, escucha lo que dicen los niños.
Por fin lograron atraer la atención de los mayores. Uno a uno, fueron abandonando sus tareas y aguzando el oído.
—Pues parece que viene de por allí abajo… ¿Qué será?
Iban bajando lentamente por el bosquecillo tras los niños y aquel extraño zumbido, apagado pero audible, les llegaba ahora con más claridad.
—¡Tum—tá!, ¡tum—tá!, ¡tum—tá!
Los más ancianos les seguían, en silencio. Intrigados, se adentraban más y más en el bosque. El sonido se hacia cada vez mas potente y empezaba a perfilarse como el tic—tac de un reloj gigantesco.
Llegaron al límite del bosque. Ante ellos se extendía una suave pradera y, después, el trotar alborotado de las aguas del torrente. AI fondo, a su derecha, destacaba del paisaje la silueta impresionante de una vieja mansión semi derruida y cubierta de vegetación.
Ahora el fragor del agua era muy intenso pero, a pesar de ello, podían distinguir un tercer ruido que se confundía con aquel tictac. Era como el chasquido monótono de una maquinaria.
—¡Chis—chás!, ¡chis—chás!...
Recelosos, se acercaron al caserón poco a poco, sin mediar entre ellos ni una sola palabra.
El torrente había quedado atrás.
Ya no se escuchaba ni un sonido que no fuera aquel. El paisaje estaba como muerto: ni un pájaro, ni una suave brisa interrumpía la quietud del fantasmagórico lugar.
La vieja casona parecía abandonada y los más atrevidos se acercaron hasta la pesada puerta de madera. Un gato asustado salió de entre los matorrales que cubrían la entrada y desde la ojiva de un ventanal un ave emprendió el vuelo de repente.
Retrocedieron sobresaltados… y de nuevo nada.
Otra vez avanzaron hasta la puerta. A pesar de su impresionante aspecto, esta cedió y giró sobre sus goznes con extremada facilidad.
Presas de un miedo incontrolado, superado tan sólo por su curiosidad, fueron atravesando tímidamente el umbral. Se hallaban ahora en un lugar donde reinaba la penumbra y el frescor. Olía a polvo y a humedad.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguieron el suelo embaldosado y las paredes de piedra de un vestíbulo. Frente a ellos, un gran arco también de piedra daba acceso a un patio de carruajes. Tras él, un nuevo arco llevaba otro vestíbulo mucho más lujoso que el anterior, del que arrancaba una enorme escalinata de mármol rematada por una soberbia escultura que representaba la cabeza de un león sobre un pedestal.
Sin embargo, el sonido parecía proceder de algún lugar del sótano, porque el suelo vibraba bajo sus pies.
Salieron al patio por el primer vestíbulo, sin atreverse a recorrer la soberbia mansión. Tenían la boca seca y un nudo en la garganta.
En un rincón, una pequeña puerta de forma extraña atrajo de nuevo su atención. El ruido era ya impresionante.
Una llave de hierro oxidada por los años y la lluvia pendía de un gancho sobre el quicio de la puerta.
—¿Qué hacemos? —preguntó uno.
—¡Pues entrar, naturalmente! —le respondió una mujerona de formas generosas.
—Ya que hemos llegado hasta aquí, vale la pena intentarlo —terció otra.
El Jefe del Clan se adelantó para descolgar la llave y la introdujo, no sin cierta precaución, en la cerradura. Ésta parecía no haber sido abierta en años y, sin embargo, la llave giró con gran facilidad. La portezuela crujió con un ruido seco y sus viejas bisagras chirriaron cuando la portezuela giró sobre sus goznes.
Los que iban delante se quedaron atónitos ante el cuadro que se ofrecía ante su vista. Ahora el ruido era atronador.
Los de detrás empujaban impacientes.
Pronto estuvieron todos en el interior de lo que era una inmensa nave de piedra. Se hallaban a pocos metros de la puerta, sobre una especie de entarimado del que arrancaba una escalerilla corta, también de madera, que daba acceso a aquel sótano.
Contemplaban anonadados el espectáculo sin atreverse siquiera a respirar, los pies clavados en el suelo.
