Muy pronto descubrí que mi esposo pertenecía
una Sociedad Secreta de la que era, si no el único, uno de sus principales
dirigentes. En un principio sospeché que pudiera pertenecer a alguna rama de la Orden del Temple, porque el Sello
de Salomón aparece grabado en las paredes de la casona y sobre la cabecera de
nuestro lecho matrimonial. Sus miembros solían reunirse, periódicamente la
mayoría de las veces, en algún lugar del inmenso subterráneo al que yo, aún
siendo la Señora
de la casa, no tenía acceso. En ocasiones y por motivos que ignoro, las logias tenían
lugar en otras mansiones vecinas. Pero nunca supe ni la naturaleza de tales encuentros,
ni el nombre de su misteriosa Orden.
Francis deseaba un heredero que perpetuara su
línea de primogenitura y vio cumplidos sus deseos dos años más tarde con el
nacimiento de nuestro hijo Joseph. La descendencia del los Hautpoul parecía
asegurada y el castillo entero estaba de fiesta.
Inmediatamente, sus dos hermanas pasaron a
ocupar un lugar secundario en la familia y, mientras mi hijo se criaba atendido
por un aya, yo volví a quedar encinta.
Tal vez por eso o por el exceso de cuidados,
lo cierto es que cuando me advirtieron que el niño estaba enfermo, era ya
demasiado tarde. Jamás podré olvidar aquella mañana de marzo de 1.739.
Joseph, que ese mismo día cumplía 18 meses,
había pasado la noche devorado por la fiebre y yo acunándole entre mis brazos,
temiendo perderle a cada instante y sin fuerzas para llorar. La llegada de la
aurora se llevó la noche y la vida de mi hijo. Miré al cielo en un vano intento
por verle partir y, como respuesta a una plegaria muda, todo el paisaje se
inundó de una serena claridad rosada.
Dicen que cuando una vida se va, otra viene a
sustituirla, pero faltaban más de dos meses para el nuevo alumbramiento y el
destino se burlaba de mí quitándome lo que mi esposo más ansiaba: nuestro único
hijo varón hasta el momento. Mientras el pequeño ataúd con los restos de mi
hijo era depositado en el panteón familiar, yo intentaba inútilmente consolarme
con el pensamiento de que otro Joseph se hacía fuerte en mi vientre.
Pero las noches en vela y el dolor de la pérdida
hicieron mella en mi salud. El parto se adelantó y tres semanas más tarde di a
luz a la tercera de mis hijas: Marie-Gabrielle de Blanchefort.
Un parto largo y difícil con el que la línea
de primogenitura masculina de los Hautpoul de Rennes se extinguió junto con mis
esperanzas de ser madre de nuevo.
De pronto una luz cegadora rasgó un cielo de
plomo que había perdido su luminosidad. En pocos segundos el fragor de un
trueno me devolvió a la realidad. Sólo entonces fui consciente de que las gotas
que momentos antes dibujaban trazos de agua en el cristal no eran más que mis
propias lágrimas.
Ahogadas por la tormenta y la distancia, las
voces masculinas llegaban hasta el salón como acordes de una música enfurecida
que enrarecía el ambiente. Sonidos carentes de sentido, murmullos
incomprensibles, un rumor de pasos, fragmentos de frases airadas que no alcancé
a comprender, caballeros que salían sin despedirse.
La logia acababa de finalizar.
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