Ninguno
de los dos me confesó jamás cuales fueron las pruebas que tuvieron que superar;
por eso no creo que viole ningún secreto al contarte lo que me confiaron. Sólo
sé que sus experiencias debieron ser verdaderamente difíciles, pues varias
veces estuvieron a punto de abandonar. Se enfrentaron a todos los elementos de la Naturaleza , al
silencio, al desconcierto que produce lo desconocido; pero su fe era grande y
sus akhu muy fuertes. Gracias a ello superaron con éxito la tentación, el miedo
y todos los peligros a los que se vieron sometidos.
Una
vez superada una trampa que ponía a prueba su sed de conocimientos, llegaron
por fin a lo que parecía ser un espacio más alto y más amplio. Un rumor de
pasos y unos cánticos sagrados llegaron hasta sus oídos. Era el grupo de hekau
que salía a recibirles, cada uno de ellos sosteniendo una antorcha en su mano.
¡Era el final de la prueba!
Profundamente
aliviados, les siguieron por una empinada rampa hasta una sala amplia y
profusamente iluminada. Allí, sentado sobre un sillón recubierto de oro, el Mer Hekau
les esperaba bajo las alas protectoras de una gran figura de la diosa Aset.
Después de darles la bienvenida, Bak se levantó para abrazarles y les guió
hasta otra sala cuyas paredes vibraban como un gran corazón.
Allí
se encontraba el Secreto de los Secretos, celosamente guardado en el interior
de un arca de oro colocada sobre un altar que simulaba una nave solar.
—Este
arca —les había explicado el Mer-Hekau Bak— contiene los escritos arcanos del
Escriba de los Dioses: Dyehuti, el Gran Mago de todos los magos. En ellos nos
dejó la crónica del nacimiento de la humanidad, la historia de los dioses y la
de todas las estrellas del firmamento. Para nuestra mejor comprensión, todos
los secretos de su Magia nos han sido revelados en forma de imágenes
consecutivas de un alto contenido místico, que el dios grabó escrupulosamente
sobre setenta y ocho láminas de oro fino, de las cuales las veintidós primeras
se refieren a la iniciación de los futuros hekau. Vosotros ya las conocéis, pues corresponden a los veintidós murales
reproducidos en las paredes de la sala en la que habéis estudiado durante
meses.
«Pero
estos murales que os han llevado al Conocimiento, cuando se reparten en tres
grupos de siete, también nos conducen a través de la evolución del hombre y sus
circunstancias espirituales.
«Los
setenta y ocho papiros de oro reunidos aquí nos permiten conocer nuestro pasado,
mientras que la comprensión del momento presente nos revela hacia donde nos
dirigimos. Todo nuestro futuro está contenido en ellos para quien tiene Pureza,
Ecuanimidad, Prudencia y el Poder necesarios para comprenderlos.
«Pero
aún hay más: detrás de esa pared que veis, que no es más que una puerta que se
abrirá sólo a los puros de corazón, está la Mesa que utilizaron los dioses para comunicarse
entre ellos. Gracias a un complicado mecanismo de piezas que giran encajándose
unas con otras, los dioses podían ver las estrellas sin moverse de esa sala y
adivinar los pensamientos de los hombres, aún cuando éstos se encontrasen en el
rincón más oscuro y alejado de nuestra Tierra. Todavía hoy los dioses continúan
vigilándonos desde su «Ojo que Todo lo Ve».
«Pero
aún debéis enfrentaros a una prueba final: la Mesa Sagrada no os será
mostrada hasta que hayáis demostrado, con vuestros actos futuros, que en verdad
sois dignos del Conocimiento que hoy se os ha revelado
y cuando el paso del tiempo demuestre que habéis sido fieles al
juramento de mantener en secreto cuanto habéis visto y oído en el interior de
estas cámaras.
«El
velo ha sido descorrido: ahora debéis mostraros dignos de ése merecimiento.
Hasta
dónde yo sé —continuaba
relatando Nefertari, visiblemente fatigada—,
el conjuro que tanto Nebchasetnebet como Ramesés pronunciaron a continuación,
incluye fórmulas mágicas que obligan al corazón del juramentado a que se
arranque la vida con sus propias manos si alguna vez incumple su promesa.
Ignoro
si alguna vez llegaron a penetrar en el Salón de la Mesa gracias a sus propios
méritos; debió formar parte del secreto que no podían revelarme. Pero lo que sí
me contaron fue que, durante las larguísimas horas de prueba, los dos habían
comprendido que aquel saber no era humano y que los dioses venidos del cielo
nos habían dejado algo más que los Papiros Dorados de Dyehuti y la misteriosa Mesa
Sagrada.
Ambos
estuvieron de acuerdo en afirmar que tras los enormes muros de piedra había más
salas disimuladas, que aseguraban haber traspasado durante sus experiencias
místicas. Estas salas ocultas contenían extraños artefactos de uso desconocido
y fue allí donde recibieron mensajes de los mismísimos dioses.
—La
construcción de Per-Aset —me dijeron— no se debe a seres humanos. En
su interior es posible atravesar la piedra como si de humo se tratara y, en la
oscuridad de los pasadizos, hemos escuchado músicas celestiales y hemos visto
brillar esferas resplandecientes de suaves colores.
Pero
existía una verdad más allá de lo que les había sido revelado; una verdad que
los hekau de Per-Aset atesoran tan celosamente que ni siquiera un Príncipe Real y un futuro
Faraón habían podido tener acceso a ella. Tan seguros
estaban de lo que afirmaban, que se empeñaron en descubrir lo que les había
sido vedado.
De mi libro "Faraón sin Reino", sin editar.
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