Al fondo de la sala, cuyas dimensiones sobrepasaban cuanto habían visto jamás, había una enorme maquinaria parecida a la de un reloj gigantesco sin esfera ni manecillas. Enormes ruedas dentadas, fabricadas en madera oscura, giraban alternativamente en un sentido y en otro.
—¡Ríiiiis—raaaaaás!
Una enorme bola de cristal de cuarzo pendía Del techo y se balanceaba rítmicamente de un crucero de la nave al otro, proporcionando movimiento a todo el conjunto.
Frente a ellos y practicado en la parte baja de la pared había un orificio del que iba saliendo una extraña cinta incolora, procedente de algún lugar del centro de la Tierra. La Cinta del Tiempo, pues de eso se trataba, atravesaba la sala de este a oeste y era recogida por otras ruedas de madera que la transportaban hacia el interior de la maquinaria.
La luz del sol naciente que se colaba por una claraboya abierta hacia el cielo se reflejaba a través del enorme péndulo de cuarzo. Los rayos, al atravesar el purísimo cristal, se descomponían en mil colores que iban tiñendo la cinta a su paso.
Del otro extremo de la máquina había algo parecido a una cizalla, también de grandes proporciones que, accionada igualmente por aquel vaivén, cortaba la cinta en pedacitos exactamente iguales. Los había de todos los colores: blancos, amarillos, rosados, grises, rojos, negros…
Retazos de Tiempo, pedazos de vida que centelleaban tentadores.
Los primeros en reaccionar fueron, como siempre, los niños. Chillando y alborotando, se abalanzaron sobre el enorme montón de retales que el olvido había ido reuniendo en un gran montón en el centro de la sala. Presos de la excitación de lo que es nuevo, saltaban y se revolcaban entre trocitos de cinta de todos los colores, apoderándose de los colores más hermosos: blancos, rosados, celestes…
Tras ellos, entre bromas y risas, bajaron los jóvenes eligiendo los colores más vibrantes: amarillos, fucsias, turquesas…
Repuestos de la sorpresa y seducidos por los inconscientes juegos de los niños y la algarabía de los jóvenes, los adultos avanzaron cautelosamente hasta el ya revuelto montón. Para ellos los tonos más cálidos: rojo de pasión, verde esperanza, azul profundo de melancolía, amarillo oro de momentos radiantes.
Por ultimo, renqueantes, llegaron los ancianos. En vano buscaron algún color con el que alegrar su existencia. Ya solo quedaban tonos apagados: ocres marchitos, verdes descoloridos, magenta y una interminable gama de grises. Miraban envidiosos a los niños y a los jóvenes malgastar en juegos y devaneos aquellos preciosos momentos que ellos tanto deseaban.
Algunos escrutaban ansiosos el orificio de la pared esperando ver salir un pedacito de cinta de algún color precioso para apoderarse egoístamente de él. Otros, los menos, contemplaban fascinados el vaivén de la bola de cristal y la Luz que entraba por la claraboya; pero todos, sin excepción, esperaban ilusionados poder alcanzar un momento de roja pasión, de amarilla calidez, de verde esperanza o de rosada ternura.
Todo era en vano.
Veían a otros, más jóvenes y rápidos que ellos, acumular el preciado tesoro, pero no podían esperar que compartieran con ellos ningún trocito alegre de su tiempo.
De vez en cuando, sólo muy de vez en cuando, alguno de ellos conseguía encontrar alguno de aquellos instantes y un pedacito de claridad caía en sus manos. Cada vez que esto sucedía, los demás ancianos se arremolinaban a su alrededor festejando como niños la buena suerte de su compadre y compartiendo su alegría. Mientras tanto, el afortunado poseedor de aquel pedazo, lo sostenía entre sus manos temblorosas, procurando alargarlo lo más posible.
Más tarde, todos juntos y cada uno por su lado tentarían de nuevo la suerte.
Casi sin darse cuenta, las horas habían ido pasando y el mediodía se acercaba.
Los niños, sentados ya en el exterior, jugaban a intercambiar sus trocitos junto a la puerta de la casona.
