El Festival del Nacimiento del Sol Inconquistado.
Así es como se celebraban antiguamente los días que mediaban entre el Solsiticio de Invierno (aproximadamente el día 21 de diciembre en el hemisfertio norte) y el 25 de diciembre.
La celebración en esos mismos días de la Navidad no es otra cosa más que un necesario sincretismo religioso, establecido durante el reinado del emperador Constantino, más de trescientos años después de la muerte de Cristo.
Pero su verdadero origen es anterior. En culturas muchísimo más antiguas y dispares encontramos una y otra vez la celebración del renacimiento del sol personificado en Marduk, Mithra, Osiris, Balder y muchos más.
Con el fin del verano la Diosa Madre, la Naturaleza, Ishtar o esa Isis de los diez mil nombres, desciende al mundo inferior para liberar a su esposo, hermano y amante de las garras de la muerte.
El mito del dios muerto y resucitado que se repite en todas las culturas se refiere siempre al sol, que cada año renace en el solsticio de invierno.
Incluso en lugares tan alejados como los de Sudamérica por poner dos ejemplos, se celebra el Inti Raymi peruano (Nacimiento del Sol) y el We Tripantu de los mapuches de Chile.
Sin ir tan lejos, los mismos romanos celebraban las Saturnalias en honor a Saturno (en los principios de su religión fue el dios más importante de su Panteón hasta el establecimiento de Júpiter como padre de los dioses) del 17 al 23 de diciembre, alumbrándose con velas y antorchas, para celebrar el fin del periodo más oscuro del año y el nacimiento del nuevo periodo de luz o nacimiento del Sol Invictus el 25 de diciembre, coincidiendo con la entrada del Sol en el signo de Capricornio, gobernado también por Saturno.
Las fiestas comenzaban con un sacrificio en el templo del dios, al pie de la colina del Capitolio, en la zona considerada la más sagrada de Roma. Al sacrificio seguía un gran banquete al que todo el mundo estaba invitado.
Eran fechas en las que todo el mundo se intercambiaba regalos y festejaban juntos, muchos esclavos eran liberados y los señores intercambiaban sus funciones con sus servidores.
En un principio Saturno era un dios agrícola, protector de campos y campesinos, garante de las cosechas y sucesor de Cronos, el dios prehelénico de la mítica Edad de Oro de la tierra, cuando no existían las clases sociales y todos vivían felices en comunidad.
Hay una raza de hombres, hay una raza de dioses. Cada una de ellas saca su aliento vital de la misma Madre, pero sus poderes son diversos, de suerte que unos no son nada y otros son los dueños del cielo , que es su ciudadela para siempre. Sin embargo, todos nosotros participamos de la Gran Inteligencia; tenemos un poco de la fuerza de los inmortales, aunque no sepamos lo que el día nos tiene reservado, lo que el destino nos tiene preparado antes de que cierre la noche. Píndaro, "Oda"
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lunes, 21 de noviembre de 2016
viernes, 18 de noviembre de 2016
LOS ORÁCULOS GRIEGOS (Dodona)
Dodona había dejado de ser la
capital de Epeiros desde que mi hermano Aléxandros desplazara la corte a
Buthroton. Su famoso Oráculo es tan prestigioso como el de Delfos y el más
antiguo de toda la Hélade. Desde
la falda del monte Tomaro, las tres Sellai
de Zeus Naios dan respuesta a las gentes sencillas del lugar y a romeros de las
cercanías o de zonas remotas del norte.
Durante siglos las aguas siempre
iguales y sin embargo siempre distintas del caudaloso Aqueloo han pasado de
puntillas junto al Santuario, que cada anochecer contempla el silencioso vuelo
de los caballos alados de Zeus que acuden a sus orillas para apagar su sed. Es
entonces cuando el trote de los poderosos centauros hace temblar la tierra
antes hollada por las pezuñas del pícaro Pan persiguiendo ninfas entre el follaje.
Cerca ya de la región del Pindo,
el silencioso planear de un águila sobre nuestras cabezas señaló la
aquiescencia del Padre de los Dioses. Era la primera vez que mi hijo Aléxandros
visitaba el Santuario; Zeus estaba satisfecho.
La tapia amurallada que protege
el Santuario y el Roble oracular con su fuente sagrada, se destacó de pronto
entre el verde lujuriante del paisaje.
Los heles descalzos de pies nunca lavados nos franquearon la entrada al
recinto amurallado. En el centro, junto al viejo Roble Sagrado que hace las
veces de palomar, se alza el témenos
de Zeus Naios, el dios uranio de los cielos y del monte Tomaros.
