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miércoles, 15 de junio de 2016

DESVELANDO EL MISTERIO 4: Per-Aset

En el último momento, el abuelo había dado instrucciones a Djahuti para la construcción de la pirámide que había diseñado para mí y entre ambos habían acordado que el mejor lugar para construirla era una meseta rocosa que albergaba aguas saladas a poca profundidad, cercana a la que había sido nuestra primera residencia en Tâ: Per-Ra. 
El esposo de mi hija puso manos a la obra inmediatamente. Corría el segundo mes de la inundación, hacía calor y la familia entera trasladamos nuestra capital a las Tierras Bajas, cerca de la antigua Iunu de Set y Nebtius.
Mi hermano se había refugiado en su desolada península y permanecía escondido en las galerías subterráneas del espacio-puerto.
Las obras del templo piramidal progresaban muy rápidamente. Me gustaba acercarme para ver como las hiladas de mezcla de piedra caliza y cristalina progresaban. Observaba cómo los humanos habían llegado a especializarse y cómo fabricaban los enormes bloques con una precisión absoluta, bajo la atenta mirada de Djahuti. A veces paseaba entre palmeras hasta el río Hapi, que discurría cerca de allí. El delta se encontraba cercano y la brisa refrescaba agradablemente el ambiente. 
Un día, las obras de construcción finalizaron y los obreros empezaron el revestimiento exterior. Mientras unos colocaban la argamasa caliza, otros la pulían hasta dejarla perfectamente lisa y un tercer grupo adhería láminas doradas a las partes ya secas. 
Tuti me había acompañado al interior: 
Sobre la puerta de entrada, rematada por dos juegos de dos enormes piedras colocadas en forma de V invertida que permitían soportar sin derrumbarse el peso de las hiladas superiores, Djahuti había mandado esculpir el símbolo del UNO y a continuación 305. La entrada se cerraba con una quinta piedra, que giraba sobre si misma. Al penetrar en su interior sentí inmediatamente la fuerza de la energía psíquica que recogía del espacio y aquello me gustó. 
La entrada daba acceso a varias dependencias inferiores, destinadas al servicio de los Hierofantes que se encargarían de conservar las instalaciones y la cámara donde la cápsula en la que Úsier había muerto sería expuesta a la veneración humana. 
Dos túneles ascendentes paralelos, iluminados discretamente, llevaban hasta dos cámaras gemelas, tras unos cortos pasadizos horizontales que se internaban en las grandes galerías ascendentes diseñadas por el abuelo. En una de ellas había una falsa puerta en la pared este: en ella estaba encajada la Piedra del Destino, que emitía hacia el Cosmos una especie de latido de luz rosada, como un corazón gigantesco, cuya pulsión sólo era apreciable a los ojos en la más completa oscuridad. En la otra había de instalarse un hológrafo -me explicaba Tuti- que contendría los registros de nuestra Raza y de la Nueva Raza Humana. Algo en lo que el Gran Místico, en colaboración con Totmé y los 32 Hierofantes, habían estado trabajando desde hacía algún tiempo, en Tristya. 
Las dos galerías tenían la forma exacta de una gran puerta, con siete niveles de piedras superpuestas que le daban ese aspecto profundo e impresionante. En contraste con la discreta luz que ambientaba cámaras y pasadizos mediante un revestimiento fluorescente, las galerías resplandecían con tonos irisados, en todo el amplio espectro luminoso. El efecto era realmente bello y se conseguía por la emisión de haces de luz de 108 cristales radiantes de diferentes tonalidades y vibraciones distintas,  traídos especialmente desde Tristya. Los cristales habían sido situados de forma equivalente a lo largo de las dos galerías, junto a las rampas elevadoras que permitían alcanzar el nivel superior sin esfuerzo alguno. El abuelo había tenido en cuenta, con este detalle, la escasa estatura de los humanos. 
Las dos cámaras superiores estaban protegidas con un sistema de puertas descendentes, también de piedra, que permitían ser selladas herméticamente en determinadas ocasiones. En una de ellas se alojaría el arca, tallada en una única pieza y protegida por un recubrimiento de piedra cristalina roja traída especialmente desde una cantera cercana a la isla de Ábu; en la otra, un arcón de dimensiones algo menores, también de piedra roja cristalina cuyas resonancias especiales amplificaban el sonido y la vibración, estaba destinado al servicio de los sacerdotes y servía, entre otras cosa, para alojar una segunda piedra pulsante, que emitía su latido hacia el espacio exterior, nuevamente amplificado por cinco pequeñas cámaras situadas por encima de ella, que a la vez permitían aliviar el techo de la Cámara Principal del tremendo peso de los bloques de piedra. 
Las radiaciones enviadas al espacio desde allí permitirían a nuestros sabios estudiar el comportamiento humano y del planeta, desde la distancia y a lo largo de las Edades. 
Una tercera piedra radiante había de colocarse en el vértice exterior de la pirámide permitiendo que la radiación y recepción de pulsiones hacia y desde el espacio exterior fuera posible. 
Tanto las piedras radiantes como el revestimiento interior fluorescente habían sido traídas especialmente desde Tristya y eran un regalo del abuelo. 
Los humanos hundían la cabeza en el suelo a nuestro paso, algo a lo que no conseguía acostumbrarme. 
Me habían dado un nuevo nombre, “La Señora de la Pirámide”. 

Del Capítulo 82 de "Yo, Isis"

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