—Pasa.
Tímidamente me acerqué a la puerta. Un suave
aroma a incienso y a perfume inundaba una habitación de dimensiones algo más
limitadas, pero mucho más espléndida que la anterior. Todo allí era hermoso y
armónico. Los colores eran suaves, y la luz proveniente del exterior se tamizaba
a través de amplias telas de lino que filtraban los rayos del sol. Esplendorosos
cojines bordados con hilos de oro y de plata se alternaban con butacas de
maderas exóticas.
Varias esclavas se afanaban en recolocar los
pliegues perfectos del kalasiri más
fino y transparente que he visto jamás. Su propietaria era una mujer que no aparentaba
tener más de treinta y cinco años. Su piel era tersa a pesar de la edad y las
más delicadas vírgenes de ambos Reinos ni siquiera hubieran conseguido competir
con aquella esplendorosa belleza de ojos grandes y profundos, nariz perfecta y
labios sensuales.
Lucía un collar
Usekh de cuentas de
turquesa y lapislázuli, a juego con los pendientes y pulseras. Sus pies eran
pequeños y estaban calzados con unas sandalias de cuero dorado, adornadas con
flores diminutas. Sobre una peluca real laboriosamente trenzada, no lucía la
doble pluma con la que se la representaba en los murales de los templos, sino
una sencilla diadema de oro que elevaba un orgulloso ureo sobre su frente.
Nefertari sonrió y la habitación pareció
iluminarse con el encanto de su sonrisa.
Yo me apresuré a postrarme a sus pies pero,
ante el asombro general, ella se adelantó y levantándome del suelo, me abrazó
cálidamente. Más confundida que nadie, no supe cómo reaccionar.
—Así que tú eres la esposa de Nebchasetnebet.
Ahora quedaba todo claro: la Reina me había confundido
con otra mujer.
—No Señora, yo… soy la esposa de Moshé, ese a
quien vuestro esposo llama «El Impostor».
A una señal suya, las esclavas desaparecieron
por otra de aquellas misteriosas puertas. Luego despidió también a su Camarera,
que se marchó a regañadientes, dejándonos a solas.
Yo intentaba en vano buscar una excusa para
justificar aquel malentendido, pero las palabras se resistían a tomar forma
coherente en mi mente. De nuevo temí que el brazal hubiera pertenecido a
alguien distinto a mi esposo; que él lo hubiera robado, o tomado de algún
cadáver, o algo peor…
—¿De verdad no sabes con quien te has
desposado? —dijo ella.
—No comprendo… Señora —balbuceé.
—¿Cómo te llamas?
—Tzíppora… Tzíppora bar Reuel, Señora.
—Muy bien Tzíppora. Por el nombre de tu padre
deduzco que perteneces a una etnia kenna-ani,
pero no me lo pareces por tu aspecto.
—Cierto, Señora. Soy la hija menor del Yitró de Madián —ante mi asombro, las
palabras que antes se resistían empezaron a salir atropelladamente de mi boca—.
Mi madre llegó del sur con una caravana de esclavos procedentes del país de
Kush. Iba a ser vendida en los mercados del reino de Mittani. Mi padre la
rescató de su destino y se casó con ella. Desgraciadamente no la he conocido. Al
parecer se trataba de una princesa nubiae…
Pero yo no soy más que una simple pastora a tu servicio, que se disculpa por este
error. Verdaderamente creí que ese brazalete pertenecía a Moshé. Te ruego que
me perdones por…
—Nada tengo que perdonarte. Ese brazalete
perteneció y pertenece a tu esposo.
No pude por menos que suspirar aliviada y
ella sonrió de nuevo. Su ademán y su gesto me tranquilizaban.
—Siéntate Tzíppora.
—Señora, yo no…
—Regálame un rato de tu compañía —sus ojos me
miraban con una inofensiva curiosidad—. Te suponía mucho mayor; eres muy joven.
—He cumplido veintidós años, mi Reina.
—Tu esposo casi te dobla la edad. Es curioso
que hasta tú desconozcas cual es su verdadero origen… Explícame eso.
