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sábado, 20 de junio de 2015

APENAS UNA CLEPSIDRA (Capítulo 1)

1 - Viaje a Tracia

Sentada en el carro que me había conducido hasta el puerto de Buthroton, esperaba con impaciencia el momento de embarcar en la lujosa y potente trieres que había de conducirme hasta la isla de Samothraki. Mi destino era el Santuario de los Megáloï Théoï, o Grandes Dioses, para iniciarme en los Misterios Sagrados.
El calor en hekatombaion es agobiante aún a la orilla del mar y el hedor de los cuerpos sudorosos de los esclavos se entremezcla con el olor salobre del mar y el de la pez que utilizan los calafateadores del pequeño astillero cercano. Se me hacía difícil soportar el chirriar incesante de las poleas y el griterío ensordecedor de los descargadores que liberaban del peso de sus mercancías a los potentes gaulos tirios procedentes de lejanos mercados orientales: perfumes de la intrigante Jemía, sedas de Cathai, trigo del Ponto Euxino y —cómo no— la famosa púrpura de Týros.
Era la primera vez que iba a viajar en una nave como aquella y entretenía la fastidiosa espera inspeccionando cada detalle que veía a mi alrededor. La trieres debía medir cerca de cuarenta metros de longitud y bastante más de cinco metros de ancho. El mascarón de proa era una graciosa imagen de Afrodita emergiendo del mar entre espumas blancas. A cada lado, dos grandes ojos pintados sobre el casco del navío protegían de los enemigos y, sobre el espolón de popa, la cabeza de un jabalí se unía primorosamente a la embarcación mediante un largo cuello parecido al de un cisne. Cerca de allí, el timonel parecía muy ocupado sujetando sobre la popa los dos grandes remos que habían de servirle de timón.
En los muelles, marineros y cordeleros disponían el resto de los aparejos: metros y metros de cuerdas de lino trenzadas y una gran vela cuadrada que iba a ser izada sobre el único mástil de la trieres.
Por fin los remeros se situaron en sus puestos, dispuestos al tresbolillo en triple fila: en el más bajo de los tres niveles ya se habían sentado los veintisiete thalamitoi que habían de accionar sus remos desde el interior de la nave. Sus palas llegaban al agua a través de aberturas circulares situadas a medio metro del nivel del mar. Un pequeño envoltorio de cuero, cuidadosamente adaptado en torno al brazo de cada remo, impedía que el agua penetrase en la bodega.
En la hilera intermedia, sobre las vigas que sustentaban la cubierta de la nave y ligeramente desplazados en relación a sus vecinos de abajo, se situaron los veintisiete zygioi que, a su vez, pasaron sus remos por un lugar calado del casco, sobre la borda. Finalmente, en un estrado sobreelevado y abierto al viento para que sus remos no interfirieran los de los niveles inferiores, se instalaron los treinta y un thranítai.
La enorme vela fue colocada en su lugar y todos los tripulantes estaban en sus puestos: podíamos embarcar.
Una vez a bordo, el kubernétes dio la orden de zarpar y la trieres se puso perezosamente en marcha. Mientras el proreus organizaba desde la proa las maniobras para abandonar el puerto, sorteando sin percances los enormes gaulos que olían a mil esencias orientales y las pequeñas barquillas de los pescadores que regresaban con su captura del día, mi corazón empezó a latir más rápido. Todo aquello, hasta entonces desconocido para mí, formaba parte de la excitante aventura de mi Iniciación en los Misterios de la Diosa Madre.
Salimos a mar abierto y la marcha de la nave se aceleró al compás del keleustés que marcaba el ritmo a los remeros con la ayuda de una flauta. La brisa marina me azotaba el rostro y de pronto me sentí inesperadamente viva.
El trayecto hasta la isla de Samothraki bordea la costa durante casi toda la travesía y, aunque nunca perdimos de vista la tierra firme, me complacía dejar vagar mi vista por la inmensa llanura verdiazul imaginando que, en cualquier momento, surgiría de entre las olas el mismísimo Poseidón, tridente en mano; o su esposa Anfitrite, rodeada de Náyades y Nereidas vestidas de espumas marinas y adornadas con perlas y estrellas de mar.
Pero el Egeo, que debe su nombre al padre de Teseo (al cual el mar había engullido cuando éste se lanzó a sus aguas, creyendo que su hijo había muerto en las fauces del Minotauro) estaba en calma aquella mañana, bajo el sol abrasador del verano. Por eso y porque el Oráculo de Dodona había previsto que el nuestro sería un viaje tranquilo y agradable, no cabía temer las iras del dios del mar.
En las salvajes montañas del Pindo, cerca de las fuentes del Aqueloos, en mi Epeiros natal, había tenido ocasión de escuchar la voz de Zeus y el lamento lejano de la flauta de Pan. Los heles de pies descalzos, que duermen en el suelo y nunca se lavan para poder conservar su fuerza de vida y la inspiración del dios, habían interpretado las señales que dejaban clara la complacencia del «Padre de los Dioses y de los hombres» ante la dedicación de su hija Políxena a los Kábeiroi. Y su hermano Poseidón no iba a ser menos que él.
