Tras el nacimiento de Eliezer, Moshé volvió a
sumirse en una de aquellas penosas épocas de mutismo. Dedicaba mucho tiempo al
pastoreo y, cuando no estaba con el rebaño, solía sentarse alejado del
campamento, en silencioso retiro.
—Sé que Eloah escucha mi oración sin
palabras —me dijo un día.
—Somos felices —le respondí—, nos amamos y el
Señor nos ha concedido dos hermosos hijos varones. Tu rebaño es ahora uno
de los mayores de la tribu. ¿Qué otra cosa puedes pedirle?
—Que me hable —me dijo, con una tranquilidad
pasmosa.
La seguridad con que había pronunciado aquellas
palabras hubiera debido alarmarme.
Recordé entonces una frase de padre, pronunciada pocos
días antes de la boda: «Nada sabes del pasado
de este hombre»; y al parecer nada sabía, tampoco, de su presente.
Por un momento pensé que mi esposo había enloquecido.
—¿Qué… te hable? Eloah sólo se ha revelado a
los grandes profetas.
—Un solo y único Dios existe y se revela, no sólo a
los profetas, sino también a quienes confían en Él con fe ciega. Si pudo manifestarse
a un Faraón, también puede hacerlo conmigo.
No era la primera vez que hacía alusión directa al
Faraón Hereje Akhenatón: cuando el mercader le había hablado del proyecto de Ramesés
Meriamón para la nueva capital del Imperio, le había escuchado comparar Pi-Ramesés
con Akhetaton, la Ciudad
del Disco.
—Estoy seguro de que lo hará. Más tarde o más
temprano, Él me hablará.
Ahora estaba segura: el sol del desierto le había calcinado
la razón.
Tanta certidumbre no podía ser buena y mucho menos
la arrogancia de creerse comparable a un profeta o a un rey. Dejé que pensara
que creía en sus palabras, pero estaba segura de que el buen Eloah no se
manifestaría a quien daba semejante muestra de soberbia.
Al día siguiente me encaminé resueltamente hacia la
tienda de safta Tamar. La encontré sola, tumbada sobre su estera y
recostada sobre varios cojines que alguna mano amiga había arreglado para
mantenerla ligeramente incorporada. Al verme entrar, sonrió débilmente.
—Te esperaba.
—Safta… estás enferma y te han dejado sola.
¿Dónde están tus cuidadoras?
—Las envié a sus casas. Necesitaba hablarte a solas.
—¿Sabías que vendría?
—Sí. Tenías que venir para que yo te haga donación
de mi gracia.
—Pero yo he venido para…
—Tú has venido porque dudas de tu esposo.
—¿Cómo sabes…? —la pregunta se congeló en mis labios.
Era evidente que safta «sabía».
—Sé, solamente, lo que debo saber en cada momento.
Eso será también contigo después de que nazca tu hija. Para eso era necesario
que vinieras a mí.
Me avergoncé porque, sabiendo que estaba enferma,
hacía mucho tiempo que no iba a visitarla. Como si hubiera escuchado mis
pensamientos, me dijo con una infinita paz:
—Has estado muy ocupada atendiendo tu casa, a Moshé,
a un niño pequeño… y todo eso con un nuevo hijo
en camino. Después el momento del parto, la purificación, una nueva demé
tahorá… y la preocupación por la actitud de tu esposo.
—Es cierto, pero hubiera debido…
—Hubieras debido confiar plenamente en mis palabras
de hace cuatro años, niña. Moshé no está loco; tampoco es un ladrón, ni un
asesino: te dije que verías grandes prodigios llegar a tu vida y éstos están ya
cercanos, muy cercanos —un acceso de tos la interrumpió—. No queda mucho
tiempo… ven, acércate.
Lo hice y ella me indicó que me arrodillara su
lado.
En silencio trazó unos signos extraños sobre mi
frente y luego, con voz trémula que se apagaba por segundos, entonó una especie
de cántico en una lengua que no comprendí.
—Ya está —dijo después de un largo silencio,
durante el que no me había atrevido a moverme de mi posición—. Ahora puedo
morir tranquila.
—No digas eso. Tú no vas a morir… aún…
Tenía los ojos fijos en mí y una extraña sonrisa en
el rostro.
De pronto sentí como una especie de brisa, a la vez
dulce y fresca, me atravesaba dejando en mi interior un sentimiento de amor sin
límites. Entonces me di cuenta de que había muerto. La anciana Tamar nos había dejado
para siempre.
Del Capítulo 10 de "Faraón sin Reino" (libro en busca de editor)
Del Capítulo 10 de "Faraón sin Reino" (libro en busca de editor)
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