Al cuarto día continuamos la marcha, no bien
despuntaba el alba. Apenas si habíamos dejado atrás la aldea cuando una figura
grande, cubierta con un manto cuya capucha no dejaba ver su rostro, nos salió
al paso.
—¡Deteneos! —gritó con voz extraña.
—¿Quién eres tú? —le preguntó mi esposo.
—Soy el Exterminador. YHVH me ha enviado a darte
muerte, porque has desobedecido sus designios.
—No he hecho tal cosa. Mi hermano Aharón y yo nos
dirigimos a Iunu con nuestras familias para hablar con el Faraón, tal
como mi señor Adonay me ha ordenado.
—Tú no llegarás allí. Quien hable ante el Faraón
por YHVH ha de ser un individuo íntegro, un hombre al que ningún otro pueda
acusar de haber incumplido la
Ley. Él me envía a matarte por faltar a los mandatos divinos.
Tu hermano Aharón llegará hasta Ramesés y hablará en nombre del Altísimo.
Aharón dio un paso hacia el intruso, pero este le
derribó con un solo gesto de su mano, dejándole inconsciente. Eliseba y yo
estábamos aterrorizadas.
—¿Cuál es la
Ley que he incumplido?
—Tu hijo Guershom no ha sido circuncidado.
Era cierto. Yo no lo había permitido y ahora Moshé
se veía en aquel aprieto por haberse dejado convencer por mí. Eliezer, en
cambio, había sucumbido ante la presión de mi padre, quien insistió en
circuncidar al recién nacido inmediatamente. Aquella horrible práctica, aunque
necesaria, me trastornaba profundamente.
—Otros pecados más graves he cometido —dijo mi
esposo, por toda respuesta.
—La desobediencia a las leyes de YHVH es el más
grave de todos los pecados y el único que se castiga con la muerte.
Esperaba que Moshé se rebelara o se disculpara de
alguna forma pero, ante mi asombro, cayó de rodillas a los pies de aquel ser,
inclinó su cabeza y dijo:
—Tienes razón. Sea como Yahovah desea; cumple con
tu tarea, Exterminador.
El Exterminador levantó una extraña espada
semejante a un rayo y la blandió por encima de la cabeza de mi esposo. Sin
dudarlo ni un instante, grité con todas mis fuerzas:
—¡Espera! Yo soy la culpable de que nuestro hijo no
esté circuncidado. Moshé quería hacerlo, pero yo le detuve. Yo fui quien
convencí a mi esposo de que pecara. Yahovah debe matarme a mí y no a él.
—Tú no eres más que una mujer insignificante y sin
conocimientos. No se te puede juzgar por tu pecado. Moshé, en cambio, es
responsable de sus actos ante su Dios. Haberse dejado convencer por ti no sólo
no le disculpa, sino que añade un agravio más a su conducta. La Misión que le ha sido encomendada es muy importante y su tarea es fundamental
para liberar al pueblo de Dios de la esclavitud de Khem. Es menester que
nada en su persona pueda deshonrarle ante los ojos ajenos. Su omisión es, por lo tanto, una falta muy
grave. Por eso también Guershom, su primogénito, está en peligro de muerte.
—Entonces repararé mi falta y las de ellos en este mismo instante.
Sin más palabras, tomé una piedra de pedernal y con
ella, allí mismo, corté el prepucio de mi hijo mayor, arrojándolo a los pies
del Exterminador.
—Expíe ahora la sangre de esta circuncisión la
falta de mi esposo —dije, mientras el mayor de mis hijos chillaba de dolor
entre los brazos de una Eliseba completamente desencajada ante los
acontecimientos que acababa de presenciar.
El Exterminador bajó su espada.
—¡Alabado
sea Yahovah que ha perdonado nuestra falta! —exclamé entonces— ¡Cuán querida me
es esta sangre de la circuncisión, que ha liberado a un tiempo al hijo y al padre
del castigo del Exterminador!