Azorada, obedecí su mandato y le conté a la Reina de qué manera había
conocido a mi esposo y cómo él nos había contado que no recordaba nada de su
pasado. Ella se mostró muy interesada por mi historia y me rogó que continuara
hablando de cómo había sido nuestra boda, nuestra vida en el campamento, el
nacimiento de nuestros hijos y, especialmente, la razón por la cual Moshé había
decidido regresar a Iunu para
enfrentarse a Ramesés.
A medida que el tiempo pasaba, cada vez
estaba más convencida de que el interés de aquella mujer por mi esposo iba mucho
más allá de una simple curiosidad. Los celos me devoraban: ¿qué podía hacer yo
frente a una belleza tan resplandeciente?
En una ocasión, la Reina agitó una cinta que
colgaba de la pared y al instante aparecieron varias esclavas con un refrigerio,
una infusión de flor del hibisco que tomada fría resulta una bebida deliciosa y
sumamente suave.
Era imposible no dejarse arrastrar por el
encanto irresistible de aquella mujer, que hacía fáciles los momentos más
difíciles. Hablé y hablé sin cesar, hasta que no quedaron más dudas que
despejar.
Pero seguía peligrosamente alejada del
propósito que me había llevado hasta allí.
—Por eso, Señora, es por lo que he venido a
suplicaros que…
—¿Entonces es cierto que ni tan siquiera
sospechas quien es, en realidad, tu esposo?
La nueva pregunta acababa de apartarme, una vez
más, de mi objetivo. Hube de hacer acopio de toda mi serenidad para no
demostrar mi creciente impaciencia.
—No, Señora.
—Entonces deberé corresponder a tu sinceridad
con la mía y descubrirte esa verdad que tu esposo no te ha revelado. Pero
antes, veamos cual es esa petición que deseas hacerme. ¿No vendrás, tú también,
a implorar por los apiru que el
Faraón no desea liberar?
Yo baje la cabeza, avergonzada.
—No, no —dijo ella, antes de que tuviera
tiempo a encontrar palabras adecuadas con que responderle—. Tú no desafiarías la ira de tu esposo
presentándote ante mí para pedir tal cosa sin que él lo supiera. Y Neb… y Moshé
jamás enviaría a una mujer a suplicar en su lugar. Debe de ser otra cosa. Tal
vez Aharón… ¿me equivoco?
—¡Oh sí, mi Señora! —exclamé esperanzada—
Aharón es mi hermano; tiene mujer y dos hijos que le esperan impacientes y le
necesitan. Al pequeño, de tres años, ni siquiera le conoce. Y yo le amo tanto
que…
—Te entiendo, Tzíppora. Yo también amé mucho
a mi hermano —Nefertari se interrumpió por unos segundos. Su voz tembló
ligeramente al completar su confesión—. Le amo aún en demasía.
—¿Murió?
—No —la expresión de su rostro se había
ensombrecido ligeramente.
—Lo siento, Señora. No debí preguntarte.
Perdona mi atrevimiento.
—No hay nada que perdonar. En realidad, la
historia de mi hermano forma parte de lo que debo contarte, pero eso será
después de que hayamos liberado a Aharón. Hablaré con Ramesés a favor de tu
hermano, pero tienes que prometerme que, pase lo que pase, tú volverás a verme mañana
a la misma hora.
Me sentía tan contenta que hubiera querido
abrazarla de nuevo, pero me contuve. Ella debió darse cuenta de mi alegría,
porque me advirtió:
—No te prometo nada. Solamente que hablaré
con mi esposo.
—Para mí es suficiente. ¿Quién podría negar
el cielo con todas sus estrellas a la hermosa Reina de Khem?
Ella sonrió ante mi última frase, o tal vez a
causa de la vehemencia con que la había pronunciado.
Quitándose un anillo con una gran turquesa
que llevaba su sello, me lo entregó diciendo:
—Mañana, cuando regreses, muestra este anillo
a la Guardia. Será
tu salvoconducto para llegar hasta mí.
Me despedí de Nefertari deshaciéndome en
agradecimientos y bendiciones de todo tipo, que ella no quiso escuchar. En
lugar de eso, se dirigió a mí con aquella frase protocolaria que intercambian
los miembros de la Familia Real
a modo de saludo:
—Ankh,
udja, seneb.
Ya me disponía a salir cuando ella me llamó
de nuevo:
—¡Tzíppora! Olvidas tu brazalete.
Del capítulo 17 de "Faraón sin Reino" (buscando editor)
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