Siguiendo
el camino que habían recorrido con el hekau Bak, llegaron hasta el corazón de Per-Aset. Les pareció que la estancia latía mucho
más aceleradamente que la vez anterior, pero es posible que no fuera la
estancia, sino sus propios corazones los que habían acelerado su ritmo.
Allí,
el Secreto de los Secretos se mostraba, sugerente, sobre su barca sagrada, retándoles
a abrir el Arca de Oro que lo contenía.
Pero
si grande era la tentación de conocer todos los secretos de la Gran Magia de Todos los
Tiempos, mayor era su deseo de descubrir qué y cómo sería aquella misteriosa
Mesa que les esperaba tras la pared del fondo.
Se
abrazaron, pletóricos de euforia por haber podido llegar hasta allí sin
problemas, y empezaron a palpar el muro con decisión, en busca de un resorte.
Pero no fue hasta que ambos se serenaron e hicieron acopio de todas las
virtudes que habían aprendido durante su tiempo de aprendizaje, que una de las
enormes piedras giró sobre sí misma, dejando ver un hueco por el que penetrar
en el interior del misterioso recinto.
Desgraciadamente,
en su cuidadosa planificación no pensaron que los Mer Hekau,
que habían protegido aquel lugar durante siglos, no habrían dejado su secreto
más preciado a merced de cualquier hekau
traidor que, como ellos estaban haciendo, se atreviera a atravesar el umbral
sin permiso.
Apenas
pusieron un pie en el interior de la sala, un rastrillo cayó tras ellos a gran
velocidad, impidiéndoles la salida, mientras se ponía en marcha un mecanismo
desconocido que producía un sonido estridente. Dedujeron que Bak habría sido
alertado por el estruendo, pero no había otra puerta en aquel lugar más que
aquel hueco, ahora sellado, por el que habían entrado.
¡Estaban
encerrados! En vano intentaron elevar el rastrillo, forzarlo, derribarlo… todo
inútil. Se encontraban atrapados.
Tenían
a su alcance aquello que tanto habían deseado y, paradójicamente, en lugar de
descubrir sus misterios, todos sus esfuerzos estaban centrados en abrir una
simple puerta.
De
acuerdo con sus descripciones, la Mesa Sagrada es un artefacto extraño que tiene de
mesa solamente la altura. En su centro luce una especie de pieza ovalada de
metal, de unos dos palmos de largo por uno y medio de ancho, convexa, que está dividida
en cuatro cuadrantes iguales por medio de dos ranuras de poca profundidad, perpendiculares
entre sí. El metal es distinto a todos cuantos habían visto antes: parece plata
bruñida, pero no lo es. Alrededor del óvalo central se extiende una superficie pulida,
de un negro brillante, de la que parten una especie de alas acabadas en punta,
que forman cuatro triángulos isósceles idénticos, estrechos y largos, perfectamente
centrados con cada uno de los extremos de las hendiduras en forma de cruz del
óvalo central.
El
raro mineral negro con el que está construido el resto de la Mesa semeja ónice brillante y
las alas o triángulos que forman la cruz están divididos, en dos partes
exactamente iguales, por una franja del mismo metal plateado. Otra franja delimita
todo el perímetro de la Mesa
que, en su conjunto, parece una fantástica estrella de cuatro puntas.
Al
dispararse la alarma que alertó al Mer
Hekau, el óvalo de metal comenzó a vibrar
rítmicamente, como si palpitara. Con cada latido cambiaba de color, pasando de
azul a violeta, de violeta a añil, blanco, rojo, anaranjado, amarillo, verde…
Aquella danza de colores, latidos y sonido les sumió en un estado de fascinación,
del que sólo salieron al escuchar la estentórea voz del hekau Bak rugiendo amenazadoramente a sus
espaldas.
—¡Debí
imaginármelo! Nadie más que los hijos de un rey podrían atreverse a desafiar el
poder de los dioses!
De mi libro "Faraón sin Reino", sin editar.
De mi libro "Faraón sin Reino", sin editar.
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