Sí; Políxena es mi nombre de nacimiento y en aquellos días acababa de cumplir diecisiete años. Pertenezco a la Dinastía Eácida: soy la hija mayor de Neoptólemo, Rey de Molosia y de la princesa Deidamía de Esciro.
La sangre que corre por mis venas es la sangre de los dioses, desciendo directamente del héroe Hector y del famoso guerrero Aquileo. Al principio de la Guerra de Troya, mi abuelo Aquileo, disfrazado de doncella, se escondió en la corte del Rey Licomedes. Allí mantuvo una relación amorosa con la hija del Rey, de la cual nació mi padre, su único hijo.
El mío es un nombre maldito; está unido a una historia trágica y no me siento bien con él. Me fue impuesto por mi padre en honor a una princesa troyana hija de Príamo, a quien él mismo había inmolado sobre la tumba de mi abuelo Aquileo. Cuentan que Aquileo estaba muy enamorado de la princesa y, aprovechando una tregua de la Guerra de Troya, quiso ir a reunirse con su amada. Pero su grupo cayó en una emboscada y él murió asesinado. Días más tarde, su eidolon se apareció a los supervivientes exigiendo que Políxena le fuese sacrificada para que, tras la muerte, los dos pudieran reunirse en el Inframundo.
Por eso prefiero que, de ahora en adelante, me llaméis Olympia.
Durante el tiempo en el que aún me llamaban Políxena, mi padre Neoptólemo fue uno de los guerreros que penetraron en Troya dentro del famoso caballo de madera. La victoria debió trastornarle, porque nunca regresó a Epeiros para hacerse cargo del Reino; en lugar de eso, se casó con una hija del Rey de Esparta y se instaló con ella en Ftia.
Mi madre, Deidamía, murió al dar a luz a mi hermano Aléxandros, trece años menor que yo. De eso hacía entonces cuatro años, pero el recuerdo de mi madre era vago y se había desvanecido en mi mente con la rapidez del fantasma de Néfele.
Huérfanos de madre y olvidados por mi padre, fue Arribas de Epeiros, nuestro tío paterno, quien en adelante ejercería nuestra tutela y gobernaría Molosia como Regente hasta que mi hermano Aléxandros alcanzase la mayoría de edad necesaria para hacerse cargo de su herencia.
Era precisamente mi tío el que me acompañaba aquel día en mi emocionante viaje a Tracia. La Gran Fiesta Anual de Samothraki reunía en la isla a visitantes de todo el mundo.
Durante toda la travesía admiré otras muchas naves que rivalizaban en lujo y ornamentaciones. Seguían el mismo rumbo que nosotros y en su interior viajaban sin duda personajes importantes; tal vez Reyes, príncipes o gobernadores, y mi excitación crecía a medida que la distancia hasta mi destino disminuía.
Samothraki es una isla de reducidas dimensiones situada al norte del Mar Egeo y dominada por el monte sagrado de los Kábeiroi. Existe en ella una pequeña ciudad amurallada, cuyos habitantes dependen principalmente de la pesca. En razón de su situación privilegiada sobre las rutas marítimas, el culto de los Megáloï Théoï es particularmente popular y por ello estas divinidades reciben numerosas ofrendas votivas de marineros, pescadores o viajeros distinguidos, agradecidos por su protección frente a los peligros del mar. Estas ofrendas se almacenan en un edificio especial junto al gran altar principal.
El santuario, situado sobre tres terrazas estrechas separadas por dos torrentes, se alza sobre las pendientes occidentales del monte que ocupa prácticamente el resto de la isla. Un camino tortuoso desciende, entre los dos arroyos, hacia la terraza principal sobre la que están situados los templetes de culto más importantes.
Las divinidades que se veneran en Samothraki son cuatro antiguos dioses de la tierra, llamados genéricamente Kabeiroi. Está prohibido pronunciar sus nombres en presencia de profanos y revelarlos se castiga con la muerte. Pero eso, ahora, carece de importancia.
Una de las cosas más importantes que aprendí durante aquel viaje fue que "Sólo existe una VIDA y esta camina sobre dos piernas: una se llama Vida y la otra Muerte”.
Y es porque sigo creyéndolo así, tal como entonces me lo enseñaron, que ciertamente ya no importa que me maten antes o después, si al final las Moiras ya han decidido cual ha de ser mi Hado. Y, porque es de las copas amargas de las que hay que beber más rápido, os diré que el culto principal de la isla está centrado en la figura de la Gran Madre, diosa todopoderosa del mundo indómito de las montañas y venerada en las rocas sagradas en las que se le ofrecen sacrificios. Su nombre secreto es Axieros y su esposo, el dios de la fertilidad de falo permanentemente erecto, se llama Cadmilo. El reverso de esta pareja lo constituyen Axiokersos y Axiokersa, dioses de las profundidades.
Otras dos diosas de la Naturaleza, Hécate-Zerynthia y Afrodita-Zerynthia se veneran también allí, aunque su culto es menor y ha sido desligado del de la Gran Madre. Dárdanos y Yasión son otros dos dioses masculinos que acompañan a Cadmilo; algunos les identifican con los Dióscuros, los dioses gemelos que protegen a los marinos de los peligros del mar.
