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lunes, 6 de junio de 2016

DESVELANDO EL MISTERIO 3: La tumba de un dios



Y así fue como mi guardia personal quedó al cuidado de una nave, cerrada y sellada, que contenía lo único y más precioso que me quedaba de Úsier: su propio cuerpo.
No podía abandonarle allí, en aquel hangar solitario, pero tampoco podía exponerme a que mi tesoro fuera descubierto. Necesitaba encontrar un lugar donde esconderle, para que aquel cuerpo adorado permaneciera eternamente vivo, eternamente joven, eternamente incorruptible. Un lugar que solamente yo conocería y al que podría acudir en soledad para velarle, para intentar conectar con su Esencia perdida.
No era fácil encontrar un lugar semejante: la energía de un regenerador celular, además de ser altamente perjudicial para los humanos, podía ser fácilmente detectada por los instrumentos de alta precisión, tanto de las naves enemigas como de nuestras propias naves. Se hacía preciso, por tanto, encontrar un refugio adecuado donde la energía azul pudiera ser aislada, sin ser detectada.
Durante lunas enteras recorrí los cielos de Tâ buscando un sitio adecuado.
Por fin, mi búsqueda me llevó hasta un paraje que me resultaba extrañamente familiar, aquel lugar que el propio Úsier me había descrito: una península en forma de piel de toro, en donde dos mares se unían. El dolor que iba unido a aquel recuerdo me traspasaba el Corazón y atenazaba mi garganta: hasta allí  había llegado mi esposo y de allí había traído a nuestra casa a tres niños humanos, tres niños a los que yo misma había educado como si de hijos míos se trataran. Tres niños que, al hacerse hombres y reyes de aquel lugar, iban a pagar su educación con la traición más infame.
Sin embargo, muy al nordeste de aquel lugar encontré algo que me pareció totalmente adecuado: era una formación rocosa de curiosas formas, que posiblemente emergió del mar durante el hundimiento de Ahaménpitah.
Estaba compuesta por una extraordinaria amalgama de arcilla que hacía de unión de materiales tan diversos como el cuarzo, arenisca rica en salitre y piedra silícea. Pero lo más extraordinario de aquella montaña era su interior: parecía excavada interiormente, como una gigantesca pirámide natural, dentro de la cual un lago de aguas saladas era el escondite natural perfecto que evitaría que la cápsula de regeneración de mi esposo pudiera ser descubierta. Al interior de la montaña se abrían varios accesos naturales, cuevas que yo sellaría adecuadamente en su momento.
Exploré cuidadosamente los alrededores de aquel lugar y no descubrí rastros de habitante alguno en las cercanías. Paradójicamente, cerca del país de los más encarnizados asesinos de mi esposo había encontrado el refugio perfecto para su cuerpo. Tan sólo tenía que hacer unas pequeñas modificaciones y aquel macizo montañoso se convertiría en el mausoleo natural que albergaría el cuerpo de mi amado para siempre.
Del capítulo 68 de "Yo Isis, la de los Mil Nombres"

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