—Sirva
esto como aviso de que nunca deberéis desobedecer los mandatos de
YHVH.
Dicho esto, desapareció de nuestra vista de
la misma forma en que había aparecido.
Moshé seguía postrado en el suelo. Aharón se
había recuperado del desmayo que el gesto del Exterminador le había provocado y
los dos hombres se levantaron fundiéndose en un abrazo fraternal.
Continuamos nuestra marcha en silencio,
rumiando cada uno a su manera lo que acababa de suceder. Durante varias horas
ninguno de nosotros se atrevió a pronunciar una sola palabra salvo Guershom que,
agarrado a mí, gemía dolorosamente. Eloah sabe que aquella herida me producía
más dolor a mí que a mi hijo, pero me sentía feliz por haberle librado de la
muerte.
Mientras caminábamos, mi mente no paraba de
dar vueltas a lo sucedido.
Yahovah había instruido a Moshé para que
advirtiera al Faraón que debía dejar libre al pueblo de Yisrael, bajo amenaza
de perder a su hijo primogénito. Pero era nuestro hijo el que ahora había sido
amenazado de muerte si desobedecíamos sus mandatos.
Empecé a sospechar que Yahovah había moldeado
especialmente el destino de Moshé para utilizarle en su beneficio: le había
hecho huir de su país, le había hecho olvidar quien era y de donde venía. Había
sido él quien había guiado sus pasos hasta Madián para que completara sus estudios
khem-taui con la sabiduría que mi
padre había recibido de nuestros ancestros. Durante varios años le estuvo
preparando sin que ninguno de nosotros, salvo la anciana Tamar, intuyera en
ningún momento que lo hacía para poder cumplir una misión tan importante. Pero,
si gracias a ello había llegado a mí, yo bendecía el nombre de Yahovah.
Había llegado la hora de la acción.
Moshé debía guiar a nuestro pueblo fuera del
país de Khem y ser un ejemplo para la
casa de Faraón, para el País de las Dos Tierras y para todas las naciones que
escucharan en el futuro las crónicas de estos sucesos. Por consiguiente, su
vida personal tenía que guardar un orden escrupuloso si quería llegar a dirigir
la vida espiritual del pueblo de Dios. Así lo veía yo, pero había algo que me
tenía tremendamente inquieta.
Y la duda, de nuevo, se instaló en mi
corazón.
El Exterminador había realizado tales proezas
ante mis ojos, que dejaban fuera de toda duda que ningún hombre mortal hubiera
podido llevarlas a cabo. Además, su estatura y envergadura eran muy superiores
a las de un hombre muy robusto. Moshé no dudó en identificarlo como a un Mensajero
de Yahovah, pero… ¿Quién era Yahovah? ¿Se trataba realmente de nuestro Dios, de
Eloah? No podía creerlo, Ha Elohim es misericordioso. ¿Quién era
entonces aquel ser tan cruel, que castigaba la desobediencia de sus hijos más
queridos con la muerte?
Y si no era Ha Elohim, ¿cómo se atrevía a asignarse el calificativo de «dios»?
Pero… ¿Y si el pecado que Moshé había
cometido no fuera una sencilla desobediencia? ¿Y si era algo mucho peor e
inconfesable? Aquellas palabras suyas al Exterminador, «Otros pecados más graves he cometido…»
Por otra parte, no había habido reacción alguna en Moshé. Se había
sometido inmediatamente a los designios del Exterminador y, de no ser porque yo
misma había derramado la sangre de nuestro hijo, en aquel momento ambos estarían
muertos. Para mí era evidente que,
fuera cual fuera el desliz que mi esposo hubiera cometido, éste le hacía
incapaz de servir como guía espiritual del pueblo elegido de Dios y era
imprescindible que la situación fuera rectificada convenientemente antes que
llevara a cabo su misión de forma efectiva.
Del capítulo 12 de "Faraón sin Reino" (en busca de editor)
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