En el último momento, el abuelo había dado
instrucciones a Djahuti para la construcción de la pirámide que había diseñado para mí y
entre ambos habían acordado que el mejor lugar para construirla era una meseta
rocosa que albergaba aguas saladas a poca profundidad, cercana a la que había
sido nuestra primera residencia en Tâ: Per-Ra.
El esposo de mi hija puso manos
a la obra inmediatamente. Corría el segundo mes de la inundación, hacía calor y
la familia entera trasladamos nuestra capital a las Tierras Bajas, cerca de la
antigua Iunu de Set y Nebtius.
Mi hermano se había refugiado en su desolada península y
permanecía escondido en las galerías subterráneas del espacio-puerto.
Las obras del templo piramidal progresaban muy rápidamente. Me
gustaba acercarme para ver como las hiladas de mezcla de piedra caliza y
cristalina progresaban. Observaba cómo los humanos habían llegado a
especializarse y cómo fabricaban los enormes bloques con una precisión
absoluta, bajo la atenta mirada de Djahuti. A veces paseaba entre palmeras
hasta el río Hapi, que discurría cerca de allí. El delta se encontraba cercano
y la brisa refrescaba agradablemente el ambiente.
Un día, las obras de construcción finalizaron y los obreros
empezaron el revestimiento exterior. Mientras unos colocaban la argamasa
caliza, otros la pulían hasta dejarla perfectamente lisa y un tercer grupo
adhería láminas doradas a las partes ya secas.
Tuti me había acompañado al interior:
Sobre la puerta de entrada, rematada por dos juegos de dos enormes
piedras colocadas en forma de V invertida que permitían soportar sin
derrumbarse el peso de las hiladas superiores, Djahuti había mandado esculpir
el símbolo del UNO y a continuación 305. La entrada se cerraba con una quinta
piedra, que giraba sobre si misma. Al penetrar en su interior sentí
inmediatamente la fuerza de la energía psíquica que recogía del espacio y
aquello me gustó.
La entrada daba acceso a varias dependencias inferiores,
destinadas al servicio de los Hierofantes que se encargarían de conservar las
instalaciones y la cámara donde la cápsula en la que Úsier había muerto sería
expuesta a la veneración humana.
Dos túneles ascendentes paralelos, iluminados discretamente,
llevaban hasta dos cámaras gemelas, tras unos cortos pasadizos horizontales que
se internaban en las grandes galerías ascendentes diseñadas por el abuelo. En
una de ellas había una falsa puerta en la pared este: en ella estaba encajada la Piedra del Destino, que
emitía hacia el Cosmos una especie de latido de luz rosada, como un corazón
gigantesco, cuya pulsión sólo era apreciable a los ojos en la más completa
oscuridad. En la otra había de instalarse un hológrafo -me explicaba Tuti- que
contendría los registros de nuestra Raza y de la Nueva Raza Humana. Algo
en lo que el Gran Místico, en colaboración con Totmé y los 32 Hierofantes,
habían estado trabajando desde hacía algún tiempo, en Tristya.
Las dos galerías tenían la forma exacta de una gran puerta, con
siete niveles de piedras superpuestas que le daban ese aspecto profundo e
impresionante. En contraste con la discreta luz que ambientaba cámaras y
pasadizos mediante un revestimiento fluorescente, las galerías resplandecían
con tonos irisados, en todo el amplio espectro luminoso. El efecto era
realmente bello y se conseguía por la emisión de haces de luz de 108 cristales
radiantes de diferentes tonalidades y vibraciones distintas, traídos especialmente desde Tristya. Los cristales habían sido situados de forma equivalente a lo largo de las dos galerías, junto
a las rampas elevadoras que permitían alcanzar el nivel superior sin esfuerzo
alguno. El abuelo había tenido en cuenta, con este detalle, la escasa estatura
de los humanos.
Las dos cámaras superiores estaban protegidas con un sistema de
puertas descendentes, también de piedra, que permitían ser selladas
herméticamente en determinadas ocasiones. En una de ellas se alojaría el arca, tallada en una única pieza y protegida por un recubrimiento de piedra cristalina roja traída especialmente
desde una cantera cercana a la isla de Ábu; en la
otra, un arcón de dimensiones algo menores, también de piedra roja cristalina
cuyas resonancias especiales amplificaban el sonido y la vibración, estaba
destinado al servicio de los sacerdotes y servía, entre otras cosa, para alojar
una segunda piedra pulsante, que emitía su latido hacia el espacio exterior,
nuevamente amplificado por cinco pequeñas cámaras situadas por encima de
ella, que a la vez permitían aliviar el techo de la Cámara Principal
del tremendo peso de los bloques de piedra.
Las radiaciones enviadas al espacio desde allí permitirían a
nuestros sabios estudiar el comportamiento humano y del planeta, desde la
distancia y a lo largo de las Edades.
Una tercera piedra radiante había de colocarse en el vértice
exterior de la pirámide permitiendo que la radiación y recepción de pulsiones
hacia y desde el espacio exterior fuera posible.
Tanto las piedras radiantes como el revestimiento interior
fluorescente habían sido traídas especialmente desde Tristya y eran un regalo
del abuelo.
Los humanos hundían la cabeza en el suelo a nuestro paso, algo a
lo que no conseguía acostumbrarme.
Me habían dado un nuevo nombre, “La Señora de la Pirámide ”.
Me habían dado un nuevo nombre, “
Del Capítulo 82 de "Yo, Isis"
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