Aunque en aquellos momentos sus nombres no despertaban en mí ninguna emoción, lo cierto es que su historia y los lazos familiares que los unen me resultaban vagamente conocidos; aunque, si debo ser sincera, no tenía ningún motivo para juzgarlo así.
De pronto distinguí a lo lejos la silueta de la isla, inconfundiblemente coronada por su monte sagrado. Había en ella un pequeño puerto de pescadores que durante las Fiestas de los Kabeiroi era habilitado para que el pasaje de las naves más grandes e importantes pudiera utilizarlo, si bien sólo para desembarcar. Observé que las distintas embarcaciones que habían ido llegando antes que la nuestra se habían alejado del puerto para ir a fondear a una cierta distancia, después de dejar en tierra a sus pasajeros.
Aparte de devotos y peregrinos, se podían distinguir al menos cuatro clases de participantes en los Misterios de Samothrakis: en primer lugar los sacerdotes, sacerdotisas y hierofantes; después, los que habían alcanzado la epopteia de los Misterios Mayores de la Diosa Madre; a continuación, los mystés o iniciados que se consideraban preparados para alcanzar un grado más elevado y, finalmente, los aspirantes; es decir, los que nos sometíamos a la ceremonia por primera vez.
Aunque el conjunto del Santuario está abierto a cualquier persona que quiera venerar a los Megáloï Théoï, el acceso a los edificios sagrados está reservado a los mystés.
Alrededor de las murallas de la ciudad, en cuyo interior se amontonan unos mil quinientos habitantes, se habían levantado hermosas tiendas portátiles para los visitantes que, a pesar de su importancia, no habían podido ser instalados en el Arsinoeion por falta de espacio suficiente para alojarnos a todos. Los peregrinos corrientes, en cambio, se hacinaban de cualquier manera en las escasas taverne de la población o dormían al raso sobre la arena de la playa o bajo la copa de algún árbol frondoso pues, a no ser que se levantase una tormenta inesperada, el tórrido calor invitaba a dormir a la intemperie.
La luna llena estaba próxima y era de esperar que, aquella noche, Selene se convirtiera en la reina indiscutible de los cielos. No parecía, pues, que el padre Zeus se viera inclinado a hacerlos rugir con el fragor de sus truenos.
Los Misterios de Samothrakis son tan importantes y tan conocidos como los de Eleusis; la diferencia estriba en que para recibir la myésis en Tracia no se requiere ninguna condición concreta de edad o de sexo, nivel social o nacionalidad. Cualquier hombre o mujer, adulto o niño, ya sea libre, liberto o esclavo, puede participar en ellos.
Los ritos más comunes no son muy distintos a los practicados en Eleusis y otros lugares sagrados: oraciones y ofrendas acompañan los sacrificios de corderos, cerdos o, en ocasiones muy especiales, bueyes, que más tarde son consumidos en los eschárai. También se ofrecen libaciones en las fosas rituales y se ofrece a los asistentes un drama ritual que representa el matrimonio sagrado entre Hades y Perséfone.
A medida que iban llegando, los aspirantes a recibir la iniciación eran congregados en la playa, apartados del resto de los romeros. Todos menos los que pertenecíamos a la clase noble, que esperábamos al resguardo del sol bajo un palio instalado a unos doscientos metros del otro grupo. No éramos muchos: dos hombres cuyas edades debían rozar los veinte y algunos años, y yo. Parecíamos esperar a alguien más que, a juzgar por los preparativos para su recibimiento, debía ser muy importante. La curiosidad dio alas a mis ensoñaciones juveniles, fantaseando compartir iniciación con un héroe, un rey o un alto magistrado.
No pasó mucho tiempo antes de que viéramos aparecer en el horizonte la silueta de una hermosa nave que llevaba en su vela la enseña de los reyes macedonios. El Reino de Macedonia es un país cuyos habitantes descienden de un hijo del dios Eolo llamado Macedón, son de nuestra misma raza y hablan una lengua muy parecida a la nuestra.
Aquella fue la única nave que estuvo varada en el pequeño puerto durante todos los días que duró la fiesta, tal vez porque fue la última en llegar. Esperaba ver descender de ella a un personaje insigne, pero me decepcioné al ver que el único viajero que ganó el muelle de un salto era un joven no mucho mayor que yo; al menos aparentaba tener solamente unos dos o tres años más. No parecía hijo de un noble y, a pesar de tener modales refinados, vestía muy sencillamente. Con agilidad casi felina, el muchacho se reunió con nosotros a grandes zancadas y ocupó su lugar bajo la lona.
Enseguida me llamó la atención la fuerza de su mirada, que parecía examinarme con evidente atrevimiento.
—Tal vez sea un soldado, o el hijo de un general —me dije a mí misma.
Pero su verdadera identidad quedaría oculta bajo la severidad del ritual, que no permite a los aspirantes conservar nombre, procedencia o linaje mientras tienen lugar las ceremonias.

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