Los adultos intentaron reunir de nuevo a todo el grupo, pero…
—¡Mamá! ¿Dónde está el abuelo?
—No lo sé —un estremecimiento recorrió la espalda de Moira—. ¿No estaba con vosotras?
—No… Bueno, estaba con nosotras hasta que empezamos a jugar con nuestras cintas y nos olvidamos de él. Hace rato que no le vemos.
—Es muy extraño…
—¡Lajos, Lazlo! ¿Habéis visto al abuelo? Me pareció que estabais juntos.
—Es cierto, recogía cintas con nosotros, pero de repente le perdimos de vista.
El marido de Moira organizó un grupo para buscar al abuelo por los alrededores mientras el resto le llamaba a grandes voces.
—¡Papáaaaa!
—¡Abuelo Zóoooltaaaaan!
Nada. Todo era en vano. Papá Zóltan no aparecía. La preocupación empezaba a crispar todos los rostros. De repente, un niño visiblemente alterado salió corriendo de detrás de la casa.
—Venid, venid todos, allí detrás...
Corrieron todos en la dirección que indicaba el chiquillo y allí, junto a un matorral cuajado de flores, yacía el cuerpo exánime del abuelo.
—Papá… papá Zóltan…
Papá Zóltan ya no respondería.
En su cara había una indescriptible expresión de felicidad y en sus labios una sonrisa casi angélica. Sus ojos entreabiertos parecían contemplar el espacio con infinita ternura.
El grupo se había ido reuniendo a su alrededor sin hablar, sin mirarse, con la respiración en vilo.
La mano morena y arrugada de Zóltan apretaba contra su cansado corazón un retazo de cinta como ninguno de ellos había visto: era un increíble arco iris de colores, un resplandeciente tono nacarado que contenía toda la gama posible que el Tiempo pudiera ofrecer.
Era algo bellísimo, indescriptible.
—¡Mamá! —Myrna, la mayor, tenia los ojos llenos de lagrimas— ¿Está… está muerto el abuelo?
—¿Muerto? El abuelo no ha muerto.
Estrellita, de rodillas junto a él, pasaba los deditos por entre los pelos de su barba:
—¿No ves qué contento está?
Moira cogió la mano de la pequeña.
—Los niños no entienden la muerte…
Nadie se atrevió a tocarle. Ni siquiera le movieron.
En silencio, los hombres cavaron una fosa en el mismo lugar donde le habían encontrado, junto al único arbusto en flor que había en aquel paraje donde el había elegido ir a morir.
Alguien pronuncio una oración y, todos a una, un adiós emocionado.
—Mamá, ¿por que decís adiós? El abuelito Zóltan no ha muerto, mamá. Él está «realmente» vivo: yo lo sé. De veras, mamá, me está esperando; él me lo ha dicho.
—Estrella, cariño, no digas tonterías.
—Pobrecita… todavía no sabe. Es muy pequeña.
Sin mediar una sola palabra, con el corazón encogido, regresaron al campamento ladera arriba.
No hizo falta ni una orden para que cada uno recogiera sus enseres. Nadie pensó ni siquiera en comer.
Poco a poco, las carretas formaron una fila y lentamente se pusieron en marcha. Pronto se perdieron en el horizonte con los últimos rayos de aquel sol de otoño.
Desde el ultimo carro, asomando la cabeza por debajo de la lona que cubría la parte posterior, Estrellita contemplaba cómo el paisaje iba cambiando y cómo el torrente, la vieja casona y el prado donde horas antes había visto por ultima vez al abuelo Zóltan, iban haciéndose más y más pequeños hasta desaparecer por completo.
—Hasta pronto, abuelito.
Él levantó su vieja mano, arrugada y morena, y le devolvió el saludo.
Desde su lugar, mas allá del sol y las estrellas, Papá Zóltan vio desparecer la ultima carreta tras una loma; en su rostro, una expresión serena y en su boca, una dulce sonrisa.
—Hasta siempre, Estrella.

De mi libro CUENTOS DE NIÑOS PARA MAYORES

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