Mucho antes que el Rey de los
Dioses, dos diosas ctónicas habían elegido aquellas montañas como residencia:
Temis, esposa de Zeus, y Dione Naia, su amante, habían sido las primeras en
hablar a los hombres a través del rumor de las hojas del Roble Sagrado y del
zureo de las palomas; y el poderoso Zeus se unió a ellas para ampliar la
lectura profética a los ecos sonoros que el viento consigue al hacer golpear
las cadenas que, en otros tiempos no tan lejanos, pendían de las ramas del
roble sobre los calderos.
Zeus Naios y sus dos compañeras paredras, Temis y Dione, la diosa de la
vegetación relacionada con las raíces del Gran Roble, profetizan por boca de
sus sacerdotisas. Juntos acogen las preguntas que humildes y grandes les
formulan, grabadas por los heles sobre láminas de plomo e interpretadas por una
de las tres Hai Peléiades o Sellai.
Una vez que hubimos abonado la
suma correspondiente al pelanos, los heles sacrificaron una cabra blanca al
río Aqueloo, no sin antes introducirla en la corriente. El animal,
completamente sumergido en el agua helada que baja de la cordillera, temblaba
de frío y de miedo, una señal inequívoca de que nuestra consulta había sido
aceptada por los dioses.
Sólo entonces penetramos en la Hiéra Oikia , situada junto al Roble Sagrado, entre los
contiguos templetes de Dione y Temis. Atravesamos el templo sorteando la
fila de peregrinos que esperaban ordenadamente su turno desde el alba. Como
personajes pertenecientes a la realeza, gozábamos de derecho de prioridad para
penetrar en el oikós, la sala vecina
al adyton donde más tarde la peléiade habría de trasladar a los heles la respuesta de los dioses.
Escrito sobre plomo, el testimonio de la merced divina podría ser conservado
para siempre.
Una mujer joven, delgada y de
aspecto anodino, atravesó el recinto sin detenerse ni sentarse en ninguno de
los bancos del oikós. Con la mirada
ausente, continuó su camino. Era la más joven de las hai peléiades. El país entero dependía de las palabras que surgían
de sus labios y, paradojas de los dioses, la que compartía los secretos de Zeus
no era más que una pobre campesina sin más cultura ni meritos que los de haber
consagrado su virginidad al Rey del Olympo.
Venía de realizar su ritual
preparatorio; purificada en las gélidas aguas del río, se acercó hasta la
imagen de Zeus Dodoniense que preside el Templo rayo en mano, mientras que con
la otra sujeta un báculo sobre el que se
posa un águila real. Impasible, la
Sella tomó del
altar algunas hojas de laurel y harina de cebada y caminó con paso lento y
ceremonioso hasta el exterior.
Bajo el sol de Dodona, el Roble
Sagrado la esperaba inalterable,
extendiendo sus poderosas raíces junto a la fuente. Sus ramas de mil ojos
verdes parecían mirarla con curiosidad, dando sombra al efebo de bronce que sujeta un látigo con tres cadenas de
astrágalos.
Ella se inclinó para tomar un poco de agua de
la fuente en el cuenco de su mano y bebió. Luego, con la cabeza echada hacia
atrás, trepó ágilmente sobre el alto trípode que sustenta el caldero de cobre
colocado frente a la estatua del efebo.
Envuelta en una red de tiras de lana blanca agitadas por la brisa, con el
rostro inclinado hacia el caldero que tenía a sus pies, masticaba lentamente
las hojas de laurel y la harina de cebada parasitada.
Bajo el dominio total de Zeus, la
manía se apoderó de ella. Fuera de
sí, con el cuerpo agitado por temblores y convulsiones, fragmentos de frases
escapaban entre escalofríos de sus labios cuajados de espuma, para ir a caer
junto al trípode y ser recogidos por heles
ávidos de las palabras del dios que, armados con tablillas de plomo y
estiletes, habrían de convertirlas en versos coherentes.
En pleno éxtasis alucinatorio, la Sella
danzaba peligrosamente sin bajar del pedestal. Su misión había finalizado y los
heles se retiraban.
De mi libro "Apenas una Clepsidra", sobre la vida de Olimpia de Épiro, la madre de Alejandro Magno.
***
El roble parlante de Dodona fue el oráculo más antiguo que existió en Grecia.
Al principio y durante muchos siglos se consagraron doncellas vírgenes al servicio del oráculo. Se las llamaban pitias o sellai (de sella, en singular). Eligieron mujeres para esta función por su naturaleza más sensible y emocional, que reaccionaba más rápidamente al efecto de las drogas que consumían.
Aunque es imposible remontarnos a los orígenes de la costumbre oracular, se sabe que muchas de las cuevas y grietas que los griegos destinaron a los oráculos ya eran sagrados mucho antes de que comenzara la cultura griega.
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